Hace unos días Miguel Pérez de Lema publicó un artículo en Triálogos en el que argumentaba que España había dicho no a Podemos en las
últimas elecciones, imaginamos que porque ganó el PP. Como Miguel es
amigo mío, y además le aprecio intelectualmente, me veo legitimado para
enmendarle la plana desde el afecto.
El uso de España como arma
arrojadiza entre conciudadanos me incomoda sobremanera. Es sabido que
empezaron haciéndolo los liberales para criticar a los ultramontanos que
parecían no tener más lealtad que la religiosa, y estos contraatacaron
en el siglo XX mediante un mendaz silogismo: como España es
constitutivamente católica, los enemigos de esta fe son enemigos de
España.
Y así seguimos, mutatis mutandis, con la bandera y
el sentimiento español atesorado por la mitad del país mientras que la
otra ha aceptado con orgullo precisamente ser antiespañoles.
Quien
haya viajado por el mundo habrá podido comprobar que esto no es
habitual. En todos los países hay una conciencia nacional más o menos
intensa que no está necesariamente capitalizada por una facción
política. En Iberoamérica las izquierdas y derechas –signifique esto lo
que signifique- comparten sin problemas la bandera; en Europa, si bien
hay un peso superior del patrioterismo entre conservadores, jamás sería
noticia, como fue aquí, que un candidato socialista enarbolara la
bandera nacional.
Lo de nuestro país en una anomalía que de la
que se acusa con razón al franquismo. Ese régimen abusó tanto del
españolismo que se acabó identificando con él y creando una reacción
contraria. Pero la verdad es que otros países padecieron regímenes
peores que también se envolvían en los colores patrios y no se ha dado
el mismo fenómeno: una vez finiquitados los gobiernos despóticos, las
sociedades civiles exigían la devolución de los símbolos arrebatados, y
los ensalzaban y les daban una nueva vitalidad.
Aquí no se dio
algo similar con la Transición. No hubo una exigencia de democratizar el
patriotismo de tal manera que todas las corrientes políticas pudieran
enraizarse en él. Es más, se dejó que se convirtiera en algo casposo y
carca, un bastión reaccionario, mientras que los particularismos
regionalistas fueron alabados como algo innovador y progresista.
Sin
duda hubo algún interés internacional en ello, ya que España es un país
potencialmente antisistémico que es mejor tener doblegado y sin
orgullo, no vaya a ser que le dé por querer imponer condiciones o
recuperar su marina mercante. Paralelamente, además, en el interior la
criminalización de lo unitario favorecía la creación de taifas varias a
las que poder arrimarse en busca de cargos públicos y subvenciones.
Pero
hubiera fácil superar estos escollos, ya que hay pocos países del mundo
con tantos intelectuales y de tanto nivel que se han consagrado a la
creación de una narrativa identitaria nacional -recordemos que los
sentimientos identitarios nacionales no son otra cosa que narraciones
creadas por intelectuales-. Había infinidad de maneras y para todos los
gustos de volver a ser españoles descomplicados: desde María Zambrano a
Manuel de Falla, desde los románticos liberales a los iberistas
modernos, desde las historias de la intrahistoria a los Descubridores.
El horizonte temático del que tirar era inabarcable. Pudo haberse hecho;
medios no faltaban: aquí había y hay un Estado que funciona.
El Estado español tiene, como todos los Estados europeos, unos fabulosos aparatos ideológicos con
los que podría haber impuesto un discurso hegemónico en el que la
nación fuera un punto de encuentro que nadie pone en duda, una forma de “sentido común” que dejara a sus detractores en el bando de los oscurantistas, que lo vergonzante fuera no sentirse español.
Los
distintos gobiernos que han controlado el Estado son culpables de no
normalizar la idea de España. Y en esto se incluye al Partido Popular,
que ha gobernado con dos mayorías absolutas, y cuyos líderes solo sacan
la bandera y dan vivas bien alto cuando les conviene, o sea, mientras
que saquean y hunden a la sociedad dejándola sin futuro, irritando
todavía más los sentimientos adversos de los ciudadanos que ven cómo se
usa un patriotismo cutre casi como coartada criminal.
Este
es el panorama se encontró Podemos. Ellos no crearon un sentimiento
antiespañol. Ni lo suscriben. Sus líderes se formaron siguiendo los
populismos latinoamericanos y se nota que les gustaría poder seguirles
en sus discursos patrióticos. No lo hacen porque no pueden, porque
ningún gobierno previo se ha preocupado por reformular una identidad
española postfranquista integradora.
Aunque imagino que los
ataques del artículo mencionado van en referencia a las supuestas
connivencias con los nacionalismos periféricos. Los de Podemos tienen
que sumarse tangencialmente a estos porque durante cuarenta años los
gobiernos nacionales no han cumplido y han dejado crecer y adquirir un
peso sobredimensionado a las “nacionalidades”; ahora para tocar poder
hay que pactar con ellas.
Pero no parece que a los podemitas les
agraden y que bailen especialmente a su son. De hecho han intentado más
que nadie en las últimas décadas crear una renovada españolidad. Son los
primeros que en mucho tiempo se han tomado al país en serio. Errejón
propuso, por ejemplo, crear un nuevo día nacional el 19 de Marzo en
honor a las Cortes de Cádiz, buscando una “fecha cívica y patriótica que
recoja las sensibilidades para que todo el mundo se encuentre cómodo”.
Algo que no pareció ni plantearse el Presidente, que prefiere aburrirse y
aburrir entre tanques y pamelas el 12 de Octubre, fecha que tendría que
ser sencillamente el día de Colón, ya que poco tiene que ver con el
Estado-nación moderno o sus Fuerzas Armadas actuales.
Así que
sostener que España dijo no a Podemos es una demagogia facilona que
mancilla el nombre de la patria. ¿Qué es España en esa proposición
entonces?¿¡el PP!?¿el guetto de Intereconomía?¿el votante zombi
que elige a los corruptos?¿el “cuñao” al que molestamos los que tenemos
estudios superiores?¿los vendepatrias que se arrodillan ante Merkel?
Si fuera así, me temo que yo tendría que sumarme a la lista en enemigos
de España. Sin embargo, no caeré en esa visión exclusivista. Sé que
Podemos -un partido al que jamás he votado- es tan España como el que
más.
En cuanto a mí, soy español y quiero un país amable con
todos, incluso con los que no piensan como yo, o especialmente con
ellos; por eso no exigiré nunca exhibicionismos rojigualdas ni privaré a
nadie de su condición española.