24.1.17

Thomas Ligotti, un emisario de agonías


Paralelamente a los caminos reales, por donde transitan de siglo a siglo artefactos e ideas, hay secretas sendas por donde se deslizan en el tiempo los emisarios de agonías.
Nicolás Gómez Dávila

El corpus teórico del Nuevo Nihilismo -o también conocido como Realismo Especulativo- empezó a cristalizar en el año 2007 en la Universidad de Londres, a raíz de unas conferencias donde se defendía la necesidad de orillar intelectualmente, de una vez y para siempre, al humanismo y cualquier forma de antropocentrismo. Sus representantes (Eugene Thacker, Ray Brassier, Reza Negarestani…) son académicos bastante bien formados en la tradición filosófica, con amplios conocimientos de cultura mainstream y especial devoción por el género de terror, que consideran que es el ámbito de la ficción que mejor expresa el sinsentido de la existencia humana (H.P. Lovecraft y su concepción del “horror cósmico” el su referente más señero).

 

Estos neo nihilistas sostienen que el ser humano es un error que no tendría que haber existido, o al menos no con conciencia, y que el Universo en un despropósito hostil y que todo lo que hacemos es contarnos historias para ahuyentar el pánico ante el vacío. La ciencia, la religión, la sociedad, el individuo…son narraciones que nos evitan caer en el suicidio, que tampoco es la solución porque no borra el hecho de haber nacido. A quien haya visto la serie de televisión True Detective muchos de estos argumentos le reverberarán como eco de las palabras del detective Rust Cohle, que interpreta magníficamente Matthew McConaughey y que está inspirado en esta corriente de pensamiento.

 

Los libros de sus autores más representativos han estado limitados hasta hace poco a lectores de habla inglesa, y solo recientemente se han traducido algunos a nuestra lengua. El más accesible de todos es el ensayo La conspiración contra la especie humana del escritor de relatos de terror Thomas Ligotti (Detroit, 1953), que está publicado en Valdermar y que es interesantísimo en sus dos facetas: como fuente primaria y como fuente secundaria. Como primaria, es decir, como exposición de las propias ideas del Ligotti es un libro atractivo y desafiante; y como secundaria, o sea como manual de historia del envés del pensamiento occidental, nos encontramos con un valiosísimo y didáctico repaso de autores minusvalorados o directamente ignorados por su pesimismo radical y sin fisuras. En este último sentido hay referencias a filósofos célebres como Arthur Schopenhauer, E.M. Cioran o Clément Rosset, que se pueden encontrar en cualquier librería y que gozan de cierto prestigio, pero también otros que son desconocidos y que seguramente aparecen por primera vez ante el lector, como Peter Wessel Zapffe o Philipp Mainländer.

 

Aunque el libro es mucho más rico y tornasolado, sus propuestas se podrían sintetizar en tres ideas principales: la conciencia humana es ilusoria, la libertad es mentira, y lo mejor es no tener hijos.

 

Uno de los grandes referentes del escritor norteamericano es el metafísico noruego Peter Wessel Zapffe (1899-1990), que tuvo una larga vida para alguien que consideraba que lo mejor sería no haber nacido. Zapffe pensaba que la conciencia humana es algo que ha salido mal en la evolución bilógica, que el hombre no está hecho para este mundo; lo trágico de su condición es vivir en una Naturaleza que nunca podrá cumplir sus expectativas y que además le hace saber que va a morir irremediablemente. Esto se vincula al principio de que el individuo no existe como tal, que nos limitamos a reproducir pautas de comportamiento, idea que está sustentada aquí por filósofos y literatos, pero sobre todo en las tesis de un neurocientífico alemán llamado Thomas Metzinger (1958), que considera que el ser humano es un “automodelo fenoménico”, o sea una entidad maquinal que percibe información y cree que esto le constituye como persona aunque en realidad todo es ilusorio. La “paradoja Metzinger” se resume en que el ser humano, al ser una entidad maquinal que recibe información, no puede conocerse a sí mismo y menos concluir que no hay nada que saber.

 

La idea de que la libertad es una falacia más que nos echamos a la cara es por supuesto una consecuencia clara de la imposibilidad de ser personas. Abundan los ejemplos que demuestran que no somos libres, que solo funcionamos impulsados por retóricas. Para Ligotti lo que mejor representa a la esencia del hombre en este caso son las marionetas. Estas “efigies de nosotros mismos” son una paradoja muy diciente, ya que se crearon por hombres para que se asemejen a ellos, y hablan por voz ajena y se mueven por cables y sin voluntad. Luego se acaba el espectáculo y vuelven a la caja. Un reflejo esperpéntico de lo que somos.

 

(Una cosa que se le puede reprochar al autor es que no quiera adentrarse en las implicaciones políticas de lo que propone. Negar la libertad, dignidad y los derechos del hombre se aproxima demasiado a ideologías poco recomendables. Según Ligotti somos siervos sin sustancia y nuestro único derecho es “el derecho a morir”; tal vez esto queda muy bien como maximalismo epatante, pero el uso que se puede hacer de muchas teorías de este libro, que está muy bien argumentado y escrito, es inquietante.)

 

La tercera idea expuesta con amplitud en La Conspiración contra la especie humana es el antinatalismo. Una vez más Zapffe es su inspiración más reconocida, pero hay muchos autores que le respaldan. Se trata de una conclusión que cae por su propio peso tras las dos ideas precedentes: lo mejor es elegir libremente no reproducirnos, que la especie humana se apague poco a poco y deje de ensuciar el cosmos con nuestra presencia. Los antecedentes históricos de esta creencia van desde los cátaros hasta los ecologistas radicales actuales, que quieren salvar a la Tierra acabando con su principal amenaza.

 

Podemos concluir utilizando una referencia que viene en el libro. Hay una parte en la que describe la esencia del género de terror y lo llama la “perversión ontológica”, que es cuando aparece algo que no debería de ser, pero es. Más inquietante que cualquier monstruo, vampiro o sacamantecas, es la paradoja “hecha carne”, lo que no tiene lógica en un contorno al que le correspondería tenerla. Pues bien, lo que leemos entre líneas en este libro es que el ser humano es el que es y no tendría que ser. Nosotros somos la perversión ontológica en este mundo, somos lo que asusta porque no tiene sentido. No es el zombi que persigue a la rubia gritona, es la rubia gritona lo que da miedo, porque ella es un sinsentido que además cree que es la medida de todas las cosas.

4.1.17

Cuatro visiones de la Historia Universal, de José Ferrater Mora


El filósofo barcelonés José Ferrater Mora fue uno de los exiliados que desarrolló una vasta obra en el exterior; aún vivía en 1975 y volvió a pasar sus últimos años en España. Sin embargo su vigencia filosófica en nuestro país no goza –nunca lo ha hecho- de buena salud. Sus libros no se reeditan y hay algunos que ya son inhallables. Eso por supuesto no quiere decir que no merezcan la pena. Hay un texto en concreto que aparece en sus Obras Selectas[1], llamado Cuatro visiones de la Historia Universal que es una inmejorable puerta de entrada en eso que se ha venido a llamar la Filosofía de la Historia.

En este texto se nos explica la concepción que han tenido de la Historia cuatro autores cimeros (San Agustín, Vico, Voltaire y Hegel), en los que considera que se resume un poco toda la Filosofía de la Historia Occidental. Dice que estos cuatro no son necesariamente los más importantes, pero sí los más originales, y que los demás se pueden inscribir en sus sistemas. Así, por ejemplo, dice que Marx no necesita un apartado especial porque él cabe en el pensamiento de Hegel. Por supuesto todas estas generalizaciones necesitarían matices, pero para aproximarnos brevemente a los antecedentes del materialismo histórico dentro de los márgenes de este trabajo, nos sirven.

La otra cuestión importante que también se destaca en el título es que habla de “visiones” y no de “filosofías”. Ferrater Mora explica que las concepciones que tienen estos autores sobrepasan la problemática científica porque se plantean en parámetros casi teológicos (¿cuál es el ser de la historia y qué finalidad tiene?) que nunca van a encontrar solución, ergo no son filosofía (ciencia) si no visiones, o casi revelaciones. Además los cuatro autores presentan también de fondo cierta homogeneidad.

La conciencia histórica que hoy tenemos empieza con el cristianismo. Los orientales creen que en realidad nada cambia, o sea que no tienen una Historia como la nuestra. Los griegos tenían conciencia histórica, pero la veían en sentido estrictamente político, y no muy universal precisamente; no incorporaron a “los otros” a sus concepciones. No consiguen aceptar que la Historia pueda tener unas leyes propias, son más bien leyes naturales. Y se centraban en lo inmutable, para ellos lo que “sucedía” no era lo decisivo, eran hostiles a la idea del tiempo. Además tardaron mucho en separarse de las explicaciones míticas. Por ejemplo Platón seguía hablando de los atlantes como antecedentes de los atenienses.


Ferrater Mora considera que la Historia como hecho universal, aglutinante e irreversible, empieza con San Agustín. Lo que el santo de Hipona hizo fue no solo vivir la Historia, sino pensarla;  compatibilizar teología e historia, o mezclarlas. La Historia surge porque Dios se manifiesta: Creación, Caída y Redención son acontecimientos históricos y lo histórico tiene que entenderse desde estos supuestos.  La Historia será el gran drama de la salvación humana, con castigo y misericordia, pero siempre como una teodicea. Sobre esta premisa, y contra ella, seguirán pensando los otros tres autores reseñados. Pero ésta será ya la base.

San Agustín incorpora, como es sabido, mucho del platonismo a su visión, pero cristianizándolo.  Platón parte de la idea que todo surge de la Naturaleza y todo se supedita a ella. Los cristianos quieren sacar al hombre de esa caverna y consideran que la physis no tiene ningún sentido si no es para que los seres humanos se desenvuelvan en ella, y que al final del camino está la contemplación divina.

Otra diferencia con los griegos tiene que ver con el bagaje que arrastra cada uno. En tiempos de San Agustín los bárbaros son una amenaza sobre el Imperio, y existe memoria de otros pueblos y civilizaciones que existieron antes y decayeron hasta desaparecer. La idea de lo Uno griega no tiene viabilidad ya. La Historia Universal no puede ser doméstica. En la visión agustiniana tiene que entrar la multiplicidad de pueblos y épocas históricas, o sea, toda la humanidad; es por supuesto una historia de conflictos.

Trece siglos después de la muerte de San Agustín aparece Giambattista Vico. Entre medias se ha descubierto América y navegado por todos los océanos, y contra los pronósticos milenaristas, Dios no había decidido que la Historia tenga un final, es más el mundo en ensanchaba y diversificaba. El pensador napolitano no tendrá mucha repercusión en su tiempo, pero hoy se presenta con una modernidad pasmosa. Para él las Matemáticas y la Historia son las nuevas ciencias, o las únicas ciencias, ya que anti cartesianamente sostiene que la mente humana puede pensarlo todo, pero no comprenderlo todo; no tiene una especie de racionalidad innata, solo puede participar de la razón externamente, en consecuencia es imposible que aprehenda los misterios últimos de la physis. Sin embargo las dos disciplinas mencionadas son saberes accesibles y dentro de los parámetros de lo posible.

En concreto la Historia, al contrario de la física, es el estudio de lo que hacemos como humanos, no simplemente lo que sucede aun sin nuestra mediación. Por ello es más accesible y lo que hemos de hacer es buscar sus propias leyes universales que expliquen los sucesos particulares. Y  principal de esas leyes, para Vico, es que la Providencia supervisa el desarrollo de la Historia, dando libertad pero garantizado que ésta transcurre dentro de unos márgenes. Hay a pesar de esto períodos de desorden, pero no contradicen la voluntad divina, simplemente anuncian que se pasa a una nueva etapa. Y cada etapa corresponde a una edad humana: infancia (innovación), juventud (heroísmo) y madurez (cumplimiento). La Historia es entonces algo monótona y sujeta a leyes inalterables. Cada pueblo y etapa se puede entender según leyes. Hay de fondo una perpetua agonía, ya que solo en los cielos la Historia alcanza la perfección, pero Vico es paradójicamente optimista, ya que agonía no es muerte, y siempre queda lugar para la esperanza.

Hemos dicho que con San Agustín se inicia una visión teológica de la Historia que va a durar hasta nuestros días, y aún lo sigue haciendo en muchos aspectos. Incluso en autores no especialmente religiosos se la ve como un recorrido lineal dotado de una finalidad.  Voltaire, por ejemplo, estará obsesionado con el mal y la posible naturaleza corrupta de hombre; verá en la Historia una forma de pulir esa condición. Todo lo que no sea civilización le hace desconfiar. Sin embargo la razón no es al camino, ya que ésta es esquiva para los hombres, y de hecho se esconde en determinadas etapas históricas; de hecho, las pasiones han tenido más que ver con la Historia que la razón.

Así que no es la razón lo que mejorará al hombre histórico, sino la verdad; o luz ilustrada frente a la oscuridad de la superstición y el odio. Claro que para ello hace falta una intervención externa. Como ya no es Dios, ahora son los hombres. Voltaire cede a los hombres el imperio sobre la Historia. El problema es que los hombres, como hemos dicho, no son racionales. Aparece entonces una institución humana que sí puede otear cierta razón, aunque débil. El poder organizado. Solo de la unión de la razón y un poder benévolo puede surgir una mejora de las condiciones de vida. Si estudiamos la Historia, nos dice, vemos que solo en las etapas en que esto ha sucedido ha sido cuando ha habido paz y tranquilidad. Su ejemplo preferido es China, donde considera que esto se ha dado durante más tiempo. Esta idealización de China, paralela a la que se hace del Nuevo Mundo, amplía ya las áreas de reflexión, que incluye a lo extra europeo.

Georg Wilhelm Hegel sigue y culmina con al divinización de la Historia; Ferrater Mora le llama “místico”, de hecho. En su visión no habla de Dios como tal, él dice que es la Idea la manera en que se desenvuelve la divinidad en el mundo. El objetivo, tras muchos problemas que la Idea provoca y resuelve, es reconciliarse consigo misma. La idea necesita salir de sí misma, porque encerrada en sí no puede contrastarse con el mal mundano. De ahí que la Idea sea un tanto promiscua en sus enredos con toda la diversidad terrenal. Es su manera de llegar a la verdad.

Claro que esto le lleva a encadenarse en la Naturaleza, a unas leyes que no son las suyas, y en consecuencia a perder su libertad. Empieza entonces la lucha por recuperarla. Ahí empieza el drama de la Historia, que es el escenario de esta lucha. La libertad es entendida desde aquí como una necesidad que limita a que cada uno realice su esencia. Lo que es un poco ambiguo: quien alcanza su libertad al final es el Espíritu Universal cuando la Idea vuelve sobre sí misma, ya que los seres humanos más bien la interiorizan como necesidad.

Frente a Voltaire y otros, Hegel no cree que el poder pueda confabularse con el Espíritu porque éste el único poder posible. La vertiente política de esta concepción es muy interesante. Los pueblos alcanzan madurez cuando han integrado al Espíritu, cuando lo llevan en la entraña, y ahí es donde participa de la Historia Universal. Y esto solo se puede hacer mediado por el Estado. Sin él los pueblos no tienen Historia, no forman parte de la libertad. El Estado es el que armoniza las necesidades objetivas con las subjetivas, la Naturaleza con la sociedad. Y tampoco es tan fácil, ya que esto solo se ha podido dar en la tercera fase del desarrollo humano, con el Cristianismo, y más en concreto el mundo germánico, que es el mundo del espíritu moderno. Solo entonces ha empezado la reconciliación del Espíritu. Lo que no sea esto no es Historia. Y lo que hay en las periferias no es nada que debamos tener en cuenta.

Este eurocentrismo de Hegel, que supuestamente va a heredar Marx, un tema que hoy sigue coleando.

[1] Ferrater Mora, José. Obras Selectas I, Ediciones Revista de Occidente, Madrid, 1967

2.1.17

La libertad


La libertad es un término zarandeado a lo largo de la Historia; bajo su estandarte lucharon millones de hombres, y muchas veces lo hicieron en bandos opuestos de una misma contienda. Se considera una virtud que pocos pensadores se han atrevido a denostar abiertamente y la mayoría más bien la vieron como rasgo definitorio de la condición humana. Jean Paul Sartre, por ejemplo, decía que lo que nos hace hombres es que estamos condenados a ser libres, que lo somos en cualquier circunstancia porque siempre hay un resquicio al que aferrarnos, que siempre elegimos y que hasta no elegir es una decisión que tomamos libremente.

Sin embargo en las últimas décadas las cosas han cambiado. Muchos intelectuales han empezado a decir que la libertad, más que buena o mala, es “ilusoria”, que ni somos libres ni podemos serlo. Empezaron los estructuralistas en los sesenta, y en la actualidad son incontables las escuelas que niegan la viabilidad de este noble anhelo humano: son los biologicistas, nihilistas, economicistas, psicoanalistas…y demás trendin topics intelectuales.

Es probable que la imposibilidad de la libertad sea un pensamiento consolador, ya que redime de la pesada carga de la responsabilidad. Es más fácil regodearse en que somos víctimas de estructuras económicas inmovibles, de nuestro inconsciente traumado o de fallas genéticas heredadas. Todo antes que sentir la siempre desconcertante mirada de Sartre en nuestros cogotes murmurando que de la libertad se puede huir, pero no esconderse.

Julián Marías advertía de la “falacia de la negación de la libertad existente”, pero como era tan caballero no señalaba a nadie. También insinuaba que muchas veces no es de libertad de lo que estamos faltos, sino imaginación.

Esta última proposición es completamente cierta y tan desasosegante como los imperativos sartrianos. Vivimos sometidos a fuerzas que no controlamos y tener dinero es fundamental, eso nadie lo niega. Pero nuestros márgenes de movimiento son oceánicos. Hay infinidad de ensayos de vida individual o colectiva, de sistemas de convivencia que podríamos crear antes de que un juez nos dé el alto o la bota del comisario venga a partirnos los dientes. Se nos debería de ocurrir algo mejor que este mundo y esta vida que nos rodea.

O sea ¿Qué más necesito? O mejor: ¿qué me asusta? Soy mortal y tengo necesidades materiales, vale. Pero también exhibo un pasaporte comunitario y atesoro 638,53 euros en mi cuenta corriente: suficiente para empezar algo nuevo, tal vez lejos de aquí, que funcione mejor. Tampoco los pensadores de nuestro tiempo, anatemizando desde sus cátedras, parecen concebir una alternativa viable ¿por qué no somos capaces de cambiar la vida?¿por qué no hacemos algo en lugar de esperar a que suceda algo?

Desgraciadamente para nuestra autoestima ciudadana no es solo que carezcamos de libertad, es que nos falta imaginación -o inteligencia, según se mire.