1.2.18
¡Muera la inteligencia!¡Viva el fútbol!
El
futbolero tiene una inteligencia de medio gas (y una sexualidad enteramente
embarrada).
El fútbol es la quintaesencia de estos nuevos tiempos bobos. Está en todas partes, nos machacan con él hasta convertirlo en el principal tema de conversación y de ocio ciudadano. El fútbol es el portaestandarte del ciudadano-basura, que es el tipo de ciudadano que quieren configurar desde el régimen: débil, sectario, inculto. Estremece pensar en qué sucedería si en lugar de deporte prevaleciera la ciencia o las humanidades como forma de cohesión social.
Poner posters de futbolistas en las paredes de la habitación, como una quinceañera haría con actores de Hollywood, solo denota que algo no funciona. Ser gay es formidable, ser gay y jactarse de antimarica es patológico. Cualquier mañana podemos fijarnos en las portadas de los cuatro diarios deportivos, siempre hay alguno que tiene un claro componente homosexual.
Como sabemos desde Freud, lo que reprimimos reaparece como síntoma. Los futboleros evitan encarar sus pulsiones sexuales, y las convierten en violencia. Desde arrancar un cubo de basura hasta matar a los hooligans del equipo contrario. El fútbol es violentísimo y todos los años muere gente en sus alrededores. Si no fuera una ideología estaría prohibido por peligroso.
El fútbol: gañanes de sexualidad turbia, la fatalidad está garantizada.
El
fútbol tiene resultados sociales grotescos: hace que las conversaciones de los
lunes en una oficina, entre cuarentones respetables, sean perfectamente
intercambiables con las de unos colegiales imberbes a la hora de la merienda.
El
fútbol simplemente es tonto, son los periodistas deportivos los que lo hacen
oligofrénico.
Huyo
ante una televisión emitiendo fútbol: temo que la estupidez se expanda por
ósmosis.
Voy
en el metro. Delante de mí hay grupito de cuarentones discutiendo sobre dos
entrenadores que dirigen unos equipos de fútbol españoles muy importantes y
que, según parece, son enemigos irreconciliables.
Estaban
con el tema cuando me subí y seguían con él cuando, una media hora después, me
bajé.
¿Realmente
se pueden considerar legítimamente adultos a personas que se pasaron todo ese
rato hablando de semejantes huevonadas?¿Alguien que se supone que ha vivido,
que ha quemado etapas de su vida, tiene si tan siquiera derecho a ser tan
voluntariamente estúpido?
La
decadencia social a través de sus ídolos de masas: Para los griegos el ideal
era el sabio. Había que estudiar, divagar y contemplar. La barba canosa también
ayudaba –así como arrejuntarse con algún maestro prestigioso. Luego llegó el
cristianismo y facilitó las cosas: ya no había que ser listo, bastaba con ser
bueno. Primaban los santos. La inteligencia se inclinó ante la ética. Con la
era de las naciones vinieron los individuos intrépidos. Muchos eran carniceros
elegantes, pero otros expandieron fronteras y trajeron libertades. Construyeron
un mundo nuevo, con todo lo bueno y lo malo.
El colapso vino, empero, en las últimas décadas: los pueblos ahora
reverencian a los futbolistas, que no son ni osados, ni inteligentes, ni tan
siquiera morales. Son poco más que simios. Esto es la pura involución.
Facebook es cosa extraña, como un vecindario etéreo donde la proximidad parece aún mayor que en la calle. Es por esta red social que sigo un poco la vida de muchos de los coetáneos con los que crecí en España.
De mi promoción universitaria y las órbitas de amistades y familiares que los enlazan, por ejemplo, compruebo que lo de que cientos de miles de jóvenes talentos se han transterrado desde el 2007 es seguramente cierto. Veo a mucha gente que recuerdo como válida saludando desde el extranjero, demasiadas fotos con nieve de fondo. Y los que siguen en casa escriben que sueñan con salir o con poner bombas.
Por otro lado, entro en el perfil de Pablo, un chico de mi barrio que alcanzó cierta notoriedad por mearle encima a un vagabundo, y husmeo un archivo de fotografías llamado “Los de la Peña”. Allí se le ve a él con sus amigotes de la barra futbolera en distintos partidos y en las celebraciones posteriores, desde el 2006 hasta ahora. El grupo atraviesa inmutable la cronología. A veces salen con chicas, otras no, en unas fotos están sonrientes, en otras ebrios, gradualmente tienen menos pelo y más barriga, pero no desparecen las caras de ellos. Todos siguen enclavados en el país, puntuales a los llamados del deporte rey.
Esto me intranquiliza: lo grave no es tanto que los inteligentes se vayan como que los gañanes se están quedando todos.
La
indiferencia por el fútbol no hace docto. Pero serle devoto sí convierte,
indefectiblemente, en gañán de sexualidad turbia.
La
certificación jurídica de la desigualdad entre los hombres es abyecta y hay que
luchar contra ella. Pero eso no quiere decir que, en esta vida, seamos todos
iguales. Siendo puristas, un hooligan
debería juzgarse según el corpus jurídico del Proyecto Gran Simio.
El
fútbol hace feliz a la gente.
-Mejor
entonces no ser feliz.
“El
Barça es más que un club”.
El
Barcelona, como el Real Madrid y el Alcoyano, no es de hecho nada más un club.
Y
los clubes de fútbol son empresas que enriquecen a hampones de corbatas caras
haciendo que millones de indocumentados se olviden de lo miserables que son.
El
Barcelona, como el Real Madrid y el Alcoyano, es una banalidad, y si lo dejamos
en eso es equiparable a una mala película, a la pornografía o David Bisbal:
espacios de relajación, trivialidades culturales que tal vez sean inclusos
necesarios para la salubridad social.
Pero
quien insiste en que un equipo de fútbol es más que un club, quien llora,
politiza, se indigna, celebra y grita por lo que acontece a once analfabetos en
calzoncillos, o es un cínico histriónico, o un inmaduro patológico.
En
ambos casos, un tipo lamentable.
El
fútbol me incomoda: aún no he superado cierta homofobia primaria.
Un
futbolero violento y un futbolero pacífico son la misma mierda en distinto
grado evolutivo.
Hay
una tríada temática conversacional muy recurrente en las jaurías de varones
ebrios y rumberos: fútbol, actividad intestinal y escarnio festivo a uno de los
contertulios.
Para
poder adaptarse a ese nivel presumo que habría que golpearse la cabeza hasta
provocarse un daño neural (y seguramente pasarse diez años con mal sexo).
Voy
en el autobús municipal.
Veo
seres confusos y prescindibles envueltos en símbolos de un equipo de fútbol. No
sabía que había partido.
Son
pocos y no le doy importancia. Sigo sentado con un libro, ignorando que cada
vez se van subiendo más de estos alegres primates con derecho a voto.
De
repente, ya en la parada del estadio grande ése, el del Paseo de la Castellana,
me rodean tres de ellos, jóvenes y agresivos, tremolando banderas y bufandas.
-¡Eh
tú!¿Qué lees?-me interpela el que asumo debe de ser el macho alpha.
-A
Ortega...-balbuceo nervioso.
-¿Qué
eso?- me pregunta asqueado.
-¡Pues
Ortega y Gasset, claro!- respondo casi ofendido.
Los
primates se miran entre sí incrédulos.
El
macho alpha parece no haber obtenido la reacción esperada de sus coprimates y
me inquiere:
-¿Eso
es una persona o dos?
Me
río pensando que es una broma. Pero como mi interlocutor se queda serio, e
intuyo que puedo perder los dientes en cuestión de segundos, le explico que es
el apellido compuesto de un filósofo.
-¿¡Un
filósofo!?- se altera-; ¿¡Un filósofo!? ¿pero tú eres hippie o qué?
-No
hombre...-reniego asustado.
El
autobús se detiene. Hemos llegado a una parada que no es la mía.
Pasa
un sempiterno segundo. Oigo la señal y me lanzo a la salida, esperando que se
cierren las puertas a mi espalda, sin mirar si me siguen o no estos exponentes
de la barbarie postmoderna
No
noto martillazos en el pescuezo, así que no me siguen.
Igual
les he dejado consternados con mi libro. A mí ellos me han dejado sencillamente
aterrado.