Desde aquel primer momento tuve la
impresión de no haber dejado la tierra patria por una tierra extranjera,
sino más bien de haberme trasladado de una tierra patria a otra
José Gaos
El exilio no tiene fin
Adolfo Sánchez Vázquez
1,
El exilio es una constante en la historia de España. Tanto que José
Luis Abellán –autor que utilizaremos casi como falsilla en este ensayo- llega a decir que es estructural, y aun constitucional, de la
nacionalidad española: se han dado demasiados exilios como para pensar
que son algo coyuntural. Desde la unidad de los reinos de Castilla y
Aragón, y el paralelo surgimiento de la Inquisición, las oleadas de
emigraciones forzadas son innúmeras. Por motivos religiosos o políticos,
desde los moriscos hasta la última dictadura, cientos de miles de
españoles han tenido que irse para evitar la muerte.
Abellán
considera que la Inquisición fue nefasta no por sus ejecuciones, que por
supuesto fueron abyectas si bien en menor cuantía de lo que se podría
suponer, sino por la mentalidad que configuraron. Una mentalidad de
delación, de homogeneidad más aparente que sincera, y de exterminio del
disidente y de las minorías más activas. El Santo Oficio fue perdiendo
poder hasta su desmantelamiento al comienzo del siglo XIX, que sin
embargo siguió siendo un siglo “inquisitorial”. La identificación de
política y religión dio a los debates ideológicos del momento una base
teológica que solo podía dirimirse, una vez más, con la aniquilación: si
el liberalismo era una fuerza diabólica, sus voceros eran agentes del
mal y debían ser muertos o expulsados. Los afrancesados primero, los
liberales después y en flujo constante, tuvieron que elegir entre
cadalso o huida. Vicente Llorens escribió un inolvidable texto sobre
estos exilios decimonónicos; y las Cartas sobre España de
Blanco-White quedan como el testimonio personal más iluminador (sobre
todo después del estudio que Juan Goytisolo le dedicó al autor
sevillano, donde era inevitable ver los paralelismos, el isomorfismo si
se quiere decir así, entre aquél exilio y el del franquismo, y por
extensión con todos).
El “largo siglo XIX español” terminó con la
Guerra Civil (1936-1939) y otra masa de exiliados. Las cifras bailan
según quien las cuente -la oscilación va de 200.000 a 500.000-. Lo
cierto es que incluso tirando a lo bajo, sigue siendo la mayor
emigración forzosa de la historia del país. Además supuso un desgarro en
el mapa intelectual español: en las caravanas que marchaban vencidas
hacia la frontera francesa se iban también muchos de los mejores
pensadores, ingenieros, artistas y científicos de la época.
Y al fondo se replicaba otro fenómeno también sempiterno, el del “exilio interior”: los que se quedan guardar silencio, tal vez se atormentan, algo sin duda les inquieta: si se han ido los mejores, podríamos pensar entonces que se han quedado los peores.
Muchos autores han buscado en los exilios la explicación de la docilidad de los españoles ante los poderes tiránicos. Antonio García-Trevijano, por ejemplo, explica la servidumbre voluntaria española, entre otros factores, por la selección natural invertida que suponen los exilios. Durante quinientos años los más valientes y brillantes se han tenido que ir. Luego ha permanecido lo peor, la morralla genética más servil.
El exilio pregunta no solo por los que se van, sino por la mayoría que no lo hace ¿En qué lugar quedan los que se quedan? El exiliado es el espejo en el que es mejor no mirarse, pues devuelve la imagen de un felón. Y eso intranquiliza. Los que se quedan prefieren ignorar o despreciar a los que se van. Y los que se van acaban despreciando a los que se quedan, por mucho que éstos intenten hacerse perdonar. Como aquella vez en que José Luis Aranguren trató de explicar en una conferencia ante el exilio parisino que él era también uno de ellos, un exiliado “pero interior”, y la audiencia le tributó el peor desprecio: abandonar la sala en pleno ante tal aseveración.
Y al fondo se replicaba otro fenómeno también sempiterno, el del “exilio interior”: los que se quedan guardar silencio, tal vez se atormentan, algo sin duda les inquieta: si se han ido los mejores, podríamos pensar entonces que se han quedado los peores.
Muchos autores han buscado en los exilios la explicación de la docilidad de los españoles ante los poderes tiránicos. Antonio García-Trevijano, por ejemplo, explica la servidumbre voluntaria española, entre otros factores, por la selección natural invertida que suponen los exilios. Durante quinientos años los más valientes y brillantes se han tenido que ir. Luego ha permanecido lo peor, la morralla genética más servil.
El exilio pregunta no solo por los que se van, sino por la mayoría que no lo hace ¿En qué lugar quedan los que se quedan? El exiliado es el espejo en el que es mejor no mirarse, pues devuelve la imagen de un felón. Y eso intranquiliza. Los que se quedan prefieren ignorar o despreciar a los que se van. Y los que se van acaban despreciando a los que se quedan, por mucho que éstos intenten hacerse perdonar. Como aquella vez en que José Luis Aranguren trató de explicar en una conferencia ante el exilio parisino que él era también uno de ellos, un exiliado “pero interior”, y la audiencia le tributó el peor desprecio: abandonar la sala en pleno ante tal aseveración.
2, Pero si bien el exilio es
una constante, cada uno tiene sus características. Volviendo al exilio
tras la Guerra Civil, y más concreto al de los filósofos, tendremos que
buscar propiedades que lo particularizan. Para ello hay que buscar un
origen común, y éste resulta evidente: los pensadores españoles, incluso
los que lo niegan con vehemencia, han bebido de la filosofía
orteguiana.
José Ortega y Gasset es el gran pope nacional de la filosofía y navegó por la primera mitad del siglo XX español ya desde una temprana madurez intelectual. A su cobijo crecieron todos los jóvenes filósofos a los que les tocó perder la guerra. Y en su filosofía de la circunstancia, que todos mamaron, vemos la explicación de por qué pensaron el exilio de manera tan personal y honda.
“Filosofía de la salvación, de salvación de circunstancias” que dirá Leopoldo Zea prologando a José Gaos.
El “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo” que Ortega escribiera en las Meditaciones del Quijote hace cien años justos, quedó marcado en generaciones de españoles. España es la circunstancia que hay que pensar hasta la extenuación para poder salvarla y el tiempo en que se vive el alimento nutricio: “la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre”. Arrojados fuera de ella, quedan huérfanos hasta encontrar una nueva circunstancia: un nuevo país, como hacen unos; o el exilio mismo, la no-circunstancia como circunstancia, como hacen otros. Los primeros, que optaron por incorporarse a un país nuevo, seguirán con su empeño salvador en los países de acogida o fracasarán en su intento de readaptarse, sin poder o querer romper con España. Los segundos vivirán en un no-lugar permanente, en un “pensamiento delirante” que dirá Abellán, y en casos como el de Eugenio Imaz terminarán en suicidio.
José Ortega y Gasset es el gran pope nacional de la filosofía y navegó por la primera mitad del siglo XX español ya desde una temprana madurez intelectual. A su cobijo crecieron todos los jóvenes filósofos a los que les tocó perder la guerra. Y en su filosofía de la circunstancia, que todos mamaron, vemos la explicación de por qué pensaron el exilio de manera tan personal y honda.
“Filosofía de la salvación, de salvación de circunstancias” que dirá Leopoldo Zea prologando a José Gaos.
El “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo” que Ortega escribiera en las Meditaciones del Quijote hace cien años justos, quedó marcado en generaciones de españoles. España es la circunstancia que hay que pensar hasta la extenuación para poder salvarla y el tiempo en que se vive el alimento nutricio: “la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre”. Arrojados fuera de ella, quedan huérfanos hasta encontrar una nueva circunstancia: un nuevo país, como hacen unos; o el exilio mismo, la no-circunstancia como circunstancia, como hacen otros. Los primeros, que optaron por incorporarse a un país nuevo, seguirán con su empeño salvador en los países de acogida o fracasarán en su intento de readaptarse, sin poder o querer romper con España. Los segundos vivirán en un no-lugar permanente, en un “pensamiento delirante” que dirá Abellán, y en casos como el de Eugenio Imaz terminarán en suicidio.
3, Centrémonos entonces en distintas tipologías del exilio postbélico. Nada mejor que recurrir al texto “El exiliado”, en Los buenaventurados,
de una insigne representante del mismo, María Zambrano. La pensadora
enumera tres arquetipos o “pasos del exilio”: el refugiado, el
desterrado y el exiliado. Y a decir verdad, solo desarrolla el último,
dejando el texto, como es habitual en ella, en una especie de atisbo de
genialidad –su pluma es soberbia, como siempre- que tampoco acaba de
cuajar. José Luis Abellán, más cerebral aunque menos lírico, desarrolla y
pone ejemplos a la tipología zambraniana en su libro El exilio como constante y como categoría, siendo un complemento necesario para dotar de más sustancia a la enumeración.
Dice
María Zambrano: “El refugiado se ve acogido más o menos amorosamente en
un lugar donde se le hace hueco, que se le ofrece y aún concede, y en
el más hiriente de los casos, donde se lo tolera”. Hay una voluntad de
incorporarse en el refugiado, de empadronarse en una nueva
circunstancia, que no le hace sentirse nunca abandonado, como le sucede
al exiliado. Abellán nos dice que José Gaos es paradigma de esta
variante, y el transterrado su consecuencia lógica. Una vez que es
aceptado en una patria de destino, hay una desdramatización. La vida
sigue y la labor que se inició en el origen se puede continuar en el
lugar de adopción donde si se habla español todo es mucho más fácil y
la asimilación puede ser casi súbita.
Veremos la figura del refugiado convertido en transterrado más adelante, in extenso.
Para el desterrado, empero, no hay consuelo posible, nada puede
sustituir a la tierra madre. “El encontrarse en el destierro no hace
sentir el exilio, sino ante todo la expulsión” dice María Zambrano.
El propio Ortega y Gasset será el mejor ejemplo de este arquetipo, añade Abellán.
Ortega
no pudo vivir sin su circunstancia española. Se fue cuando no le quedó
más remedio y merodeó en torno al país durante años, esperando ansioso
poder volver físicamente de donde no se fue nunca mentalmente. Ortega es
ése desterrado que se siente incapacitado para adaptarse a otros ritmos
y olores, y no puede concebirse en un paisaje que no sea el suyo.
“El
desterrado, al perder su tierra, se queda aterrado (en su sentido
originario: sin tierra)” escribe Adolfo Sánchez Vázquez en su memoria
del exilio. Ortega, podemos decir, vivió “aterrado” sus casi diez años
de exilio.
Aunque por supuesto estas tipologías son vaporosas y
permeables, tal vez solo muletas para ir tirando, podríamos forzarlas un
poco más y decir que, con excepciones, el refugiado-transterrado suele
ser más bien el español en América Latina y el desterrado el español que
se marcha a otros países europeos.
Y si se nos disculpa el aparte
contemporáneo, el sentimiento de destierro es el que seguramente prima
entre los emigrantes post 2007 españoles hoy. En los pubs de Londres, en
las tabernas de Berlín, abundan los españoles que no consiguen cortar
lazos con España y siguen con sus cantinelas patrias años después, sin
aprender el idioma local, juntándose con compatriotas para ver el derbi
de la Liga, comer jamón serrano enviado por la madre de alguno, y hablar
y reír con estruendo. Ven en su situación algo eventual, y miran con
ahínco internet en busca de las noticias milagrosas que hablen de
recuperación económica y de la posibilidad de volver.
El exiliado es la tercera categoría en la que se ubica María Zambrano, y sobre la que ha meditado más.
No
es vano se pasó 45 años de exilio, convirtiendo el desarraigo en su
patria. Su biografía es la antítesis de Gaos, que al cabo de un año allí
ya pidió la nacionalidad mexicana. Zambrano pasó por México, Cuba,
Puerto Rico, Italia y Suiza, haciendo amigos y amores, y deshaciéndolos
al poco.
Escribió varios textos sobre el exilio; dos durante el mismo: “Hacia el nuevo mundo” en Delirio y Destino (1953) y Carta sobre el exilio
(1961); y tres más una vez reinstalada es España: "El exilio, alba
interrumpida" (1980), "Amo mi exilio" (1989) y el ya mencionado “El
exiliado” en Los buenaventurados (1990).
En el primero
narra su experiencia en el barco que la sacó de España, y habla del
destierro como su nueva condición. En el segundo describe al exiliado
como despojado de lugar, casi en un sentido existencialista. Y luego en
los tres textos que escribió de vuelta, cuando los exiliados tenían
cierto prestigio, reconoce que a veces no sabe por qué ha vuelto, ya que
el exilio se había convertido en su naturaleza.
Y en el último de sus escritos, en Los buenaventurados,
establece la tipología que estamos viendo. Ella es la mejor
representante de la tercera figura, la del exilio –seguimos con Abellán
en esto-. Por supuesto el término es el más abarcador de los tres, pero
Zambrano le da una especificidad muy interesante. Para ella el exiliado
tiene algo de peregrinaje continuo, de desnudamiento gradual hasta el
despojo como condición. Los exiliados asumen de tal manera el vagar
eterno que aun cuando vuelven a España, siguen sintiéndose exiliados.
“El fin del exilio y el exilio sin fin” que dirá Sánchez Vázquez en su
intento de tornar en la Transición.
María Zambrano pasó penurias, se negó a ser
avalada por ningún partido político y mereció todos los homenajes que
recibió a la vuelta. Pero su mística del exilio adolece, creemos, de un
exceso y paradójico intelectualismo que hace que sea la menos verosímil
de las tres figuras. Un refugiado intenta transterrarse, o no lo
consigue y se queda desterrado. Pero elegir el nomadismo voluntariamente
es un poco el lujo de quien no tiene hijos a su cargo, posee grandes
capacidades vitales o carece de una carrera profesional estable.
Intelectualizar la indigencia, lo que inevitablemente es legitimarla,
suena un poco a quien no la vive realmente ¿Por qué no se quedó en
Puerto Rico y se vinculó al proceso político del país, como parece que
hubiera sido posible?¿Por qué abandonar, sin necesidad de hacerlo,
tantos posibles arraigos? Tal vez hay algo de irresponsabilidad en su
“dejarse la capa al huir de la seducción de una patria que se le
ofrece”. El exilio en María Zambrano, y esto es algo que ella no niega,
tiene algo que trasciende lo político o lo económico, y se adentra en
las interioridades de una persona herida y complicada.
4, Tras otear los exilios, queremos centrarnos en José Gaos y el término que acuñó de “transterrado”.
José Gaos nació en Asturias en el 1900. Joven se topó con el Curso de Filosofía Elemental, de Jaime Balmes, en cuyo final se alumbraba una inquietud que Gaos arrastrará toda su vida intelectual: la radical historicidad de la Filosofía, incapaz de desarrollar corpus teóricos independientes de su contexto. Tras vivir en Valencia un tiempo, marcha a Madrid en 1921 para estudiar Filosofía y letras en la Universidad Central. Allí conocerá a Zubiri, García Morente, y sobre todo a Ortega y Gasset, del que se convertirá en uno de sus discípulos más queridos. Con el tiempo la relación entre ambos conoció ciertas tensiones, que con la Guerra Civil se volvieron muy profundas –si bien Gaos siempre reconocerá a Ortega como maestro.
Gaos se afilió al PSOE en los años treinta y mantuvo su lealtad a la II República durante toda la contienda. Aprovechando la generosa política con los españoles vencidos del presidente mexicano Lázaro Cárdenas, Gaos se exilió en México, de donde ya casi no salió. Allí le abrieron todas las puertas y su incorporación a la vida académica fue inmediata y fructífera. Jamás volvió a España, ni a pesar de los indultos que el Régimen franquista empezó a conceder a partir de los años cincuenta.
José Gaos nació en Asturias en el 1900. Joven se topó con el Curso de Filosofía Elemental, de Jaime Balmes, en cuyo final se alumbraba una inquietud que Gaos arrastrará toda su vida intelectual: la radical historicidad de la Filosofía, incapaz de desarrollar corpus teóricos independientes de su contexto. Tras vivir en Valencia un tiempo, marcha a Madrid en 1921 para estudiar Filosofía y letras en la Universidad Central. Allí conocerá a Zubiri, García Morente, y sobre todo a Ortega y Gasset, del que se convertirá en uno de sus discípulos más queridos. Con el tiempo la relación entre ambos conoció ciertas tensiones, que con la Guerra Civil se volvieron muy profundas –si bien Gaos siempre reconocerá a Ortega como maestro.
Gaos se afilió al PSOE en los años treinta y mantuvo su lealtad a la II República durante toda la contienda. Aprovechando la generosa política con los españoles vencidos del presidente mexicano Lázaro Cárdenas, Gaos se exilió en México, de donde ya casi no salió. Allí le abrieron todas las puertas y su incorporación a la vida académica fue inmediata y fructífera. Jamás volvió a España, ni a pesar de los indultos que el Régimen franquista empezó a conceder a partir de los años cincuenta.
Murió en 1969, convertido en un importantísimo y querido filósofo mexicano.
5,
Más allá del prestigio, la voluntad o incluso la suerte que Gaos
pudiera tener para ser tan gratamente aceptado en México, hay un
adecuación del sistema gaosiano al momento político de México que
hicieron el acoplamiento especialmente fértil y productivo para ambas
partes.
Volvemos al tema del circunstancialismo de Ortega, ahora asimilado y matizado por Gaos.
La
idea de la circunstancia de Ortega no parece, de hecho, muy original:
con otros nombres o sin ninguno estaba en la mente de los intelectuales
hispánicos desde hacía siglos. La brillantez fue que supo explicitar y
justificar lo que antes no estaba tan excelentemente explicitado y
justificado.
Antes de que Gaos cruzara el Atlántico, la idea de
circunstancia tenía aceptación en ambos márgenes. En España, le
Generación del 14 lo veía como base del compromiso con el país; en
México, la Revolución Mexicana había originado un nuevo nacionalismo que
buscará en ella una variante filosófica. En los dos casos se pide a la
filosofía que deje de ser universal y se concentre en las coyunturas
históricas: la filosofía enraizada en su tiempo y su país.
Para
Gaos, por extensión, defender la posibilidad de hacer filosofía en
español era parte de su circunstancialismo; y en consecuencia defender a
Ortega –el máximo representante del pensamiento en este idioma- se
convirtió en una causa que superaba la lealtad personal para adentrarse
en un objetivo más profundo: la salvación de las naciones hispánicas en
general, condenadas al segundo plano, en parte, por sus supuestas
deficiencias culturales. Si hay un pensamiento a la altura hay solución,
y el de Ortega lo está.
Y con esta preocupación por el
pensamiento español y en español, por la historicidad del mismo
pensamiento, Gaos quiere hacer a la filosofía preguntarse por la
filosofía y su historicidad- sin dejar nada en el camino, integrando los
pensamientos nacionales que previamente habrían de ser estudiados (Es
interesante cómo ver Gaos influyó aquí a Leopoldo Zea, que a su vez
marcó a los postcolonialistas latinoamericanos: la sombra de Ortega es
alargadísima y a veces asombrosa).
El complejo por la dependencia
pasada puede llevar a un reniego total del pasado, pero esto es un
imposible. Para Gaos y sus continuadores, el empeño por hacer en América
Latina -o América Española como diría él- una filosofía que obvie la
historia latinoamericana, lo que aconteció y lo que se pensó
previamente, es directamente un empeño “utópico”. No hay manera de
escapar de la propia condición, por mucho que se intente, y convertirse y
pensar como francés o un estadounidense. El pensamiento es regional, no
universal.
6, “El concepto de
circunstancia se articula en Ortega con el de perspectiva” nos recuerda
Julián Marías. “El punto de vista crea el panorama” dirá el propio
Ortega.
En Gaos, si México es la circunstancia, el transterrado es la perspectiva.
Los
exiliados llegan a América y quieren entender. No solo la realidad sino
cómo la ven ellos, quiénes son, desde dónde hablan. Nunca se olvidan de
quién mira, de ellos mismos. Los textos de Gaos sobre el transterrado
se pueden entretejer con los de Ortega sobre el Espectador, que la
perspectiva desde la que hablaba el maestro, y todo parecería seguir una
secuencia lógica.
Cada perspectiva se orienta sobre la realidad,
no sobre el conocimiento. La realidad tiene tantos matices como
personas. Y si damos hegemonía a una visión concreta, si erigimos un ojo
de dios, nos equivocamos. La realidad funciona con la multiplicidad de
perspectivas. No hay un intelecto árbitro universal.
Y aquí, una
vez más, los caminos de Ortega son inescrutables. Cuando Eduardo Nicol,
otro español transterrado en México, intentó distanciarse de Gaos y del
orteguismo, lo hará denunciándolos como nacionalismo español y
oponiéndole un universalismo racionalista ateniense. Contrariamente a lo
que se podría suponer, los mexicanos Leopoldo Zea y Samuel Ramos, los
grandes pensadores nacionales del momento, tomarán partido por los
supuestos acerbos cachupines: las muchas visiones, o la perspectiva
española frente al canon occidentalista, es más fácilmente mexicanizable
que una razón universal, que indefectiblemente subalternizará, antes o
después, cualquier interpretación mexicana del mundo.
7,
Antes de arrojarnos a los textos de Gaos sobre el transterramiento,
centrémonos en la exposición que hace José Luis Abellán del mismo
concepto.
Abellán vuelve mucho sobre los mismos temas y reescribe constantemente sus libros, o mejor, su opus
de varios volúmenes sobre la historia del pensamiento español (que
afortunadamente está libremente disponible en la biblioteca digital
Saavedra Fajardo). Sobre el exilio escribió un libro en el 67 que la
censura no permitió que se publicara completo. Luego coordinó una obra
colectiva en los setenta. Y sobre todo son fundamentales los dos que más
hemos manejado: El exilio como constante y como categoría (Biblioteca Nueva, 2001) y El exilio filosófico en América. Los transterrados de 1939 (FCE, 1998).
En
el primero se compilan interesantísimos artículos sobre distintos
autores, como Machado, Zambrano o los exiliados vascos, así como
reflexiones más genéricas sobre el exilio. El segundo, revisita al
estudio primigenio del 67 -pero ya sin mordaza y con más medios-, es un
libro unitario, brillante y fértil, donde se repasan a una serie de
autores casi desconocidos para el público actual, y que se prologa con
una disertación imprescindible sobre esta variante del exilio que es el
transterramiento.
Abellán se remonta al mundillo filosófico
español de los años inmediatamente anteriores a la guerra civil. Para
él, España había conseguido un nivel, por fin, equiparable al europeo,
con unos pensadores a la altura de sus pares continentales. En ello tuvo
mucho que ver el krausismo del siglo XIX y la incorporación definitiva
de las fuentes germánicas. Ortega imperaba sin oposición y en torno a él
se aglutinaba la Escuela de Madrid (García Morente, Zubiri, Marías,
Gaos,…) disuelta con la contienda. En Barcelona se configuraba al tiempo
otra escuela, menos vertebrada, más enraizada en un principio autóctono
del sentido común o seny. Abellán reproduce un texto sobre la misma de
Nicol, uno de sus representantes, donde asegura que ellos no leyeron a
Ortega. Pero basta conocer a Ferrater Mora, Eugenio D´ors, o incluso los
diarios de Josep Pla, para saber que Ortega era muy estudiado también
en Cataluña.
A estas dos escuelas de Madrid y Barcelona, que
básicamente responden a las dos únicas ciudades españolas donde se podía
estudiar Filosofía y Letras, habría que añadir, nos recuerda Abellán, a
los pensadores marxistas o especialmente singulares, como a los que
llama del “pensamiento delirante”: María Zambrano, José Bergamín,
Eugenio Imaz y otros (la etiqueta es conflictiva, nos tememos: María
Zambrano hace del exilio algo delirante, pero no todo su pensamiento lo
es; Eugenio Imaz acabará mal, pero sus libros son sensatos; José
Bergamín empero sí parece ajustarse al calificativo…)
Tras la
derrota de la II República viene el exilio y con él la escisión entre
los que quedan y los que se van. Ninguno de los dos grupos tiene una
posición envidiable, por cierto. De los que se van, que son los que
estudiamos aquí, destaca la calidad intelectual; hay 2 premios nobel,
por ejemplo. Hay otro dato importante, y es que muchos eligen América.
Lo hacen por el idioma y porque adivinan una nueva guerra en Europa, que
prefieren evitarse.
La política de Lázaro Cárdenas favorecerá la
emigración de los españoles a México, y pensadores de todas las órbitas
se irán para allá. Se les facilitará la nacionalidad mexicana
inmediatamente, y pronto se creó La Casa de España en México (1938) para
facilitar su integración profesional. En agradecimiento las mayoría de
los republicanos españoles darán lo mejor de sí al país de acogida: se
convierten en transterrados.
Para estos españoles, América (y
México más en concreto) se convierte en un nuevo descubrimiento donde
podrán vivir sin traumas sus valores republicanos hispánicos. América es
el futuro español, de lo español, que en su propia tierra de origen
está agonizando.
Aunque a decir verdad, desde el 39 hasta la II
Guerra Mundial, muchos de los españoles siguen viendo el exilio como
algo transitorio. La victoria aliada podría suponer el fin de Franco y
la posibilidad de volver. Adolfo Sánchez Vázquez, en sus Recuerdos y reflexiones sobre el exilio,
dice que hasta finales de los años cincuenta, en que la visita de
Einsenhower legitima definitivamente la dictadura, el 70 o el 80% de los
exiliados españoles en México hubiera vuelto si hubiera podido (Sánchez
Vázquez tiene algo de némesis de Gaos y volveremos sobre él).
8, Retomando a Abellán, llegamos a seis puntos que, él cree, resumen un poco las características del exilio filosófico español.
- I) Instalación generalizada en países de habla española: los pensadores, a diferencia de otros profesionales, necesitan de la lengua y un contexto cultural en el que ubicarse. Hay muy pocos casos de pensadores que eligieran Estados Unidos, por ejemplo; Ferrater Mora lo hizo, pero le adornaba la extraña cualidad en un español de tener facilidad para los idiomas.
- II) Paulatina despolitización con la llegada a América: los ardores juveniles se van disipando con los años. La dedicación académica y la dificultad de tener una actividad pública por ser forasteros, sostiene Abellán, les aleja del activismo más vehemente.
- III) Aceptación del liberalismo: como secuela del punto anterior, los exiliados españoles van orientándose a un liberalismo moderado que no da para grandes histrionismos. Añadimos nosotros algo que Abellán extrañamente no menciona, la particularidad del régimen mexicano, corrupto pero no tiránico, tramposo pero respetador de la libertad de expresión, que no exigió nunca una oposición militante, un compromiso ineludible como había sido la defensa de la República (sería interesante ver qué hicieron los exiliados españoles en otras repúblicas latinoamericanas con dictaduras, pero eso sobrepasa a este trabajo).
- IV) Idealización de la cultura española: muchos de ellos “descubren” España en América, convierten la defensa del legado español en uno de los propósitos de sus vidas. Aprehender una España ideal les ayuda a superar la pérdida de la España real.
- V) La presencia de la Institución Libre de Enseñanza: no tan evidente como la de Ortega, todo lo que representó este vestigio del krausismo marcó a la generación de exiliados, directa o indirectamente, como a María Zambrano, que fue profesora de la Residencia de Señoritas.
- VI) Carácter fundacional y misionero: Abellán remonta a marzo de 1939, cuando se funda la Junta de Cultura Española, esta idea. Bajo la presidencia de José Bergamín se quiere “asegurar la propia fisonomía espiritual de la cultura española”. Se fundaron librerías y revistas, institutos y editoriales. Los ejemplos que da Abellán son muchos, y sabemos que no son todos. Básicamente, los exiliados españoles desataron su pasión por la cultura en América y aportaron una gran contribución al mundo hispánico.
9, En Confesiones de un transterrado, de
1963, José Gaos recordará cómo nació el término de transterrado: “En
todo caso, y en una comida que nos dieron los profesores de Filosofía y
Letras a los compañeros españoles incorporados a la Universidad
Nacional, obligado a hablar, y queriendo expresar cómo no me sentía en
México “desterrado”, sino…, se me vino a las mientes y a la voz la
palabra “transterrado”, que sin duda resultó ajustada a la idea que
había querido expresar con sinceridad, y debía de ser la de una realidad
no solo auténtica, sino más que puramente personal, pues hizo fortuna:
desde entonces la he encontrado utilizada varias veces y no solo en
México no solos españoles y mexicanos”.
El neologismo tiene
sustancia y se debe sin duda a un brote de genial inventiva. Aurelia
Valero Pie, en un artículo insuperable sobre el tema, "Metáforas del
exilio": José Gaos y su experiencia del “transtierro”, explica bien el
hallazgo: “La flexibilidad lingüística y el poder de imaginación se
unieron para procrear una metáfora, concebida a partir de un juego de
significados. Mediante el trueque de un simple prefijo, la negación se
transformó en continuidad, el despojo en superación, la carencia en
movimiento”.
José Gaos tiene una obra infinita, recopilada en nueve tomos hasta la fecha de sus Obras Completas.
Al tema del exilio y su visión del transterrado no le dedica sin
embargo mucho. A decir de verdad esto es de agradecer: si hubiera
estirado su concepto en libros y artículos, tal vez hubiera quedado como
algo cansino, autorreferencial y pedante. Esta así es su justa medida y
de ahí su fuerza, es la leve voz del “yo” de un filósofo que ha creado
una filosofía sistémica que le supera y sobre la que pensarán
generaciones de estudiosos.
Que sepamos, hay tres textos específicos de Gaos sobre el tema (habla del exilio en sus Confesiones profesionales, pero no como “transterrado”) y los tres están compilados en el tomo VIII de sus Obras Completas, que vienen con en el ya mencionado e imprescindible prólogo de Leopoldo Zea.
-El primero se llama “Los ´transterrados´ españoles en la filosofía de México”, y apareció en 1949 en el número 36 de la Filosofía y Letras. Revista de la Universidad de México.
El
artículo, no especialmente extenso, presenta la historia de los
filósofos exiliados españoles, nombrando a los más célebres; su primera
impresión de México, también cómo “descubrieron” un país tan similar a
España, cómo fueron tan bien aceptados por el Gobierno y la facilidad
con la que pudieron proyectar su lealtad cívica republicana de España a
México.
Ya en el título vemos que “transterrados” aparece en
plural. Es un término afortunado porque señala una experiencia colectiva
que vivieron múltiples individuos en un momento determinado. Por
supuesto ahora podemos usar el término a discreción, pero igual a costa
de desencallarlo.
¿Fue el español Rafael Barrett, por ejemplo, un
transterrado cuando emigró al Paraguay a principios del siglo XX tras
pelearse con un aristócrata? Aparentemente cumple las condiciones: se
casó con una paraguaya y tuvo hijos, se vinculó a la política nacional,
formó parte de la élite intelectual de Asunción durante años…y sin
embargo, lo hizo solo y en unas situaciones diferentes a las del 39.
También
vemos en el artículo la mayor limitación del concepto de
transterramiento gaosiano: está tan enfocado al mundo intelectual, o
meramente académico, a la alta cultura, que a veces dudamos si puede ser
aplicable a la tropa de exiliados campesinos o trabajadores manuales.
M. Romero Samper, en La oposición durante el franquismo,
sostiene que precisamente estos exiliados son lo que se transterraron de
verdad: los españoles que se hicieron taxistas, bedeles, o mecánicos,
los que dejaron sus preocupaciones políticas hispano-mexicanas a un
lado, y se integraron plenamente en el país de adopción, echando raíces
en él.
-Un segundo texto es la conferencia de 1963, Confesiones de un transterrado,
donde explica más personalmente, y con más perspectiva, cómo vivió el
exilio. Hecho dramático que cuenta que vivió con treinta y ocho años,
por cierto, algo que es importante mencionar: para que el traslado a
otro país pueda considerarse transtierro hay que estar ya formado como
adulto. Un niño o adolescente no experimentan el contraste igual que
alguien maduro.
Además se ilustra aquí la piedra basal del
transterrado y que le opone a las otras dos figuras de exilio que hemos
visto: su voluntad de instalarse de modo definitivo. Gaos cuenta que
hubo una idea circunstancial que se planteó, que tal vez no iba a
quedarse mucho tiempo, pero que hubo otra idea más general que
prevaleció: “Ésta fue la idea de que puede vivirse en plan provisional o
en plan definitivo, pero que en plan provisional no se hace nunca nada
que valga la pena, por lo que mejor es ponerse siempre en plan
definitivo: ponerse en plan definitivo es ponerse en camino de hacer lo
más y mejor que se pueda, exponiéndose, tan solo, a no llegar a hacerlo;
pero ponerse en plan provisional es ponerse pura y simplemente en plan
de no hacer nada que valga la pena, repito, y hasta de no hacer nada a
secas”.
Así que es transterrado tiene voluntad de permanencia, lo
que no necesariamente le obliga a quedarse. El transterrado vive como si
fuera a quedarse; el desterrado como si fuera a volver y el exiliado
como si no fuera ni a quedarse ni a volver.
Gaos dice que para
afincarse fue fundamental la lengua, y llega a decir que en México se
sintió más integrado de lo que se hubiera sentido en Barcelona, donde el
idioma local le era desconocido. Pronto se sintió empatriado: “Desde
aquél primer momento tuve la impresión de no haber dejado la tierra
patria por una tierra extranjera, sino más bien de haberme trasladado de
un tierra de la patria a otra”.
Y la segunda parte de la
conferencia de Gaos se centra en papel de España en el mundo hispánico.
Es una parte interesantísima donde dice que el Imperio no fue español
sino monárquico católico y que tiranizaba por igual en ambos lados del
Atlántico. Una vez que se ha descolonizado América, hace falta
descolonizar la península: “España es el último país hispanoamericano
que queda por independizar del pasado imperial común, convirtiéndose en
una república pareja de las americanas”. Le sigue una defensa de la
igualdad de todos los ciudadanos de las naciones de habla española, y
una apología de los nuevos emigrantes españoles, que tras las
independencias, ya van como iguales y en paz a América.
Leído hoy,
vemos un exceso de optimismo en Gaos, y sentimos su “commonwealth”
hispánica –y aun ibérica- como un imposible por la conjunción de
intereses entre el poder global y las castas nacionales, que siempre
preferirán los compartimentos estancos. Pero desde luego no deja de
emocionar su sueño panhispánico.
-El último escrito de Gaos sobre
el tema, “La adaptación de un español a la sociedad hispanoamericana”
pertenece a 1966, y apareció significativamente en la Revista de Occidente,
cuando cierto antiespañolismo suyo se había templado y ya había
accedido a volver a colaborar con medios españoles (durante muchos años
no quiso hacerlo por si aquello servía para legitimar, de alguna manera,
el franquismo).
Que la audiencia ahora es peninsular es claro.
Anteriormente explicaba a mexicanos cómo era ser español entre ellos,
ahora describe a españoles cómo es ser uno de ellos entre mexicanos.
El
texto habla de la adaptación y de cómo ésta una experiencia personal en
la que se puede fracasar, y desarrolla una idea que merece que le
prestemos atención: la idealización política de México y el régimen del
PRI.
José Gaos insiste, como hace en los otros textos, en que la
República de México representa una culminación de los ideales
republicanos de los españoles. La historia de amor de Gaos con el PRI es
muy diciente de cierta ofuscación del transterrado. Se tiende a
idealizar el sistema político que le ha aceptado, sin ver sus fallas.
Difícilmente Gaos o los republicanos españoles hubieran sido así de
condescendientes con un PRI español.
En el mencionado artículo
Aurelia Valero Pie se habla bastante de este hecho. Gaos se consagró a
México sin ver sus imperfecciones. En 1958 escribe al entonces candidato
presidencial López Mateos una carta llena de genuflexiones. Además, su
distanciamiento afectivo de los españoles, a los que ve como un pueblo
cobarde por tolerar a Franco, es bastante más severo que el que siente
hacia los mexicanos, sobre cuya connivencia con la corrupción y el
clientelismo del PRI no dice nada.
Solo en los últimos años, ante
los cambios industrializadores y brutales del Distrito Federal, nos dice
Valero Pie, empezará a sentirse exiliado en México. Escribe algunos
textos criticando la deshumanización capitalina, aunque “sin que la
decepción que resintió por México fuera tan radical como la que lo
condujo a alejarse de España” (Valero Pie).
10,
Parece que los intelectuales mexicanos sintieron y sienten aprecio por
estos forasteros que fueron a darles otra perspectiva de su tierra –que
por supuesto nunca fue impositiva. Como los hispanistas anglosajones en
España o escritores centroeuropeos en Estados Unidos, las visiones
foráneas bienintencionadas de un país siempre pueden ayudar a mejorarlo.
Hay
países, como Colombia por ejemplo, cuya idiosincrasia ha dificultado el
asentamiento de extranjeros en su suelo –se dice que es el país de
América Latina que menos inmigrantes ha recibido durante todo el siglo
XX- y en consecuencia casi no ha tenido testigos externos.
En su Breviario arbitrario de Literatura Colombiana,
Juan Gustavo Cobo Borda dice: “(…) resulta pertinente preguntarse cómo
en un país como Colombia, calificado por Alfonso López Michelsen, en su
libro Esbozos y atisbos (1980), como “el Tíbet de Suramérica”,
la carencia de corrientes migratorias nos han aislado, aún más,
vedándonos la existencia de miradas ajenas sobre nosotros mismos.
Esto
lo digo pensando no tanto en fenómenos colectivos, como la inmigración
española a raíz de la guerra civil, que contribuyó tanto en México como
en Buenos Aires a sentar las bases de una industrial cultural
–editoriales, revistas, traductores-, sino al hecho de que estos
transterrados – el hermoso nombre con que en México se los designa- han
ofrecido vías de acceso de singular originalidad, aun en sus desfases,
para la compresión de fenómenos latinoamericanos y han mantenido en
constante actividad vasos comunicantes entre la cultura europea y la
latinoamericana”.
Así que, sin necesidad de explayaros más, salvo
opiniones de puristas, demagogos o resentidos, que seguro que alguno
hay, no hay objeción autóctona de peso hacia los transterrados. Es más,
cuando faltan, se les extraña, los más lúcidos de entre los americanos,
les extrañan.
Y, añadiremos desde España, ojalá muchos mexicanos
se transterraran hoy aquí para dar vida a la Antropología española,
disciplina sin pulso comparada con la de allí.
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