Roger Garaudy (1913-2012) fue el filósofo más o menos oficial del
Partido Comunista Francés durante varias décadas. Estalinista a la par
que cristiano y existencialista, sus textos son certeros y dogmáticos.
En ellos se defiende entre otras cosas una concepción trascendental del
"hombre" como puntal de lucha y sobre el que se habrá que construir el
socialismo futuro.
Por supuesto es un autor olvidado cuya única
vigencia se debe precisamente a la reacción histérica que provocó entre
los postestructuralistas (Cuando Foucault hablaba de la "muerte del
hombre" lo hacía precisamente contra la obra de Garaudy).
A mí, claro está, el tipo me chifla.
En su autobiografía, Palabra de hombre,
hay un fragmento especialmente brillante: Garaudy está preso con
camaradas de la Resistencia en el norte de África. Un oficial alemán les
ordena volver a los barracones, y los valientes prisoneros se rebelan
clavándose en sus posiciones y cantando himnos patrióticos. Garaudy, que
escribe en presente, dice estar dispuesto al martirio. Mira a su
alrededor y se siente tranquilo, todos son hombres entregados que no se
amedrentarán: buenos comunistas, trabajadores, soldados que no darán su
brazo a torcer y morirán con honor...todos salvo un tal Bernando, que es
actor y además ¡lee a Nietzche! Garaudy reconoce que un esteta así
podría aceptar las órdenes nazis y echar a perder el heroísmo colectivo.
Finalmente y para consuelo de todos, los guardias del campo, que son
mercenarios árabes, se niegan a disparan sobre gente desarmada, y
ahorran la escabechina y la más que probable traición de Bernando.
Este pasaje vuelve sobre mí repetidamente.
Ayer, sin ir más lejos, acudí con un grupo de voluntarios a una infravivienda oculta tras una enorme valla publicitaria en unas obras en el centro de Madrid. Sobreviven allí un grupo de personas sin techo, mayoritariamente magrebíes, que acaban de recibir la orden de desalojo inmediato. No tienen dónde ir y están lógicamente angustiados.
Los
voluntarios son jóvenes idealistas que ofrecen el consuelo y la ayuda
que pueden. Uno de ellos, llamado Eloy, propuso que nos quedáramos a
dormir allí, que respondiéramos con violencia si fuera necesario cuando
se presentara la policía. Los habitantes del chabolo parecían
emocionados ante la proposición: al fin y al cabo era pelear por su
casa. Son seres desesperados sin nada que perder, y bien recibirían unos
golpes por intentarlo.
De los voluntarios dudo -ni siquiera
fingieron entusiasmo al secundar la proposición-; y sobre todo dudo de
Eloy, que es conocido mío, y sé que se está doctorando con una tesis
sobre la moral en la postmodernidad, y además tiene beca para irse a
Nueva York en Enero. O sea, que a saber qué estupidez argüiría para
escabullirse al ver la primera bota del comisario.
Sobre la marcha
he conseguido sin grandes contrarréplicas que se desestimara la
resistencia activa. Creo que ante los sin techo he quedado como un
aguafiestas, un cobarde, o incluso un cómplice de la policía; me he
ganado su desprecio. Lo lamento, pero de hecho les he salvado de
arrestos solitarios y amoratados (y a Eloy de hacer el ridículo).
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