A principios de siglo XX el filósofo Ortega y Gasset y el escritor
Pío Baroja se enfrascaron en una polémica muy interesante. El primero,
en su empeño por poner a España a la “altura de los tiempos”, exigió que
se redujera la jornada laboral a cuarenta horas semanales para que así
los obreros tuvieran tiempo para leer a los clásicos y comprometerse en
los vaivenes políticos del país. Baroja, empero, más cínico y
sempiternamente resentido por un incidente que tuvo con sus empleados en
la panadería familiar, respondía que si los obreros tuvieran tiempo
libre lo malgastarían emborrachándose en los casinos de los pueblos.
Los argumentos de ambos autores son bastante representativos de las posiciones que surgen hoy entre la ciudadanía ante las propuestas de renta mínima o de abolición del trabajo obligatorio.
Hay quienes piensan que sin forzar a la gente a sudar por su salario
todo se irá al traste y nos dedicaremos a engordar en el sofá
animalizados y depresivos; otros consideran que la liberación humana
exige que no estemos obligados a cumplir con trabajos que no nos sean
gratos, que para eso están ya las máquinas.
La primera posición es la de los que tienen una visión negativa del ser humano, al que consideran incapaz de funcionar sin palo o zanahoria. Los segundos son más optimistas y ven en el desarrollo tecnológico la posibilidad de dedicarse al cultivo de la felicidad, algo así como Aristóteles cuando defendía que existieran esclavos para que sus propietarios pudieran dedicarse a la filosofía en lugar de mancharse las manos con los arados y las calderas. Nuestros esclavos serían de silicio y metal.
La cuestión es que
los partidarios de que trabajen las máquinas son a los que el devenir
histórico está dando la razón. Objetivamente sobra mano de obra y ahí
están las estadísticas del paro para probarlo. Y la
mecanización hace innecesario tanto empleo que se tiene que crear
artificialmente, torpedeando la sustitución de hombres por máquinas e
inventándose ciclos de producción y consumo que no existen por demanda
real. Ya hay, por ejemplo, una nueva generación de microchips que son
capaces de comunicarse entre sí y hacer funcionar solos cadenas de
montaje o incluso cafeterías. En cuanto se comercialicen, millones de
habitantes del globo perderán su trabajo. Esto puede ser una tragedia
que se intente subsanar como siempre, es decir, sacándose de la chistera
nuevos, caros e innecesarios puesto laborales, o verlo como una
oportunidad para que estos desempleados reciban una renta y se dediquen a
vivir con tranquilidad y sosiego.
Inevitablemente, antes o
después se llegará a la conclusión de que es más rentable y sostenible
pensar una sociedad en la que el trabajo sea voluntario y de pocas
horas, y que las personas dediquen casi todo su tiempo de vigilia al
desarrollo de sus aficiones.
Luis Racionero publicó un libro en los años ochenta llamado Del paro al ocio que no ha perdido vigencia. Ahí
dice que el gran reto de los académicos e intelectuales es pensar esa
sociedad del ocio. Por supuesto que si paramos de trabajar de golpe la
sociedad no aguantará; habrá que hacerlo gradualmente. Racionero propone
regresar a los valores clásicos en lugar de la ética puritana
industrial de los países del norte, aunque quizá esto tiene algo de
idealización de su amado Mediterráneo más que propuesta real. Pero hace
otras sugerencias con más o menos fortuna, como la creación de
“eco-regiones” altamente tecnificadas o que el viajar y estudiar a
cualquier edad sean derechos constitucionalmente reconocidos. Pero sobre
todo –y esta es la idea más interesante del libro- exhorta a pensar el
mundo que inevitablemente viene, con sus nuevas formas de relacionarse,
de hacer arte o habitar ciudades.
Los cambios ya se dan y si no lo hacen con más gravedad es porque hay poderes que evitan que suceda. Porque medios y dinero hay para que no tengamos que trabajar. Lo único que nos detiene es que estamos hablando de crear una nueva civilización, y eso asusta y conmueve los cimientos de nuestra existencia. Sin embargo hay que empezar a reflexionar. Es momento de que académicos e intelectuales justifiquen su sueldo y analicen cómo sería ese cambio civilizatorio y lo preparen, sobre todo para que el fin del trabajo obligatorio siga una vía orteguiana, con nuevas e ilusionantes posibilidades para el ser humano, nuevas formas de cultura y libertad. La alternativa es que el escepticismo burlesco de don Pío sea el que triunfe, o sea que descarrilemos en una especie de distopía de holgazanes insustanciales.
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