26.9.15

Peñalosa, ganar elecciones diciendo la verdad


La Avenida Séptima es la principal arteria de Bogotá, es donde todo está y todo sucede. En los días festivos se cierra al tráfico –es el llamado “Septimazo”-, y podemos caminarla contemplando sus veredas, que son el alma de la ciudad. Hacia el sur es posible ir impunemente a las Cruces y demás barriadas en las que en días de diario no hay tanta policía y las posibilidades de chuzamiento aumentan de octocenaje. Hacia el norte, con voluntad y tiempo, alcanzamos a llegar hasta el bellísimo Usaquén, feudo de los hiperricos.

Una de las iniciativas del ya saliente alcalde Gustavo Petro, ex guerrillero del M-19, fue gravar con nuevos impuestos a los habitantes de esta avenida para así financiar un supuesto futuro tranvía. O sea, que lo que quedaba de clase media y media-baja huiría en masa y permanecerían los vecinos acaudalados que, como pequeños emperadores caprichosos, exigirán más gentrificación aún. Gradualmente la Séptima se convertiría en una especie de apéndice del Norte. Sería el adiós definitivo al lugar de encuentro que la avenida citadina más señera debería de ser.

Por proyectos aleatorios e insustanciales como éste es por lo que Petro se va con un inaudito nivel de desaprobación del 70%. Tras su nefasto predecesor, Samuel Moreno, que está en la cárcel por corrupto, la capital de Colombia parece haber olvidado lo que es tener buenos burgomaestres. En los años ochenta Bogotá era considerada una de las peores urbes del mundo para vivir, pero una serie de excelentes alcaldes hicieron que los bogotanos se reconciliaran con su ciudad. Sobre todo Antanas Mockus, profesor universitario, y Enrique Peñalosa, experto urbanista que renunció a su ciudadanía estadounidense para dedicarse a la política en su Colombia natal.

Los tres gobiernos sucesivos de Mockus-Peñalosa-Mockus reconfiguraron la ciudad y parecieron orientarse hacia el desarrollo: el profesor los hizo con sus campañas pedagógicas contra la violencia y por el orgullo cívico; el urbanista erigiendo bibliotecas y parques, y con los Transmilenios, esos modernos autobuses que durante un tiempo representaron el buen hacer distrital. Pero lastimosamente no repitieron, y se vieron superados por alternativas menos buenas (Lucho Garzón), y por otras que preferiríamos olvidar, como los mencionados Moreno y Petro, ambos elegidos en su momento principalmente porque prometieron construir el anhelado Metro de Bogotá.
 

Recientemente los bogotanos han optado por la vuelta de Peñalosa, que es paradigma de político que no vende humos. En una ciudad obsesionada con su carencia de metro, él ofrece más Transmilenio y ahora un humilde tren ligero de superficie, nada que ver con las infografías de sofisticados suburbanos que ilustran las campañas de todos los alcaldables bogotanos. Perdió varias elecciones por ello, por no prometer lo que sabe que la ciudad no puede costearse. Pero tras una serie de legislaturas con arribistas que llegaron asegurando que construirían un suburbano del que no se ha visto ni una estación, los votantes han preferido a un buen gestor, algo gris pero eficiente, que experto mundialmente reconocido en urbanismo en general, y en urbanismo bogotano en particular.

Peñalosa concibe la política como un trabajo en los límites de lo posible, sin mentiras: es innovador pero pragmático, volcado en garantizar la racionalidad económica, no en hacer ingeniería social. Sabemos que se mantendrá en un segundo plano, sin salir en la foto día sí día no, sin promulgar medidas polémicas que solo buscan emponzoñar a los ciudadanos para movilizar a sus acólitos y hacerse más fuerte. Lo opuesto, en suma, al populismo que tan perjudicial ha resultado estos últimos años a los bogotanos.

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