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I
Y algo sucedía.
Sucedía
que aquél día, 13 de Agosto de 1898, Manila se había rendido. En Cavite
, 87 proyectiles de 203 y 152 milímetros habían incendiado nuestra
escuadra casi sin combatir.
Pero, en cambio, el "Mico Chico" se había revelado como un coloso, arreando un sopapo de órdago hasta los dátiles.
En el Diario Íntimo
de Eugenio Noel se describe el día en que llegan las noticias del fin
del imperio hispánico de ultramar y multitudes de madrileños optan por
ir alegres a ver una corrida de toros a la plaza de Carabanchel. Páginas
similares se encuentran en Pío Baroja y Joaquín Costa. Todo indica que
aquella parsimonia de los españoles ante el Desastre debió de consternar
a los intelectuales del momento. La mayoría seguramente lo verían como
un ejemplo de la falta de educación y civismo patrios, considerando el
desahogo taurino como anecdótico. De ahí la casi total displicencia que tributa la intelectualidad española de los últimos siglos a la Fiesta.
Apenas hay referencias a la misma, ni para enaltecerla ni para
aborrecerla; es un tema tangencial y menor en las obras de casi todos.
Se asume que es propio de gente inculta y que cuando haya desarrollo e
incorporación al nivel europeo, las corridas desaparecerán. Poco se
detecta además de preocupación por los animales o la ética del
espectáculo; hasta entonces todo es la dicotomía entre la alta y la baja
cultura -signifiquen estas categorías lo que signifiquen- de la que no
escapan ni siquiera los pocos hombres de letras que han defendido los
toros, todos ejemplos de aproximaciones condescendientes desde arriba
hacia abajo: los poetas fascinados por lo popular, como Lorca, o
pensadores interesados en el carácter español, como Pérez de Ayala;
también escritores brillantes como Valle-Inclán, que se decía taurino
como una excentricidad más que colgarse en la solapa. En el siglo XIX
los krausistas rechazaban la Fiesta, y pensadores más conservadores como
Menéndez Pelayo la defendían sin ser sinceramente aficionados, más bien
por oponerse a los primeros. Y la Generación del 98 fue casi
unilateralmente anti taurina bajo la decisiva influencia del ya citado
Noel.
Eugenio Noel nació en Madrid en 1885 y murió en Barcelona en 1936. Seguidor de Joaquín Costa, consagró
su vida a las campañas anti flamencas, en las que incluía como
simbióticos el cante y los toros, ambos igualmente responsables para él
del retraso español. Fue el único ensayista hasta entonces que
dedicó su obra a combatir las corridas, lo que le llevó a la fama y a
los hospitales, ya que no era raro que los aficionados de apalearan tras
alguna conferencia. Sus libros, olvidados hoy, no resultan
sobresalientes pero sí merecedores de mejor fortuna editorial. Lo que
es indudable es su presencia capital en la cultura española del primer
tercio del siglo. Unamuno y Azorín le escribieron y escribieron sobre
él; Ortega le consideraba, según cuenta el propio Noel en su Diario,
uno de los grandes escritores de su generación, y tal vez era verdad
porque Ortega medió para que Espasa publicara dos de sus libros.
Las
arengas anti taurinas fueron perdiendo eco en vida del propio Noel;
pero como nos recuerda Rosario Cambria en su imprescindible Los Toros: tema polémico en el ensayo español del siglo XX,
Noel tuvo unos años, sobre todo en la década de los diez, de
prevalencia absoluta en la polémica taurina. Un ambiente intelectual
fervorosamente antitaruino que no pudo dejar indiferente a nadie del
gremio, donde presumir de afición era algo así como hacerlo de
halitosis.
O sea, que hasta mediados del siglo XX, los toros
provocaban en los intelectuales indiferencia o rechazo, y solo
una minoría se dedicó a ensalzarlos. Después perdieron interés,
pues ya no son un fenómeno de masas (en la actualidad solo el 7% de los
españoles reconoce ser seguidor de la Fiesta).
El gran opiáceo pasó a ser el fútbol.
II
Ojalá
el fútbol entonteciera al país y ojalá pensaran en el fútbol tres días
antes y tres días después del partido. Así no pensarían en otras cosas
más peligrosas.
Vicente Calderón.
El
fútbol es un ejemplo nítido de cultura populista, que nada tiene que
ver con la cultura popular: no surge del pueblo, como los toros que
llevan siglos de arraigo y son sin duda cultura popular aunque no nos
guste reconocerlo. El fútbol, al contrario, nace de decretos y políticas
estatales concretas para hacer de algo venido de Inglaterra,
en brevísimo tiempo, una supuesta "cultura popular" patria. No
hay duda de que sin la maquinaria político-mediática, el fútbol, que ni
siquiera es rentable económicamente, no hubiera podido llegar a España
y hoy no tendría la audiencia que tiene.
El fútbol llegó
antes, pero con la Dictadura se movilizaron grandes esfuerzos para
homogeneizar los gustos de las masas. Auparon al el deporte rey y
fomentaron rivalidades entre equipos para canalizar las tensiones
regionales. El panorama futbolero actual es creación directa del régimen
anterior. (Es recomedable leer Franquismo y fútbol de Duncan Shaw, donde se explican la disposiciones de Fraga y otros para imponer el fútbol). La
respuesta de los intelectuales fue al principio la misma que ante los
toros: indiferencia y rechazo, dejando solo para una minoría populista
y neoromántica las vindicaciones. Se asumía, con toda la razón, que el Franquismo utilizaba el fútbol para aborregar a un pueblo sometido.
Sin embargo en
la actualidad lo que prevalece entre los profesionales de la opinadera y
escribientes varios es una aclamación sistemática y acrítica del
espectáculo (y eso que ahora hay muchas más retrasmisiones que
antes). No hay ningún personaje público que quiera hablar por los
millones de españoles a los que el fútbol no nos importa ni lo más
mínimo -o incluso nos disgusta- y cuando sucede, como en el caso de
Sánchez Dragó, se atribuye la disidencia a una excentricidad suya,
cuando hace unas décadas lo excéntrico era defender el fútbol.
Pero
hoy lo guay no es solo defender el fútbol, sino hacerlo desde el nivel
más bajo. Cuando Pérez de Ayala escribía elogios de los toros, lo hacía
con belleza y profundidad. Aunque creamos que los intelectuales no
deberían legitimar la escabechina de la plaza, por lo menos le
reconocemos talento. Pero lo alucinante de las columnas de Javier Marías
o las procacidades de David Gistau, es que hablan de fútbol como lo
haría un hooligan -y además cobran por ello.
¿Dónde radica el problema?¿Por
qué no hay en nuestro tiempo un Eugenio Noel que lance campañas
antifutboleras, cuando es evidente que el futbolismo es uno de los
mayores problemas sociales de la actualidad, y que mientras no sea
encarado -o por lo menos pensado- no habrá recuperación nacional
posible?