La parisina Simone de Beauvoir relata en Norteamérica al desnudo
su periplo por los Estados Unidos. Hay muchas páginas memorables de
este libro, como una en la que cuenta que le desconcierta la deferencia
de los empleados que le dispensan distintos servicios. Ella, tan
concienciada políticamente, reflexiona sobre si se trata una amabilidad
“servil”, pero concluye rotundamente que no, que es una amabilidad
“comercial”. O sea una amabilidad libre pero vinculada al intercambio de
bienes. Y parece gustarle al final esta nueva forma de relacionarse.
Cualquier
europeo que haya visitado la ribera izquierda del Atlántico habrá
experimentado un desconcierto similar al de Beauvoir. Acá estamos
habituados a que la atención al cliente se considere una parte
prescindible del comercio. Y dentro del mundo de la hostelería, en
España al menos, hasta cierta grosería parece que nimba al local como de
más auténtico.
El problema es que cuando nos acostumbramos a la
hospitalidad ya se hace muy complicado considerar genuino y gratificante
que un camarero gordo con un palillo en la boca nos reciba con gesto
arisco y un mero: “qu´va shé”. Y si a eso le añadimos que en estos
locales autóctonos sostener un libro lo pueden interpretar como de mal
gusto, cuando no un insulto si hay, como casi siempre por cierto, fútbol
de fondo, pues para qué ni entrar.
Así que cuando queremos un
café, que además que nos traten con amabilidad -aunque sea “comercial”-,
y luego poder leer un rato sin sentir que profanamos un lugar santo, lo
mejor es recurrir a Starbucks o cualquier cadena de cafeterías que
haya copiado un poco el concepto. La música suele ser tranquila, no hay
pantallas de televisión, raramente entran jaurías de hooligans a hacer
el gañán, y es cierto que todo es un poco más caro, pero también hay
ofertas y expresos a 1.60 e.
Eso justo es lo que yo pago por
pasarme en mi Starbucks un mínimo de dos horas cada mañana temprano,
tecleando estos textos, navegando por internet, tranquilo, rodeado de
cortesía. Sé que en el centro de Madrid hay cafeterías similares con más
personalidad, independientes, donde se puede hacer lo mismo y encima no
financiamos corporaciones gringas. Pero me temo que en el noroeste
capitalino las franquicias son lo más parecido a un reducto cosmopolita
(También los centros comerciales, que albergando Fnacs han conseguido
lo inimaginable: ¡qué haya librerías en el extrarradio!)
La vida
es dura lejos de los barrios mesocráticos. El noroeste es un secarral de
estímulos intelectuales. El metro ayuda porque ciertamente nos deja en
Lavapiés y Callao con rapidez, pero no siempre apetece o se puede
desplazar uno. Y cuando la microvivienda amenaza con ahogarnos en
nuestras propias neuras y hay que salir de casa con urgencia, es bueno
saber que podemos ir a un café globalizado o merodear por una
macrocadena de librerías.
La otra opción son los horrísonos ritmos del
reggetón, los antisemitas bares manolo con patas de cerdo colgando, las
peñas futboleras, las chonis comiendo pipas en los parques, los viejos
jugando petanca…yo agradezco a los dioses del mercado que la
diversificación del consumo haya permitido que en mi españolísmo barrio
haya un poco de su geocultura global. Larga vida a Starbucks.
No hay comentarios:
Publicar un comentario