29.7.21

Flores para Algernon, de Daniel Keyes

Isaac Asimov pensaba que Flores para Algernon era una novela escrita desde el alma humana. Cuenta en sus Memorias que fue un honor entregarle el premio Hugo a su autor, Daniel Keyes. Le entusiasmaba tanto el libro que al anunciar el galardón gritó ante la audiencia “¿Cómo lo ha hecho?¿cómo lo ha hecho?”.  A lo que el modesto Keyes, al llegar al escenario, le respondió que no lo sabía, y que si lo averiguaba por favor se lo dijera para poder repetirlo. 

(Keyes no volvería a publicar un libro de la calidad y profundidad de Flores para Algernon, así que igual sí es cierto que fueron las gentiles musas las que le inspiraron y él únicamente se dejó mecer por ellas…)

En esta novela de 1959 se nos cuenta la historia de Charlie Gordon, un treintañero  con una discapacidad intelectual que tras un experimento científico empieza a desarrollar gradualmente una superinteligencia, que luego pierde poco a poco para volver a su estado inicial. Le acompaña en este proceso el ratoncito Algernon, al que también operan para hacerlo muy listo.

Como sucede con algunos libros de ciencia ficción, -y el mencionado Asimov es un buen ejemplo- Flores se concibió como una novela adulta, pero el paso del tiempo la ha ido convirtiendo en una obra más bien orientada a lectores jóvenes; de hecho también circula una versión ilustrada para niños. Esto, lejos de ser algo negativo, me parece honrosísimo. Uno desearía ser adolescente para poder vibrar con las aventuras del bueno de Charlie Gordon y su compadre ratonil. Éste es uno de esos libros que dejan poso si los leemos cuando todavía somos maleables.

La cita de rigor con el que comienza la novela es de Platón, del mito de la Caverna seguramente, y habla de lo distintas que son las cosas cuando las vemos iluminadas. Es una interpretación posible, y es la que quiere transmitirnos Keyes, pero a mí me parece más una novela sobre el crecer. Charlie es como un niño y así le trata todo el mundo; cuando se hace inteligentísimo su madre ya no le comprende y descoloca a sus amigos. Él al principio lo pasa mal pero lo acaba sobrellevando con arrogancia autodefensiva, como cualquier joven.

Hay un pasaje glorioso en el que descubre que los científicos que le han mejorado, y a los que él venera como a dioses paternales, son de hecho menos inteligentes que él, y se pilla un enfado que semeja al de un preadolescente que descubre que sus padres no lo saben todo.

La narración es en primera persona. Charlie tiene problemas para escribir bien, y las primeras y últimas páginas son agotadoramente transcritas cómo escribiría alguien con una discapacidad. La crítica considera esto un hallazgo, pero a mí me parece lo menos genial de todo, si bien entiendo que era necesario.  Es un estilo coherente con la verosimilitud y malo para la literatura. Aunque no merma la calidad del conjunto; estamos ante una inolvidable y bellísima historia. 


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