Antes
de acostarme cometí el error de mirar Facebook. Me apareció una fotografía de
la tripa de Jara con el subtítulo: “gestando vida”. Luego imágenes de ella
sonriente abrazando al feliz turco que la preñó, con el mar -creo que Egeo- de
fondo; una hermosa casa en la playa; luego el tipo solo con unos premios al
mejor diseño industrial, “my succesful boyfriend” nos informa ella.
Y
en lugar de desconectar, seguí navegando.
Facebook
es cosa extraña, como un vecindario etéreo donde la proximidad parece aún mayor
que en la calle. Es por esta red social que sigo un poco la vida de muchos de
los coetáneos con los que crecí.
De
mi promoción universitaria y las órbitas de amistades y familiares que los
enlazan, por ejemplo, compruebo que lo de que cientos de miles de jóvenes
talentos se han transterrado desde el 2007 es seguramente cierto. Veo a mucha
gente que recuerdo como voluntariosa saludando desde el extranjero, demasiadas
fotos con nieve de fondo.
Por
otro lado, entré en el perfil de Pablo, un chico de mi barrio que alcanzó
cierta notoriedad por mearle encima a un vagabundo, y husmeo un archivo de
fotografías llamado “Los de la Peña”. Allí se le ve a él con sus amigotes de la
barra futbolera en distintos partidos y en las celebraciones posteriores. Desde
el 2006 hasta ahora; el grupo atraviesa inmutable la cronología. A veces salen
con chicas, otras no, en unas fotos están sonrientes, en otras ebrios,
gradualmente tienen menos pelo y más barriga, pero lo que no desparecen son las
caras de ellos. Todos siguen enclavados en el país, puntuales a los llamados
del deporte rey.
Esto
me intranquiliza: lo grave no es tanto que los inteligentes se vayan como que
los gañanes nos estamos quedando todos.
Anegado
en bilis luego no pude dormir. Francisco Umbral dice que nunca matamos a los
demonios interiores, que simplemente a cierta edad se nos aburren. Pero -añado
yo- a veces vuelven esporádicamente para tronar en nuestras cabezas, por
aquello de homenajear a los viejos tiempos.