5.5.19

Hija de revolucionarios, de Laurence Debray

Cuando Laurence Debray cumplió los diez años, su padre, el celebérrimo buscaruidos francés Regis Debray, le anunció que ya era hora de que se posicionara políticamente. Iba a pasar un mes en Cuba y otro mes en Estados Unidos para que a la vuelta eligiera entre el socialismo y el capitalismo. Así, tal cual. Y como ésta, docenas de anécdotas similares.
Hija de revolucionarios (Anagrama, 2018) de Laurence Debray es una magnífica y desmitificadora autobiografía de una mujer que se hartó de crecer entre libros rojos y pedantes hombres armados.
Regis Debray siempre ha sido el paradigma de progre iluminado de esos que se enamoran de su propia imagen, y ven el mundo como un escenario sobre el que lucir su activismo. Su teoría del foquismo, además de intelectualmente errado, llevó a la muerte a cientos de jóvenes iberoamericanos que creyeron que la experiencia cubana podría repetirse. Él, por supuesto, al tener pasaporte francés se libró de los paredones y pudo sobrevivir para escribir, trabajar para Miterrand, y acabar siendo un venerable madurito que ahora se ha reencontrado finalmente con el gaullismo.
En este libro aparece además como un auténtico pelmazo, obsesionado por la política, incapaz de mostrar emociones, ególatra, un tanto eurocéntrico y chovinista. Su hija Laurence señala todas sus contradicciones como personaje público, como que defienda a Hugo Chávez cuando jamás toleraría un gobernante así para Francia, o que siguiera siendo castrista tras la persecución a Padilla en 1971.
Tampoco habla bien de él como figura paterna, que casi no fue. Y venganza de la hija es convertirse en lo radicalmente opuesto que se esperaba de ella. Mucho más hispana que su padre, que siempre guardó las distancias, ella se mantuvo leal a las raíces de su familia materna, que era venezolana, y además se hizo medio andaluza tras vivir unos años en Sevilla. Su lectura favorita era el ¡Hola!, la revista del corazón española, donde descubrió al que sería su figura política de referencia, el rey Juan Carlos I. De hecho escribió una biografía del monarca, del que habla con verdadera fascinación en Hija de revolucionarios.
También sostiene literalmente que en la España de los años ochenta recuperó su confianza en la política. Juan Carlos I y su corte le parecen mucho más republicanas que la República de Francia, onerosa y elitista. Alfonso Guerra, por el que manifiesta un gran afecto, le resulta uno de los pocos políticos que ha conocido (y ha conocido a muchos) que no han cambiado al llegar al poder. La joven democracia española en su conjunto emerge como un horizonte de promesas y optimismo; la alegría de los sevillanos contrasta con la seriedad de su padre, del que repetidamente dice que es incapaz de compartir júbilo alguno, ya que está perpetuamente criticando todo, enfadado con todo.
El libro es sin duda un escarnio contra el sesentayochismo, los intelectualoides comprometidos, y toda esa izquierda encantada de haberse conocido; la rebelión de Laurence Debray es contra aquellos rebeldes insoportables. Pero también es una vindicación de una existencia tranquila, cómoda. Una de las pocas cosas que dice positivas de su padre es que es inteligente, pero que está siempre sobreexitado, por lo que no es capaz de razonar.
Hija de revolucionarios es un alegato en favor de una vida inteligente pero sin épica, y sobre todo lejos de los talibanes de la política, esos que no saben hablar de otra cosa y lo ven todo en términos ideológicos.   

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