6.8.18

Lo que esconde el agujero, de Analía Iglesias y Martha Zein


Lo que esconde el agujero, escrito por dos autoras, Analía Iglesias y Martha Zein, es una obra que resume las grandezas y desatinos de la corriente del feminismo que se siente incómoda con la pornografía.
De entrada hay que decir que está muy bien escrito y documentado; la lectura es grata. Además en el prólogo las autoras invitan cortésmente a disentir con ellas, “sin moralina, ni red”.
Eso voy a hacer.
Lo que esconde el agujero tiene cinco capítulos donde se revisa la historia, evolución y naturaleza de la pornografía, para terminar en “los tiempos obscenos” actuales en los que hay una generación de “pornonativos”,  los millenials, que han nacido con internet en casa y cuya educación sexual se debe a este género cinematográfico.
Todo muy sugestivo; pero a la vez hay un subtexto de prejuicios que acaba resultando bastante irritante.
Las autoras no hablan casi de pornografía para gays y lesbianas. Se centran exclusivamente en el porno heterosexual, y más concretamente en su variante más misógina y agresiva. Para ser unas señoras que aborrecen este material, hay que decir que tienen una particular facilidad para encontrar en la red películas extremas, con violaciones reales y hasta supuestos snuffs. Confunden estas aberraciones e ilegalidades con el grueso del género, en el que hay mal gusto y misoginia, sin duda, pero también muchas mujeres manejando el cotarro, historias creativas y, sobre todo, una indudable liberación de deseos.
O como dice Hakim Bey, la pornografía “es capaz de cambiar nuestras vidas al descubrir verdaderos deseos”. 
Ante las imágenes pornográficas descubrimos quiénes somos. Vemos escenas que deberían excitarnos y nos dejan fríos, y luego un detalle secundario, como un gesto fuera de foco, es el que nos encandila. El porno nos ayuda a entender qué deseamos. Y al contrario de lo que sostienen las autoras, no impone esos deseos como haría la publicidad, sino que despierta los que ya estaban en el subconsciente.
Por supuesto, allí, en el subconsciente -masculino en este caso- no habitan solo anhelos de aniquilación contra las mujeres, o si están se quedan en meras fantasías. Porque como el reverso de la fantasía de la violación de las mujeres, que todos entendemos que no significan que realmente ellas quieran sufrir ese horror, que a un hombre le guste ver cómo se interpreta -muy notoriamente de metirijillas, por cierto- un abuso sexual,  no significa que se vaya a unir a la Manada en los San Fermines, como se dice textualmente en este libro. 
Por otro lado, Iglesias y Zein sufren de lo que Clément Rosset llamaba la “mística de la autenticidad”: para ellas la pornografía es un imperio de la falsedad que ha invadido nuestras vidas íntimas. Quieren liberarnos, ya que sin él seremos libres, prístinos, más auténticos. De hecho, en su glosario final definen el porno como: “Epidemia que se desató en Estados Unidos, en la década de los setenta (…) Daño que se ha expandido en forma intensa e indiscriminada entre la población mundial, afectando especialmente a los nacidos en los últimos 30 años”.
Lo que nos lleva a preguntarnos qué había antes de la mentada epidemia. Por lo general, todos estos místicos que creen que vivimos en el peor de los mundos posibles, que en otras calendas todo era autenticidad y promisión, no son capaces de describir qué había antes de tan abismal decadencia.
Estas autoras datan en treinta años el inicio de la plaga y localizan al paciente cero en Estados Unidos. Perfecto, ¿acaso eran más sanos hace medio siglo, cuando una chica que aleatoriamente era etiquetada como “puta” en su pueblo ya quedaba condenada para siempre, o ahora, en que cualquiera puede subir a la red sus selfies en pelota sin que le pase nada?¿La gente es más libre en China, donde internet está capado por el gobierno y es imposible ver porno, o en Estados Unidos, donde es de libre producción y visionado? ¿Tras miles de años de represión sexual los “pornonativos” no son la primera generación que ha podido elegir con quién y cómo tiene relaciones sexuales?¿Cuándo ha habido en la historia de la humanidad, desde las cavernas, y en cualquier rincón del globo, una sociedad más libre sexualmente hablando que hoy en Occidente?  
Es muy frívolo, creo yo, estar siempre con la matraca de que cualquier tiempo pasado fue mejor, o con eso de que el neoliberalismo, continuamente evocado en este libro, es el origen de todo mal.
Se podría argumentar que nuestras autoras llevan el paraíso no tanto al pasado, sino sobre todo a un futuro inconcreto. Lo que ellas proponen es -spoiler alert- ¡un horizonte en el que triunfe el amor como sanador de todos los males de la pornografía!  Esto nos lleva a pensar que puede que el porno manipule nuestros deseos, pero desde luego Corín Tellado también ha hecho estragos en el imaginario de muchas personas.
No creo que haya muchos consumidores de porno en el planeta a los que si le dan elegir entre pajearse ante una pantalla o experimentar sexo afectuoso con un ser humano prefieran lo primero. Es evidente que el porno suple de alguna manera las carencias afectivas (aunque como hemos dicho también puede ser alegre, formativo y compartido con amor) y desde luego poca gente lo tendrá como su primera opción.
Además las autoras reducen el amor al ámbito sexual, como si fuera el único donde puede haberlo, obviando cualquier otra forma de relación. Hablan de vincularnos con “hilos”, de ayudarnos a curarnos las heridas con la pareja. La cuestión es si eso no lo hacemos ya, solo que fuera de la relación sexual, donde el porno no tiene nada que decir. Este género se refiere exclusivamente al sexo, nada más. Y el sexo se da solo con un fragmento muy reducido de nuestros semejantes. El porno, de pervertir, solo lo haría con una forma de amor, dejando intactos las demás. Hay que saber separar esferas. Distinguir realidad y ficción. Controlar, saber dónde y cómo amar. Ser, en suma, adulto.  
Igual el problema de las autoras es que esperan demasiado del Otro salvífico.

CODA
Fui adolescente en la época del éxito Historias del Kronen. En la televisión los viejos hablaban de cómo la juventud se perdía entre tanto sexo casual y compulsivo. Yo, que como todos mis amigos estaba perpetuamente a dos velas, solo podía pensar que ojalá eso fuera cierto. En Lo que esconde el agujero las autoras hacen referencia, escandalizadísimas, a un juego llamado “el muelle”, en que se supone que las chicas y los chicos actuales mantienen relaciones sexuales todos con todos, a la vez y en una misma sala. No sé si será cierto, pero supongo que se tratará de algo minoritario, y que la mayoría de los jóvenes actuales que lean el libro mirarán ávidos si en la bibliografía indican dónde suceden tales bacanales, más que nada para correr a apuntarse. Y si lo es, si esos juegos son reales y generalizados, pues brindemos por ello; la participación es libre. Bien por la muchachada, que lo disfruten. Y alabado sea el porno, si es lo ha hecho posible, como se malician estas autoras, representantes de una nueva hornada dentro de la ya vieja estirpe de los metomentodo.  

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