2.3.16

El Ateneo, una elegía


Cuando vivimos muchos años en el extranjero, y las referencias que tenemos de España son sobre todo lecturas, se produce una distorsión tan lamentable como inevitable: idealizamos el país porque lo reducimos a sus hitos culturales y sociales, se convierte para nosotros en Pío Baroja, en el Acueducto de Segovia, en Camarón y Lorca, en el 15 M y la Generación del 14.

Como ejemplo paradigmático de esta idealización está el Ateneo Científico y Literario de Madrid. Son innúmeras las crónicas, memorias, ensayos y novelas donde esta institución aparece como centro de tertulias de la intelectualidad, como hervidero de cultura y crítica política. En la lejanía pensamos que igual esto es cierto, que hay un sitio así en la capital donde algún día podremos asistir a conferencias de literatos egregios y tomar café con poetas crepusculares.

Por supuesto, cuando regresamos, la realidad del Ateneo, como las del país rememorado en los textos, es otra.

Ya de entrada el edifico es ajado y polvoriento, lo que podría darle su encanto si no fuera porque parece más dejadez que respeto al estilo. Luego la cafetería es una especie de restaurante hípster ultracaro donde solo hay una pequeña sala para café, y en la que se han asegurado de que la luz sea tenue para no poder leer, algo cuanto menos contradictorio.

Entre el personal que atiende la biblioteca hay de todo, algunos son amables, otros no ya maleducados sino agresivos. Pero lo más nauseabundo son los ateneístas. Estos viejos revenidos, infelices y acerbos, que parecen encontrar unos artríticos segundos de gloria incomodando a los nuevos socios. La Cacharrería, la sala de lectura más grande y mejor iluminada, tiene solo dos o tres lectores canosos, mientras que los jóvenes se apelotonan en la oscura y minúscula sala contigua. Pronto comprendí que los dos o tres lectores canosos -siempre personas distintas pero siempre los mismos semblantes ulcerosos- se encargan con miradas o reprimendas directas de expulsar a los nuevos.

La dirección de la institución parece copada por negligentes. Carlos París se entronizó en el cargo desde 1997 hasta irse al barrio de los acostados recientemente, siendo presidente en ejercicio. Algo muy de “la casta”, muy de esa generación que es ahora nuestro mayor problema. París dejó que el Ateneo se fuera apagando puntalmente financiado con dinero público, sin plantearse ningún proyecto ni enfoque revitalizador que lo convirtiera en una entidad rentable, o cuanto menos, que justificara el gasto.

Podrían ceder aulas a universidades o academias, organizar encuentros internacionales de expertos en distintos campos, crear sus propios centros de estudios con diplomas propios...cualquier cosa que insuflara vida a la institución. Pero hacerlo implicaría pensar, y sobre todo llegar a conclusiones, como que igual hay que irse a tiempo del puesto de mando que se ocupa y ceder el paso a gente con nuevas ideas. Y eso, por las buenas, no va a suceder. Los que llevan décadas arriba, deshaciendo a discreción, seguirán prefiriendo subvenciones a fondo perdido, como hasta ahora; o sea continuar aprovechando el nimbo “cultural” para seguir con su aura de intocables apesebrados.

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