Para reseñar un libro cualquiera acostumbramos a seguir un esquema. Según ese esquema lo propio es empezar dando escuetamente los datos biográficos del autor. En el caso de René Girard hay una parte sencilla, y es que nos consta que nació en Francia en el año 1923, que la mayor parte de su vida académica transcurrió en Estados Unidos, y que allí murió en el año 2015. Lo complicado viene cuando queremos ponerle algún rótulo al campo de estudio al que se dedicó, o sea, atribuirle una disciplina académica. No es fácil determinar si fue un teórico de la literatura, de la religión o un antropólogo. Podríamos decir que fue un poco los tres con la peculiaridad de que lo fue siempre desde la perspectiva de la teoría mimética (aunque eso realmente ayudará poco al que desconozca qué es la mentada teoría).
Afortunadamente, en la página 155 de Los orígenes de la cultura el mismo Girard afirma que le gusta que le llamen “antropólogo clásico”. Así que, como en estos tiempos de sacralización de las identidades auto percibidas sería impertinente hacerle cualquier alegación, se queda con ese título.
René Girard fue pues un antropólogo clásico de larga vida cuyos intereses intelectuales empezaron en la literatura, continuaron en la antropología, y culminaron en los estudios religiosos. Siempre desde una intuición inicial de que Aristóteles tenía razón cuando dijo que el ser humano se distingue de los otros animales en que es mimético (ahora sabemos que los animales también pueden ser miméticos, pero no es cuestión de corregir al Estagirita con datos científicos del siglo XX). Aunque esta idea nunca se abandonó del todo en la historia cultural de Occidente, sí transitó por caminos secundarios. Con la llegada de la modernidad y su encumbramiento del yo original a toda costa esta concepción del hombre se convirtió directamente en anatema.
Girard rehabilita esta tradición orillada y le da estructura. No es el primero en hablar de mimetismo, pero nadie lo había hecho antes con tanta profundidad y sistematicidad. Epistemológicamente también se sale de lo habitual, ya que menosprecia la filosofía y privilegia la buena literatura, en la que ve un documento que avala la condición mimética del ser humano. Luego, más adelante, también incluye los Evangelios y los relatos mitológicos, con los que va ampliando su corpus teórico y llega a la idea del chivo expiatorio y la universalidad del sacrificio. Las conclusiones que fue sacando en este periplo intelectual, casi por coherencia lógica, le llevaron a convertirse al catolicismo.
Los trágicos sucesos del once de septiembre del 2001 en Nueva York le dieron notoriedad internacional, ya que esa mezcla de violencia y religión parecían confirmar sus propuestas teóricas.