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Clement Rosset (1939) es un pensador francés
filosóficamente germanizado cuya obra gira en torno a lo Real y su
Doble. Lo Real es lo que tiene identidad, lo que existe, y que sin
embargo no es nada importante o perdurable. Nos inventamos su Doble para
creer que hay algo más que lo Real. O sea, nos creamos diariamente
ilusiones, religiones o narraciones varias que den sentido a la
existencia para no pegarnos un tiro ante la evidencia de lo puerco que
es este mundo. El engaño básicamente se sostiene por la alegría, una
pasión irracional y necesariamente absurda sin la que no podríamos
vivir.
Uno de sus textos más interesantes es La fuerza mayor,
que se publicó en un libro del mismo título donde además incluía dos
breves estudios sobre Nietzsche y Cioran.
La
fuerza mayor a la que se refiere es la mencionada alegría. Para Rosset
es lo que nos hace seguir vivos. Y sin embargo es una paradoja, ya que
no hay motivos reales para estar alegres; el ser humano no sabe precisar
por qué lo está, o si analiza las razones se dará cuenta de que son
insustanciales, de que hay “incompatibilidad entre la alegría y su
justificación racional”. La alegría es pues una “liberación de
responsabilidades”, pero tan fútil que para sostenerse necesita de un
“carácter totalitario”. Las personas alegres, y sobre todo los grupos
alegres, actúan totalitariamente, no admiten disidentes, nadie que
pretenda ser un contrapunto racional a sus instantes de regocijo (Rosset
no lo menciona, pero los aburridos en las fiestas de fin de año vienen a
la cabeza).
Tarifa es una población de
pescadores que hace las veces de enclave surfero en la costa gaditana.
Frecuentado por turistas hippiescos tanto nacionales como extranjeros,
todos parecen igualmente hermosos y felices. Vienen en caravanas, van
cuidadosamente desaliñados, bailan y juegan con malabares. Un magnífico
escaparate de la despreocupación y el goce occidentales. En la llamada
playa de Bolonia las chicas se han quitado la tanga y sonríen
picaronamente ante nuestras rijosas miradas.
Desde allí
contemplamos una isla enorme que reina en el horizonte, conectada con el
pueblo por unos metros de dique. Es la Isla de las Palomas, un antiguo
fortín militar reconvertido en centro de internamiento para los
inmigrantes ilegales que llegan en pateras. Esperan ahí para ser
deportados. Hay gente que quiere cerrarlo porque dicen que tiene
condiciones infrahumanas.
La contradicción es sobrecogedora.
Imaginar lo que tiene que ser hacerse miles de kilómetros, cruzar el
Estrecho y sobrevivir para ser encerrado allí. Pero sobre todo bordear
esposado la línea de costa en una furgoneta de la Guardia Civil y que
todo lo que veas de Europa sea este vergel prohibido de la playa de
Bolonia.
No hay ser humano con un mínimo de sensibilidad que pueda seguir festejando alegremente entre daiquiris y escandinavas en tetas. Estar alegre a los pies de la Isla de las Palomas sería la perfecta ilustración de la alegría que describe Rosset.
Sin embargo el filósofo deja una opción salvífica que nos permite salir adelante: distingue entre alegría ilusoria y alegría paradójica. La alegría ilusoria consiste en la fantasía de que lo trágico de la existencia ha sido superado. Por ejemplo, si les mencionamos a todos estos jóvenes encantados de haberse conocido lo que es esa isla se enfadarían y nos tacharían en aguafiestas. La alegría paradójica sin embargo requiere ser conscientes de lo irremediablemente trágico de la existencia; o sea, querer saber a pesar de que entonces nunca podremos ser plenamente felices. O no rendirse a pesar de la Isla de las Palomas; sonreír con mirada triste.
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