Pero los no lugares son
la medida de la época, medida cuantificable y que se podría hacer adicionando,
después de hacer algunas conversiones entre superficie, volumen y distancia,
las vías aéreas, ferroviarias, las autopistas y los habitáculos móviles llamados
“medios de transporte” (aviones, trenes, automóviles), los aeropuertos y
estaciones ferroviarias, las estaciones aeroespaciales, las grandes cadenas
hoteleras, los parques de recreo, los supermercados, la madeja compleja, en
fin, de las redes de cables o sin hilos que movilizan el espacio extraterrestre
a los fines de una comunicación tan extraña que a menudo no pone en contacto al
individuo más que con otra imagen de sí mismo.
Los no lugares. Espacios
del anonimato de Marc
Augé apareció en 1992 y desde entonces ha sido citado -sospecho que sin leerlo-
sistemáticamente por melancólicos altermundistas que aborrecen de los nuevos
espacios de tránsito humano y mercantil que se reproducen miméticamente y en
serie por todo el globo.
El
“no lugar” del que habla Augé es síntoma de la "sobremodernidad". O sea,
nuestro tiempo, que está caracterizado por las tres figuras del exceso: la
superabundancia de acontecimientos, la superabundancia espacial y la individualidad
de las referencias. Vivimos mucho más tiempo y más conscientes de lo que
sucede; el planeta es accesible en su práctica totalidad y el capitalismo se ha
encargado de arrasar con los vínculos sociales tradicionales, erigiendo al “yo”
como referente único.
En
este exceso se han reproducido todos estos espacios apátridas, sin memoria ni
historia, anónimos, en los que de entrada sabemos que no nos quedaremos porque
estamos en continuo movimiento, el enraizamiento es imposible.
Esto,
dicen los citados melancólicos altermundistas, es malo. Pero ¿quién ha dicho
que queramos quedarnos?¿para qué necesitamos que el espacio nos imponga una
identidad?
Situémonos
en Las Ventas de Madrid cuando empieza la temporada de toros. La castiza plaza
por la que caminamos y los horripilantes edificios de ladrillos con toldos
verdes que la rodean son la quintaescencia de lo local, miles de españoles
acuden joviales a ver cómo se descuartiza vivo a un animal, hay sensación de
comunidad y trajes folclóricos, familias exhibiendo bandera, se venden dulces
típicos… estamos en el superlugar, el lugar intransferible, la autenticidad
local que resiste a la globalización, los numantinos frente al Imperio. Y sin
embargo, más de cinco minutos allí y nos ahogamos ante tanta autenticidad. El
lugar-lugar es opresivo, anula al individuo; sirve como estampa turísitca, pero
no se puede habitar, es caducidad y nos degrada.
Desde
Ventas huimos al Starbucks más próximo; allí, al menos, existe la ilusión de
exilio: hay uno exactamente igual en cualquier metrópolis del mundo. Ya no
estamos atrapados porque somos globalidad. Soy yo y no nosotros.
Es
difícil asociar el duty free de un
aeropuerto con la muerte. El no lugar es vida, dinamismo y movilidad; es
descanso de las certezas, del peso de lo colectivo. Allí estamos solos, y nos
podemos reinventar sin que el contexto nos determine. La verdadera libertad
-por real y demostrable- es la individual y el no lugar su horizonte.
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