Los
libertarios tenemos dos vertientes: capitalistas y anticapitalistas. Desde
ambas riberas compartimos el anhelo de un horizonte sin Estado donde la
libertad individual sea un fin en sí mismo. Por supuesto la diferencia estriba
en pensar cómo llegaremos allí, si con turbocapitalismo y tecnología o con obrerismo
y asamblearismo.
También
compartimos ciertas deficiencias. Como una relación un tanto complicada con el
día a día de la lucha política y cierta incapacidad para concebir cómo será la
mañana siguiente después de la derrota de Estado.
Para
los liberales capitalistas, habría una serie de movimientos secesionistas en la
que grupos de individuos libres se separarían para autoconstituirse según leyes
propias y así se desfondaría la autoridad estatal, y entonces lloverá
prosperidad y abundancia.
Para los anticapitalistas, organizaciones obreras autogestionadas tomarían el control de los medios de producción y automáticamente llegaría la promisión y ya seríamos todos guapos y felices.
Para los anticapitalistas, organizaciones obreras autogestionadas tomarían el control de los medios de producción y automáticamente llegaría la promisión y ya seríamos todos guapos y felices.
La
cuestión que arrecia en ambos casos es la de las relaciones personales antes y
durante; o sea, cómo se organizaría la convivencia social estando en retirada
los sempiternos poderes externos que se han encargado de hacerlo durante
milenios.
Es decir, falta plantearse radicalmente la cuestión ética.
Esta
disciplina es denostada desde hace más o menos un par de siglos. Y en las
últimas décadas ya se ha desfigurado hasta convertirla en algo grotesco. Que universitarios postmodernos se lo pasen pipa predicando a Nietzsche es comprensible, porque al final saben que si aparece la celebrada amoralidad para quitarles la
merienda o herir sus sentimientos siempre pueden llamar a las autoridades
competentes para que enchironen a quien haga falta e implementen políticas
metomentodo a costa del contribuyente.
Pero
nosotros no tenemos esa opción. Nosotros hemos jurado que no pediremos auxilio,
que no protestaremos cuando el papá Estado no acuda raudo a protegernos al oír
nuestros llantos. En consecuencia a nadie le debería interesar más la ética que
a nosotros, los libertarios de todo pelaje.
Hay
que pensar cómo se relacionará el yo con la colectividad, cómo un individuo
conllevará vivir cerca de otros individuos con los que seguramente pueda tener
intereses opuestos o incluso una abierta enemistad personal.
Los libertarios capitalistas son muy dados a citar como referente moral las palabras de Ayn Rand, esa Bruja Avería del pensamiento libertario que parece regocijarse en el “¡qué mala soy, pero que mala soy!”. Para el objetivismo randiano el egoísmo y una indiferencia militante hacia los demás serán la base de una futura sociedad de hombres libres. Es paradigmática esa frase de El manantial cuando el arquitecto macho alfa protagonista le replica a otro personaje que le ha preguntado que qué piensa de él aquello de “yo nunca pienso en ti”. Pues disculpe, señora mía, pero todos los seres humanos nos afectamos, y es imposible e indeseable que no nos importe lo que piensen los demás; de hecho ésa es la respuesta que daría un sociópata.
Para los libertarios anticapitalistas la cuestión en un poco más kitsch, y con la caída del Estado vendrá la era de acuario y todo será alegría y fornicio. Pero la realidad ha demostrado que con bellas palabras no se hace que una docena de campesinos renuncien a sus pocas posesiones, o que las cuestiones de la carne no provoquen resentimientos y enfrentamientos. Y no sabemos cómo sería una sociedad sin leyes estatales. Eso es dejar a la fraternidad la función de arbitrar, lo que resulta muy siniestro. Las leyes sirven para conciliar las diferencias cuando el amor y el sentido común no consiguen hacerlo; o sea, muy a menudo. Sostener que éstas son innecesarias es asumir que la comunidad va a ser homogénea, lineal, sin conflictos; que el buen rollo va a imperar. Pero eso significa que quien no pase por el aro, quien no se camufle con el paisaje y mantenga sus diferencias, será expulsado, perderá su condición de ciudadano.
Algo
es inquietante en todo ello. Los utopismos dan un poco de miedo y uno solo
quiere que lo pensemos todo un poco mejor.
Alguien
que se plantea estas cuestiones es Félix Rodrigo Mora, un libertario del sector
anticapitalisa que lleva años publicando libros en voz baja, pero cuya
influencia empieza ya a notarse. Él insiste mucho en que sin una nueva manera
de relacionarse cualquier iniciativa libertaria está condenada a acabar en
fracaso. Este año acaba de salir Ética y
revolución integral, que contiene varios textos de ética de distintos
autores. El de Félix es el más largo y en el que nos centraremos, lo que por
supuesto no quiere decir que los demás desmerezcan atención.
“El
yo y la ética. Manifiesto a la juventud” tiene algo de carta moral a los
jóvenes, lo que haría su lectura bastante grata si no fuera por el exceso
innecesario de citas y alguna carencia tipográfica muy habitual, por otro lado,
en las editoriales modestas. Dicho esto, se trata de un ensayo en el que se
señala las deficiencias morales de la sociedad postindustrial. Sin temor a ser
estigmatizado como poco enrollado, el autor defiende las bases cristianas de
nuestra sociedad, el esfuerzo individual, el trabajo bien hecho, que las
mujeres sean libres sin feminismos oficialistas, y que renunciemos al
victimismo y nos hagamos responsables de nuestras vidas.
Como
se puede leer entre líneas, el libro sostiene tenemos que ser conservadores
precisamente porque no queremos autoridades estatales que lo sean por nosotros.
Queda menos divertido que las provocaciones al ciudadano medio y el nihilismo de
pandereta, pero igual es más sustancial.