16.10.15

Transterrados. Los españoles y sus exilios I



Desde aquel primer momento tuve la impresión de no haber dejado la tierra patria por una tierra extranjera, sino más bien de haberme trasladado de una tierra patria a otra
José Gaos

El exilio no tiene fin
Adolfo Sánchez Vázquez

1, El exilio es una constante en la historia de España. Tanto que José Luis Abellán –autor que utilizaremos casi como falsilla en este ensayo- llega a decir que es estructural, y aun constitucional, de la nacionalidad española: se han dado demasiados exilios como para pensar que son algo coyuntural. Desde la unidad de los reinos de Castilla y Aragón, y el paralelo surgimiento de la Inquisición, las oleadas de emigraciones forzadas son innúmeras. Por motivos religiosos o políticos, desde los moriscos hasta la última dictadura, cientos de miles de españoles han tenido que irse para evitar la muerte.
Abellán considera que la Inquisición fue nefasta no por sus ejecuciones, que por supuesto fueron abyectas si bien en menor cuantía de lo que se podría suponer, sino por la mentalidad que configuraron. Una mentalidad de delación, de homogeneidad más aparente que sincera, y de exterminio del disidente y de las minorías más activas. El Santo Oficio fue perdiendo poder hasta su desmantelamiento al comienzo del siglo XIX, que sin embargo siguió siendo un siglo “inquisitorial”. La identificación de política y religión dio a los debates ideológicos del momento una base teológica que solo podía dirimirse, una vez más, con la aniquilación: si el liberalismo era una fuerza diabólica, sus voceros eran agentes del mal y debían ser muertos o expulsados. Los afrancesados primero, los liberales después y en flujo constante, tuvieron que elegir entre cadalso o huida. Vicente Llorens escribió un inolvidable texto sobre estos exilios decimonónicos; y las Cartas sobre España de Blanco-White quedan como el testimonio personal más iluminador (sobre todo después del estudio que Juan Goytisolo le dedicó al autor sevillano, donde era inevitable ver los paralelismos, el isomorfismo si se quiere decir así, entre aquél exilio y el del franquismo, y por extensión con todos).
El “largo siglo XIX español” terminó con la Guerra Civil (1936-1939) y otra masa de exiliados. Las cifras bailan según quien las cuente -la oscilación va de 200.000 a 500.000-. Lo cierto es que incluso tirando a lo bajo, sigue siendo la mayor emigración forzosa de la historia del país. Además supuso un desgarro en el mapa intelectual español: en las caravanas que marchaban vencidas hacia la frontera francesa se iban también muchos de los mejores pensadores, ingenieros, artistas y científicos de la época.
Y al fondo se replicaba otro fenómeno también sempiterno, el del “exilio interior”: los que se quedan guardar silencio, tal vez se atormentan, algo sin duda les inquieta: si se han ido los mejores, podríamos pensar entonces que se han quedado los peores.
Muchos autores han buscado en los exilios la explicación de la docilidad de los españoles ante los poderes tiránicos. Antonio García-Trevijano, por ejemplo, explica la servidumbre voluntaria española, entre otros factores, por la selección natural invertida que suponen los exilios. Durante quinientos años los más valientes y brillantes se han tenido que ir. Luego ha permanecido lo peor, la morralla genética más servil.
El exilio pregunta no solo por los que se van, sino por la mayoría que no lo hace ¿En qué lugar quedan los que se quedan? El exiliado es el espejo en el que es mejor no mirarse, pues devuelve la imagen de un felón. Y eso intranquiliza. Los que se quedan prefieren ignorar o despreciar a los que se van. Y los que se van acaban despreciando a los que se quedan, por mucho que éstos intenten hacerse perdonar. Como aquella vez en que José Luis Aranguren trató de explicar en una conferencia ante el exilio parisino que él era también uno de ellos, un exiliado “pero interior”, y la audiencia le tributó el peor desprecio: abandonar la sala en pleno ante tal aseveración.


2, Pero si bien el exilio es una constante, cada uno tiene sus características. Volviendo al exilio tras la Guerra Civil, y más concreto al de los filósofos, tendremos que buscar propiedades que lo particularizan. Para ello hay que buscar un origen común, y éste resulta evidente: los pensadores españoles, incluso los que lo niegan con vehemencia, han bebido de la filosofía orteguiana.
José Ortega y Gasset es el gran pope nacional de la filosofía y navegó por la primera mitad del siglo XX español ya desde una temprana madurez intelectual. A su cobijo crecieron todos los jóvenes filósofos a los que les tocó perder la guerra. Y en su filosofía de la circunstancia, que todos mamaron, vemos la explicación de por qué pensaron el exilio de manera tan personal y honda.
“Filosofía de la salvación, de salvación de circunstancias” que dirá Leopoldo Zea prologando a José Gaos.
El “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo” que Ortega escribiera en las Meditaciones del Quijote hace cien años justos, quedó marcado en generaciones de españoles. España es la circunstancia que hay que pensar hasta la extenuación para poder salvarla y el tiempo en que se vive el alimento nutricio: “la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre”. Arrojados fuera de ella, quedan huérfanos hasta encontrar una nueva circunstancia: un nuevo país, como hacen unos; o el exilio mismo, la no-circunstancia como circunstancia, como hacen otros. Los primeros, que optaron por incorporarse a un país nuevo, seguirán con su empeño salvador en los países de acogida o fracasarán en su intento de readaptarse, sin poder o querer romper con España. Los segundos vivirán en un no-lugar permanente, en un “pensamiento delirante” que dirá Abellán, y en casos como el de Eugenio Imaz terminarán en suicidio.
 

3, Centrémonos entonces en distintas tipologías del exilio postbélico. Nada mejor que recurrir al texto “El exiliado”, en Los buenaventurados, de una insigne representante del mismo, María Zambrano. La pensadora enumera tres arquetipos o “pasos del exilio”: el refugiado, el desterrado y el exiliado. Y a decir verdad, solo desarrolla el último, dejando el texto, como es habitual en ella, en una especie de atisbo de genialidad –su pluma es soberbia, como siempre- que tampoco acaba de cuajar. José Luis Abellán, más cerebral aunque menos lírico, desarrolla y pone ejemplos a la tipología zambraniana en su libro El exilio como constante y como categoría, siendo un complemento necesario para dotar de más sustancia a la enumeración.
Dice María Zambrano: “El refugiado se ve acogido más o menos amorosamente en un lugar donde se le hace hueco, que se le ofrece y aún concede, y en el más hiriente de los casos, donde se lo tolera”. Hay una voluntad de incorporarse en el refugiado, de empadronarse en una nueva circunstancia, que no le hace sentirse nunca abandonado, como le sucede al exiliado. Abellán nos dice que José Gaos es paradigma de esta variante, y el transterrado su consecuencia lógica. Una vez que es aceptado en una patria de destino, hay una desdramatización. La vida sigue y la labor que se inició en el origen se puede continuar en el lugar de adopción donde si se habla español todo es mucho más fácil y la asimilación puede ser casi súbita.
Veremos la figura del refugiado convertido en transterrado más adelante, in extenso.
Para el desterrado, empero, no hay consuelo posible, nada puede sustituir a la tierra madre. “El encontrarse en el destierro no hace sentir el exilio, sino ante todo la expulsión” dice María Zambrano.
El propio Ortega y Gasset será el mejor ejemplo de este arquetipo, añade Abellán.
Ortega no pudo vivir sin su circunstancia española. Se fue cuando no le quedó más remedio y merodeó en torno al país durante años, esperando ansioso poder volver físicamente de donde no se fue nunca mentalmente. Ortega es ése desterrado que se siente incapacitado para adaptarse a otros ritmos y olores, y no puede concebirse en un paisaje que no sea el suyo.
“El desterrado, al perder su tierra, se queda aterrado (en su sentido originario: sin tierra)” escribe Adolfo Sánchez Vázquez en su memoria del exilio. Ortega, podemos decir, vivió “aterrado” sus casi diez años de exilio.
Aunque por supuesto estas tipologías son vaporosas y permeables, tal vez solo muletas para ir tirando, podríamos forzarlas un poco más y decir que, con excepciones, el refugiado-transterrado suele ser más bien el español en América Latina y el desterrado el español que se marcha a otros países europeos.
Y si se nos disculpa el aparte contemporáneo, el sentimiento de destierro es el que seguramente prima entre los emigrantes post 2007 españoles hoy. En los pubs de Londres, en las tabernas de Berlín, abundan los españoles que no consiguen cortar lazos con España y siguen con sus cantinelas patrias años después, sin aprender el idioma local, juntándose con compatriotas para ver el derbi de la Liga, comer jamón serrano enviado por la madre de alguno, y hablar y reír con estruendo. Ven en su situación algo eventual, y miran con ahínco internet en busca de las noticias milagrosas que hablen de recuperación económica y de la posibilidad de volver.
El exiliado es la tercera categoría en la que se ubica María Zambrano, y sobre la que ha meditado más.
No es vano se pasó 45 años de exilio, convirtiendo el desarraigo en su patria. Su biografía es la antítesis de Gaos, que al cabo de un año allí ya pidió la nacionalidad mexicana. Zambrano pasó por México, Cuba, Puerto Rico, Italia y Suiza, haciendo amigos y amores, y deshaciéndolos al poco.
Escribió varios textos sobre el exilio; dos durante el mismo: “Hacia el nuevo mundo” en Delirio y Destino (1953) y Carta sobre el exilio (1961); y tres más una vez reinstalada es España: "El exilio, alba interrumpida" (1980), "Amo mi exilio" (1989) y el ya mencionado “El exiliado” en Los buenaventurados (1990).
En el primero narra su experiencia en el barco que la sacó de España, y habla del destierro como su nueva condición. En el segundo describe al exiliado como despojado de lugar, casi en un sentido existencialista. Y luego en los tres textos que escribió de vuelta, cuando los exiliados tenían cierto prestigio, reconoce que a veces no sabe por qué ha vuelto, ya que el exilio se había convertido en su naturaleza.
Y en el último de sus escritos, en Los buenaventurados, establece la tipología que estamos viendo. Ella es la mejor representante de la tercera figura, la del exilio –seguimos con Abellán en esto-. Por supuesto el término es el más abarcador de los tres, pero Zambrano le da una especificidad muy interesante. Para ella el exiliado tiene algo de peregrinaje continuo, de desnudamiento gradual hasta el despojo como condición. Los exiliados asumen de tal manera el vagar eterno que aun cuando vuelven a España, siguen sintiéndose exiliados. “El fin del exilio y el exilio sin fin” que dirá Sánchez Vázquez en su intento de tornar en la Transición.
María Zambrano pasó penurias, se negó a ser avalada por ningún partido político y mereció todos los homenajes que recibió a la vuelta. Pero su mística del exilio adolece, creemos, de un exceso y paradójico intelectualismo que hace que sea la menos verosímil de las tres figuras. Un refugiado intenta transterrarse, o no lo consigue y se queda desterrado. Pero elegir el nomadismo voluntariamente es un poco el lujo de quien no tiene hijos a su cargo, posee grandes capacidades vitales o carece de una carrera profesional estable. Intelectualizar la indigencia, lo que inevitablemente es legitimarla, suena un poco a quien no la vive realmente ¿Por qué no se quedó en Puerto Rico y se vinculó al proceso político del país, como parece que hubiera sido posible?¿Por qué abandonar, sin necesidad de hacerlo, tantos posibles arraigos? Tal vez hay algo de irresponsabilidad en su “dejarse la capa al huir de la seducción de una patria que se le ofrece”. El exilio en María Zambrano, y esto es algo que ella no niega, tiene algo que trasciende lo político o lo económico, y se adentra en las interioridades de una persona herida y complicada.


4, Tras otear los exilios, queremos centrarnos en José Gaos y el término que acuñó de “transterrado”.
José Gaos nació en Asturias en el 1900. Joven se topó con el Curso de Filosofía Elemental, de Jaime Balmes, en cuyo final se alumbraba una inquietud que Gaos arrastrará toda su vida intelectual: la radical historicidad de la Filosofía, incapaz de desarrollar corpus teóricos independientes de su contexto. Tras vivir en Valencia un tiempo, marcha a Madrid en 1921 para estudiar Filosofía y letras en la Universidad Central. Allí conocerá a Zubiri, García Morente, y sobre todo a Ortega y Gasset, del que se convertirá en uno de sus discípulos más queridos. Con el tiempo la relación entre ambos conoció ciertas tensiones, que con la Guerra Civil se volvieron muy profundas –si bien Gaos siempre reconocerá a Ortega como maestro.
Gaos se afilió al PSOE en los años treinta y mantuvo su lealtad a la II República durante toda la contienda. Aprovechando la generosa política con los españoles vencidos del presidente mexicano Lázaro Cárdenas, Gaos se exilió en México, de donde ya casi no salió. Allí le abrieron todas las puertas y su incorporación a la vida académica fue inmediata y fructífera. Jamás volvió a España, ni a pesar de los indultos que el Régimen franquista empezó a conceder a partir de los años cincuenta.
Murió en 1969, convertido en un importantísimo y querido filósofo mexicano.  

5, Más allá del prestigio, la voluntad o incluso la suerte que Gaos pudiera tener para ser tan gratamente aceptado en México, hay un adecuación del sistema gaosiano al momento político de México que hicieron el acoplamiento especialmente fértil y productivo para ambas partes.
Volvemos al tema del circunstancialismo de Ortega, ahora asimilado y matizado por Gaos.
La idea de la circunstancia de Ortega no parece, de hecho, muy original: con otros nombres o sin ninguno estaba en la mente de los intelectuales hispánicos desde hacía siglos. La brillantez fue que supo explicitar y justificar lo que antes no estaba tan excelentemente explicitado y justificado.
Antes de que Gaos cruzara el Atlántico, la idea de circunstancia tenía aceptación en ambos márgenes. En España, le Generación del 14 lo veía como base del compromiso con el país; en México, la Revolución Mexicana había originado un nuevo nacionalismo que buscará en ella una variante filosófica. En los dos casos se pide a la filosofía que deje de ser universal y se concentre en las coyunturas históricas: la filosofía enraizada en su tiempo y su país.
Para Gaos, por extensión, defender la posibilidad de hacer filosofía en español era parte de su circunstancialismo; y en consecuencia defender a Ortega –el máximo representante del pensamiento en este idioma- se convirtió en una causa que superaba la lealtad personal para adentrarse en un objetivo más profundo: la salvación de las naciones hispánicas en general, condenadas al segundo plano, en parte, por sus supuestas deficiencias culturales. Si hay un pensamiento a la altura hay solución, y el de Ortega lo está.
Y con esta preocupación por el pensamiento español y en español, por la historicidad del mismo pensamiento, Gaos quiere hacer a la filosofía preguntarse por la filosofía y su historicidad- sin dejar nada en el camino, integrando los pensamientos nacionales que previamente habrían de ser estudiados (Es interesante cómo ver Gaos influyó aquí a Leopoldo Zea, que a su vez marcó a los postcolonialistas latinoamericanos: la sombra de Ortega es alargadísima y a veces asombrosa).
El complejo por la dependencia pasada puede llevar a un reniego total del pasado, pero esto es un imposible. Para Gaos y sus continuadores, el empeño por hacer en América Latina -o América Española como diría él- una filosofía que obvie la historia latinoamericana, lo que aconteció y lo que se pensó previamente, es directamente un empeño “utópico”. No hay manera de escapar de la propia condición, por mucho que se intente, y convertirse y pensar como francés o un estadounidense. El pensamiento es regional, no universal.


6, “El concepto de circunstancia se articula en Ortega con el de perspectiva” nos recuerda Julián Marías. “El punto de vista crea el panorama” dirá el propio Ortega.
En Gaos, si México es la circunstancia, el transterrado es la perspectiva.
Los exiliados llegan a América y quieren entender. No solo la realidad sino cómo la ven ellos, quiénes son, desde dónde hablan. Nunca se olvidan de quién mira, de ellos mismos. Los textos de Gaos sobre el transterrado se pueden entretejer con los de Ortega sobre el Espectador, que la perspectiva desde la que hablaba el maestro, y todo parecería seguir una secuencia lógica.
Cada perspectiva se orienta sobre la realidad, no sobre el conocimiento. La realidad tiene tantos matices como personas. Y si damos hegemonía a una visión concreta, si erigimos un ojo de dios, nos equivocamos. La realidad funciona con la multiplicidad de perspectivas. No hay un intelecto árbitro universal.
Y aquí, una vez más, los caminos de Ortega son inescrutables. Cuando Eduardo Nicol, otro español transterrado en México, intentó distanciarse de Gaos y del orteguismo, lo hará denunciándolos como nacionalismo español y oponiéndole un universalismo racionalista ateniense. Contrariamente a lo que se podría suponer, los mexicanos Leopoldo Zea y Samuel Ramos, los grandes pensadores nacionales del momento, tomarán partido por los supuestos acerbos cachupines: las muchas visiones, o la perspectiva española frente al canon occidentalista, es más fácilmente mexicanizable que una razón universal, que indefectiblemente subalternizará, antes o después, cualquier interpretación mexicana del mundo.  

7, Antes de arrojarnos a los textos de Gaos sobre el transterramiento, centrémonos en la exposición que hace José Luis Abellán del mismo concepto.
Abellán vuelve mucho sobre los mismos temas y reescribe constantemente sus libros, o mejor, su opus de varios volúmenes sobre la historia del pensamiento español (que afortunadamente está libremente disponible en la biblioteca digital Saavedra Fajardo). Sobre el exilio escribió un libro en el 67 que la censura no permitió que se publicara completo. Luego coordinó una obra colectiva en los setenta. Y sobre todo son fundamentales los dos que más hemos manejado: El exilio como constante y como categoría (Biblioteca Nueva, 2001) y El exilio filosófico en América. Los transterrados de 1939 (FCE, 1998).
En el primero se compilan interesantísimos artículos sobre distintos autores, como Machado, Zambrano o los exiliados vascos, así como reflexiones más genéricas sobre el exilio. El segundo, revisita al estudio primigenio del 67 -pero ya sin mordaza y con más medios-, es un libro unitario, brillante y fértil, donde se repasan a una serie de autores casi desconocidos para el público actual, y que se prologa con una disertación imprescindible sobre esta variante del exilio que es el transterramiento.
Abellán se remonta al mundillo filosófico español de los años inmediatamente anteriores a la guerra civil. Para él, España había conseguido un nivel, por fin, equiparable al europeo, con unos pensadores a la altura de sus pares continentales. En ello tuvo mucho que ver el krausismo del siglo XIX y la incorporación definitiva de las fuentes germánicas. Ortega imperaba sin oposición y en torno a él se aglutinaba la Escuela de Madrid (García Morente, Zubiri, Marías, Gaos,…) disuelta con la contienda. En Barcelona se configuraba al tiempo otra escuela, menos vertebrada, más enraizada en un principio autóctono del sentido común o seny. Abellán reproduce un texto sobre la misma de Nicol, uno de sus representantes, donde asegura que ellos no leyeron a Ortega. Pero basta conocer a Ferrater Mora, Eugenio D´ors, o incluso los diarios de Josep Pla, para saber que Ortega era muy estudiado también en Cataluña.
A estas dos escuelas de Madrid y Barcelona, que básicamente responden a las dos únicas ciudades españolas donde se podía estudiar Filosofía y Letras, habría que añadir, nos recuerda Abellán, a los pensadores marxistas o especialmente singulares, como a los que llama del “pensamiento delirante”: María Zambrano, José Bergamín, Eugenio Imaz y otros (la etiqueta es conflictiva, nos tememos: María Zambrano hace del exilio algo delirante, pero no todo su pensamiento lo es; Eugenio Imaz acabará mal, pero sus libros son sensatos; José Bergamín empero sí parece ajustarse al calificativo…)
Tras la derrota de la II República viene el exilio y con él la escisión entre los que quedan y los que se van. Ninguno de los dos grupos tiene una posición envidiable, por cierto. De los que se van, que son los que estudiamos aquí, destaca la calidad intelectual; hay 2 premios nobel, por ejemplo. Hay otro dato importante, y es que muchos eligen América. Lo hacen por el idioma y porque adivinan una nueva guerra en Europa, que prefieren evitarse.
La política de Lázaro Cárdenas favorecerá la emigración de los españoles a México, y pensadores de todas las órbitas se irán para allá. Se les facilitará la nacionalidad mexicana inmediatamente, y pronto se creó La Casa de España en México (1938) para facilitar su integración profesional. En agradecimiento las mayoría de los republicanos españoles darán lo mejor de sí al país de acogida: se convierten en transterrados.
Para estos españoles, América (y México más en concreto) se convierte en un nuevo descubrimiento donde podrán vivir sin traumas sus valores republicanos hispánicos. América es el futuro español, de lo español, que en su propia tierra de origen está agonizando.
Aunque a decir verdad, desde el 39 hasta la II Guerra Mundial, muchos de los españoles siguen viendo el exilio como algo transitorio. La victoria aliada podría suponer el fin de Franco y la posibilidad de volver. Adolfo Sánchez Vázquez, en sus Recuerdos y reflexiones sobre el exilio, dice que hasta finales de los años cincuenta, en que la visita de Einsenhower legitima definitivamente la dictadura, el 70 o el 80% de los exiliados españoles en México hubiera vuelto si hubiera podido (Sánchez Vázquez tiene algo de némesis de Gaos y volveremos sobre él).  

 8, Retomando a Abellán, llegamos a seis puntos que, él cree, resumen un poco las características del exilio filosófico español.
  • I) Instalación generalizada en países de habla española: los pensadores, a diferencia de otros profesionales, necesitan de la lengua y un contexto cultural en el que ubicarse. Hay muy pocos casos de pensadores que eligieran Estados Unidos, por ejemplo; Ferrater Mora lo hizo, pero le adornaba la extraña cualidad en un español de tener facilidad para los idiomas.
  • II) Paulatina despolitización con la llegada a América: los ardores juveniles se van disipando con los años. La dedicación académica y la dificultad de tener una actividad pública por ser forasteros, sostiene Abellán, les aleja del activismo más vehemente.
  • III) Aceptación del liberalismo: como secuela del punto anterior, los exiliados españoles van orientándose a un liberalismo moderado que no da para grandes histrionismos. Añadimos nosotros algo que Abellán extrañamente no menciona, la particularidad del régimen mexicano, corrupto pero no tiránico, tramposo pero respetador de la libertad de expresión, que no exigió nunca una oposición militante, un compromiso ineludible como había sido la defensa de la República (sería interesante ver qué hicieron los exiliados españoles en otras repúblicas latinoamericanas con dictaduras, pero eso sobrepasa a este trabajo).
  • IV) Idealización de la cultura española: muchos de ellos “descubren” España en América, convierten la defensa del legado español en uno de los propósitos de sus vidas. Aprehender una España ideal les ayuda a superar la pérdida de la España real.
  • V) La presencia de la Institución Libre de Enseñanza: no tan evidente como la de Ortega, todo lo que representó este vestigio del krausismo marcó a la generación de exiliados, directa o indirectamente, como a María Zambrano, que fue profesora de la Residencia de Señoritas.
  • VI) Carácter fundacional y misionero: Abellán remonta a marzo de 1939, cuando se funda la Junta de Cultura Española, esta idea. Bajo la presidencia de José Bergamín se quiere “asegurar la propia fisonomía espiritual de la cultura española”. Se fundaron librerías y revistas, institutos y editoriales. Los ejemplos que da Abellán son muchos, y sabemos que no son todos. Básicamente, los exiliados españoles desataron su pasión por la cultura en América y aportaron una gran contribución al mundo hispánico.




9, En Confesiones de un transterrado, de 1963, José Gaos recordará cómo nació el término de transterrado: “En todo caso, y en una comida que nos dieron los profesores de Filosofía y Letras a los compañeros españoles incorporados a la Universidad Nacional, obligado a hablar, y queriendo expresar cómo no me sentía en México “desterrado”, sino…, se me vino a las mientes y a la voz la palabra “transterrado”, que sin duda resultó ajustada a la idea que había querido expresar con sinceridad, y debía de ser la de una realidad no solo auténtica, sino más que puramente personal, pues hizo fortuna: desde entonces la he encontrado utilizada varias veces y no solo en México no solos españoles y mexicanos”.
El neologismo tiene sustancia y se debe sin duda a un brote de genial inventiva. Aurelia Valero Pie, en un artículo insuperable sobre el tema, "Metáforas del exilio": José Gaos y su experiencia del “transtierro”, explica bien el hallazgo: “La flexibilidad lingüística y el poder de imaginación se unieron para procrear una metáfora, concebida a partir de un juego de significados. Mediante el trueque de un simple prefijo, la negación se transformó en continuidad, el despojo en superación, la carencia en movimiento”.
José Gaos tiene una obra infinita, recopilada en nueve tomos hasta la fecha de sus Obras Completas. Al tema del exilio y su visión del transterrado no le dedica sin embargo mucho. A decir de verdad esto es de agradecer: si hubiera estirado su concepto en libros y artículos, tal vez hubiera quedado como algo cansino, autorreferencial y pedante. Esta así es su justa medida y de ahí su fuerza, es la leve voz del “yo” de un filósofo que ha creado una filosofía sistémica que le supera y sobre la que pensarán generaciones de estudiosos.
Que sepamos, hay tres textos específicos de Gaos sobre el tema (habla del exilio en sus Confesiones profesionales, pero no como “transterrado”) y los tres están compilados en el tomo VIII de sus Obras Completas, que vienen con en el ya mencionado e imprescindible prólogo de Leopoldo Zea.
-El primero se llama “Los ´transterrados´ españoles en la filosofía de México”, y apareció en 1949 en el número 36 de la Filosofía y Letras. Revista de la Universidad de México.
El artículo, no especialmente extenso, presenta la historia de los filósofos exiliados españoles, nombrando a los más célebres; su primera impresión de México, también cómo “descubrieron” un país tan similar a España, cómo fueron tan bien aceptados por el Gobierno y la facilidad con la que pudieron proyectar su lealtad cívica republicana de España a México.
Ya en el título vemos que “transterrados” aparece en plural. Es un término afortunado porque señala una experiencia colectiva que vivieron múltiples individuos en un momento determinado. Por supuesto ahora podemos usar el término a discreción, pero igual a costa de desencallarlo.
¿Fue el español Rafael Barrett, por ejemplo, un transterrado cuando emigró al Paraguay a principios del siglo XX tras pelearse con un aristócrata? Aparentemente cumple las condiciones: se casó con una paraguaya y tuvo hijos, se vinculó a la política nacional, formó parte de la élite intelectual de Asunción durante años…y sin embargo, lo hizo solo y en unas situaciones diferentes a las del 39.
También vemos en el artículo la mayor limitación del concepto de transterramiento gaosiano: está tan enfocado al mundo intelectual, o meramente académico, a la alta cultura, que a veces dudamos si puede ser aplicable a la tropa de exiliados campesinos o trabajadores manuales. M. Romero Samper, en La oposición durante el franquismo, sostiene que precisamente estos exiliados son lo que se transterraron de verdad: los españoles que se hicieron taxistas, bedeles, o mecánicos, los que dejaron sus preocupaciones políticas hispano-mexicanas a un lado, y se integraron plenamente en el país de adopción, echando raíces en él.
-Un segundo texto es la conferencia de 1963, Confesiones de un transterrado, donde explica más personalmente, y con más perspectiva, cómo vivió el exilio. Hecho dramático que cuenta que vivió con treinta y ocho años, por cierto, algo que es importante mencionar: para que el traslado a otro país pueda considerarse transtierro hay que estar ya formado como adulto. Un niño o adolescente no experimentan el contraste igual que alguien maduro.
Además se ilustra aquí la piedra basal del transterrado y que le opone a las otras dos figuras de exilio que hemos visto: su voluntad de instalarse de modo definitivo. Gaos cuenta que hubo una idea circunstancial que se planteó, que tal vez no iba a quedarse mucho tiempo, pero que hubo otra idea más general que prevaleció: “Ésta fue la idea de que puede vivirse en plan provisional o en plan definitivo, pero que en plan provisional no se hace nunca nada que valga la pena, por lo que mejor es ponerse siempre en plan definitivo: ponerse en plan definitivo es ponerse en camino de hacer lo más y mejor que se pueda, exponiéndose, tan solo, a no llegar a hacerlo; pero ponerse en plan provisional es ponerse pura y simplemente en plan de no hacer nada que valga la pena, repito, y hasta de no hacer nada a secas”.
Así que es transterrado tiene voluntad de permanencia, lo que no necesariamente le obliga a quedarse. El transterrado vive como si fuera a quedarse; el desterrado como si fuera a volver y el exiliado como si no fuera ni a quedarse ni a volver.
Gaos dice que para afincarse fue fundamental la lengua, y llega a decir que en México se sintió más integrado de lo que se hubiera sentido en Barcelona, donde el idioma local le era desconocido. Pronto se sintió empatriado: “Desde aquél primer momento tuve la impresión de no haber dejado la tierra patria por una tierra extranjera, sino más bien de haberme trasladado de un tierra de la patria a otra”.
Y la segunda parte de la conferencia de Gaos se centra en papel de España en el mundo hispánico. Es una parte interesantísima donde dice que el Imperio no fue español sino monárquico católico y que tiranizaba por igual en ambos lados del Atlántico. Una vez que se ha descolonizado América, hace falta descolonizar la península: “España es el último país hispanoamericano que queda por independizar del pasado imperial común, convirtiéndose en una república pareja de las americanas”. Le sigue una defensa de la igualdad de todos los ciudadanos de las naciones de habla española, y una apología de los nuevos emigrantes españoles, que tras las independencias, ya van como iguales y en paz a América.
Leído hoy, vemos un exceso de optimismo en Gaos, y sentimos su “commonwealth” hispánica –y aun ibérica- como un imposible por la conjunción de intereses entre el poder global y las castas nacionales, que siempre preferirán los compartimentos estancos. Pero desde luego no deja de emocionar su sueño panhispánico.
-El último escrito de Gaos sobre el tema, “La adaptación de un español a la sociedad hispanoamericana” pertenece a 1966, y apareció significativamente en la Revista de Occidente, cuando cierto antiespañolismo suyo se había templado y ya había accedido a volver a colaborar con medios españoles (durante muchos años no quiso hacerlo por si aquello servía para legitimar, de alguna manera, el franquismo).
Que la audiencia ahora es peninsular es claro. Anteriormente explicaba a mexicanos cómo era ser español entre ellos, ahora describe a españoles cómo es ser uno de ellos entre mexicanos.
El texto habla de la adaptación y de cómo ésta una experiencia personal en la que se puede fracasar, y desarrolla una idea que merece que le prestemos atención: la idealización política de México y el régimen del PRI.
José Gaos insiste, como hace en los otros textos, en que la República de México representa una culminación de los ideales republicanos de los españoles. La historia de amor de Gaos con el PRI es muy diciente de cierta ofuscación del transterrado. Se tiende a idealizar el sistema político que le ha aceptado, sin ver sus fallas. Difícilmente Gaos o los republicanos españoles hubieran sido así de condescendientes con un PRI español.
En el mencionado artículo Aurelia Valero Pie se habla bastante de este hecho. Gaos se consagró a México sin ver sus imperfecciones. En 1958 escribe al entonces candidato presidencial López Mateos una carta llena de genuflexiones. Además, su distanciamiento afectivo de los españoles, a los que ve como un pueblo cobarde por tolerar a Franco, es bastante más severo que el que siente hacia los mexicanos, sobre cuya connivencia con la corrupción y el clientelismo del PRI no dice nada.
Solo en los últimos años, ante los cambios industrializadores y brutales del Distrito Federal, nos dice Valero Pie, empezará a sentirse exiliado en México. Escribe algunos textos criticando la deshumanización capitalina, aunque “sin que la decepción que resintió por México fuera tan radical como la que lo condujo a alejarse de España” (Valero Pie).


10, Parece que los intelectuales mexicanos sintieron y sienten aprecio por estos forasteros que fueron a darles otra perspectiva de su tierra –que por supuesto nunca fue impositiva. Como los hispanistas anglosajones en España o escritores centroeuropeos en Estados Unidos, las visiones foráneas bienintencionadas de un país siempre pueden ayudar a mejorarlo.
Hay países, como Colombia por ejemplo, cuya idiosincrasia ha dificultado el asentamiento de extranjeros en su suelo –se dice que es el país de América Latina que menos inmigrantes ha recibido durante todo el siglo XX- y en consecuencia casi no ha tenido testigos externos.
En su Breviario arbitrario de Literatura Colombiana, Juan Gustavo Cobo Borda dice: “(…) resulta pertinente preguntarse cómo en un país como Colombia, calificado por Alfonso López Michelsen, en su libro Esbozos y atisbos (1980), como “el Tíbet de Suramérica”, la carencia de corrientes migratorias nos han aislado, aún más, vedándonos la existencia de miradas ajenas sobre nosotros mismos.
Esto lo digo pensando no tanto en fenómenos colectivos, como la inmigración española a raíz de la guerra civil, que contribuyó tanto en México como en Buenos Aires a sentar las bases de una industrial cultural –editoriales, revistas, traductores-, sino al hecho de que estos transterrados – el hermoso nombre con que en México se los designa- han ofrecido vías de acceso de singular originalidad, aun en sus desfases, para la compresión de fenómenos latinoamericanos y han mantenido en constante actividad vasos comunicantes entre la cultura europea y la latinoamericana”.
Así que, sin necesidad de explayaros más, salvo opiniones de puristas, demagogos o resentidos, que seguro que alguno hay, no hay objeción autóctona de peso hacia los transterrados. Es más, cuando faltan, se les extraña, los más lúcidos de entre los americanos, les extrañan.
Y, añadiremos desde España, ojalá muchos mexicanos se transterraran hoy aquí para dar vida a la Antropología española, disciplina sin pulso comparada con la de allí.

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