Pocas
actitudes habrá más infames que intentar presentarse como mártir cuando no se
es tal; pocos comportamientos serán más patológicos que pretender ser cómplice
de crímenes en los que no se tuvo responsabilidad alguna. Que individuos o
colectivos quieran atribuirse desdichas, ya sea como víctimas o victimarios,
cuando nada sucedió en sus cuerpos, cuando su carne sigue inmaculada, es un
insulto a los inocentes y una relativización de la culpa de los verdugos.
Pascal
Bruckner es un filósofo y novelista francés que publica con cierta regularidad
y algunos de sus libros se han traducido al español. De estos, en concreto, hay
dos especialmente relevantes que pueden leerse como complementarios, si bien el
propio autor no parece haberlo querido así: La
tentación de la inocencia (Anagrama, 1996) y La tiranía de la penitencia (Ariel, 2008).
El
primero, como indica el título, habla de la infantilización y victimismo
sistemático en el que caen personas y grupos.
Hoy todo el mundo quiere poder atribuirse sufrimientos; hay una
necesidad de que la sociedad nos de una palmadita en la espalda como si
fuéramos un niño que se acaba de lastimar en el parque. Las cuestiones de
género son un ejemplo especialmente claro, también las relaciones de Europa con
sus periferias.
Hay
toda una “industria de derechos” que crece exponencialmente encontrando nuevos
agravios a minorías, y que ya ha llegado hasta la minoría máxima, el individuo
convaleciente por las mil calamidades que le han caído encima por el mero hecho
de respirar (Por supuesto, ahí ya ha muerto la política porque es imposible
dialogar con quien se rasga las vestiduras ante la más mínima refutación).
Al
final, la aberración. Para alcanzar el estatuto de oprimido se recurre a la
imagen de los judíos; se adapta el imaginario del pueblo perseguido al
individuo o grupo, por muy burgueses y privilegiados que sean los apropiadores.
Denunciar
la falsa victimización es esencial para hacer justicia. O como dice Bruckner: “¿Por qué es escandaloso simular el
infortunio cuando no nos está afectando nada en particular? Porque se usurpa
entonces el lugar de los auténticos desheredados. Y éstos no reclaman
derogaciones ni prerrogativas, sino sencillamente el derecho a ser hombres y
mujeres como los demás”.
La tiranía de la penitencia habla del reverso: el afán de
protagonismo que tiene quien quiere cargar sobre sus espaldas con todas las
tropelías de Occidente, como si solo aquí hubiera habido perversos.
Hay
una pasión mórbida consistente en estar todo el día pidiendo perdón a las
minorías. Lo que tiene bastante que ver, en realidad, con las ganas de seguir
siendo los reyes del mambo. Los blancos europeos piensan que son el centro del
globo, aunque sea por lo malos que son. De una manera retorcida disfrutan al apreciarse
omnipotentemente culpables de todos los infortunios.
Nada
que alegar, por supuesto, a los verdaderos criminales que se arrepienten con
sinceridad. Bruckner explicita muy bien la diferencia entre arrepentimiento y
remordimiento: “el primero reconoce la
falta para apartarse convenientemente de ella, para saborear la gracia de la
recuperación; el segundo permanece por la necesidad enfermiza de experimentar
la quemazón. El remordimiento no se arrepiente del pecado, se realimenta de él,
desea llevarlo clavado para siempre”.
Una
de las características de este regodeo de niños traviesos es el gusto por
hurgar en el pasado. Buscar expiación por lo que ya sucediera en las cavernas y
justificarse diciendo que eso es recordar. Pero, dice Bruckner, “lo contrario de la memoria no es olvido; es
la historia”. O sea, que la sangre que se vertió en otras calendas está
para ser honrada, no para que chapoteemos en ella.
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