17.3.16

Contra la imaginación, de Christophe Donner


Un veneno infesta la literatura: la imaginación

Con Christophe Donner hay poca hermenéutica que podamos hacer. Sólo sabemos de él que es francés y calvo, escribe cuentos infantiles, tiene un gusto terrible para las camisas y en el 2000 publicó un manifiesto perturbador que incapacita para la ficción: Contra la imaginación (Espasa Hoy, 122 páginas).

Su lectura animará a quien crea que escribir es un compromiso intelectual y no un ejercicio evasivo. El libro es un ataque continuo contra el alejamiento de lo que “el arte ha de ofrecernos: un reflejo de la vida”. O sea, una diatriba contra la piedra angular de la ficción: la imaginación, esa “hipnosis” que, como “las rimas” y “la pequeña música de las palabras”, nos lleva a territorios banales y manidos. Porque al final la imaginación no es más que eso, una especie de refugio donde sólo habitan lugares comunes. Todo en ella se ha visto mil veces, desde las reconciliaciones amatorias bajo la lluvia a la muerte del soldado que compró la granja justo antes de ser movilizado.

Recorremos sus páginas planteando mociones, sin embargo todas nuestras objeciones son rebatidas. Donner ha estado allí, entre los amantes de las bellas mentiras, por lo que se adelanta y responde a casi todo.

La imaginación hoy es cobardía. Quizá en el pasado, con la hoguera preparada, había cierta excusa. “¿Para qué sirve la imaginación? A veces para salvar la piel. Uno tiene la necesidad de decir, pero no puede hacerlo, porque la policía estará al día siguiente en tu puerta. Es preciso entonces maquillar las palabras, inventar parábolas, localizar la historia en lugares lejanos y en tiempos remotos o futuros, allí donde el presente no puede reconocerse”.

También podíamos ser indulgentes cuando se imaginaba por desconocimiento, por no haber nada mejor. “-¿De dónde procede la imaginación? De la ignorancia”. Donner habla como ejemplo de los mitos bíblicos: “no fue para que quedara bonito que se imaginó que la mujer había salido de la costilla de Adán”.

El único eximente que parece aceptar es la audacia y la genialidad: “El mérito retrospectivo que se concede a las grandes obras no reside nunca en sus cualidades imitables, útiles para su arte, sino en la audacia que se reconoce a la mirada del artista sobre su época. Esta audacia, que tiene poco que ver con el estilo, contiene un ímpetu que puede venir de la irritación (Céline), o de una insumisión discreta, pasiva, como de un flirt con la neurosis (Kafka), pero es siempre en último término esta audacia inimitable la que determina la grandeza de estos escritores”
 
Pero ahí se acabaron las licencias. Aquí y ahora, la imaginación ¿para qué? Donner habla de y a los escritores actuales, los del montón. Mediocres autores que deleitan con plagios y refritos, bien empaquetados, pero que no cuentan nada. Decimonónicos agonizantes que no quieren hurgar en la realidad porque, claro está, les duele.

En defensa del “yo”. La irreverencia también va contra las vacas sagradas, como Gilles Deleuze, que llegó a decir “La literatura sólo empieza cuando nace en nosotros una tercera persona que nos desposee del poder de decir yo”. “Chorradas” –responde Donner –”¿Para qué sirve enviar personas a la luna, qué se espera de ellos, para qué se invierte todo este dinero. Se espera su relato. Y que nos digan yo.”

La novela es el género nefasto por excelencia que ha extendido su influencia, su mentira, a todos los géneros. Y lo peor es el narrador omnisciente, absurdo y totalitario ¿Para qué hablar en tercera persona?¿Por qué esa cobardía? Un autor cuenta lo que es y lo que ve. Y para creerle tiene que hablar el “yo” aceptando que puede no conocer toda la verdad.

El autor tiene que asumir que no es genial y por lo tanto perecedero, ni su ombligo ni los elfos que habitan en su cabeza interesan. Todo lo que le queda es quemarse con su tiempo y telegrafiar desde el interior de la llamarada.

Nos despedimos con Donner: “La transcripción de lo real no es una obsesión estilística, y aún menos, la fuente de una corriente literaria, sino que se trata de la esencia misma del arte, del deber de la literatura. Porque es de nuestra existencia de la única que puede dudarse en el interior de lo real. Y el arte está incansablemente obligado a confirmar nuestra existencia allí. Se trata de un trabajo noble y sin fin”

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