Entro con fines turísticos en una parroquia del centro. Casualmente hay
misa. El sacerdote sermonea a tres ancianas que tienen aspecto de no
sobrevivir a este frío invierno. Quedo con la impresión de que esto es
el catolicismo español hoy: ancianas que buscan partir con serenidad al
barrio de los acostados. Sin embargo, en las charlas de bar, o en las
tertulias diletantes, siempre oigo a alguien que lanza anatemas contra
la Iglesia mientras es secundado con más o menos entusiasmo por sus
compadres. Parece obvio que el anticlericalismo hoy en la prepotencia de
quien se ensaña con un enemigo tiempo atrás vencido.
¿Qué sentido
tiene mantener el discurso comecuras hoy en día? La Iglesia no pinta
nada en la sociedad, y lo hace es donde se le pide que lo haga, entre
las masas de fieles que han elegido libremente –no olvidemos esto
último- escuchar y seguir sus directrices. Soy livianamente laicista y jamás
me he sentido coartado por una institución que no me afecta para nada.
Nos respetamos mutuamente; además, como no siento la necesidad de
aplastar a quien no piensa como yo, veo como un sano tributo a la
libertad de conciencia que haya creyentes y no creyentes.
Tengo la impresión
también de que los anticlericales tienen algo de eso de lo que nos
advirtió el psicoanálisis, la estrategia de buscar “padres autoritarios”
débiles para poder “matarlos” con facilidad y crear la ilusión de
liberación. Que un obispo huya de un acto porque unas hippies le enseñan
las tetas debe hacerse sentirse la pera limonera a las hippies y a los
mirones, pero dudo que tenga la más mínima consecuencia política.
La
Iglesia no es nuestro enemigo. Principalmente porque está también en
contra del hambre y la explotación. Quien es unilateralmente
anticatólico, quien reduce el clero a una panda de pedófilos obtusos,
evidencia que su pasaporte no exhibe estampas de los arrabales
pauperizados del globo. En la actualidad miles de religiosos sufren con
los olvidados y mueren con ellos y por ellos. Pocos cooperantes laicos
pueden decir lo mismo.
Además, no olvidemos la admonición de G.K.
Chesterton, cuando decía que el día que los hombres no crean en Dios se
creerán cualquier cosa. En el siglo XIX los humanistas luchaban por
superar la religión e instaurar la república de la cultura y el
razonamiento científico. La causa entonces era la de la liberación del
hombre y el fin de cierto oscurantismo que limitaba su existencia. Hemos
erradicado a Dios, y vemos que las trivialidades que el hombre ha
encumbrado para sustituirle son absurdas. Ahora que el lugar de la misa
los domingos, que era algo al menos mínimamente trascendente, lo ha
ocupado el fútbol, habría que preguntarse por la pertinencia –o
simplemente el buen gusto- del ateísmo militante.
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