11.7.17

balada del starbucks




La parisina Simone de Beauvoir relata en Norteamérica al desnudo su periplo por los Estados Unidos. Hay muchas páginas memorables de este libro, como una en la que cuenta que le desconcierta la deferencia de los empleados que le dispensan distintos servicios. Ella, tan concienciada políticamente, reflexiona sobre si se trata una amabilidad “servil”, pero concluye rotundamente que no, que es una amabilidad “comercial”. O sea una amabilidad libre pero vinculada al intercambio de bienes. Y parece gustarle al final esta nueva forma de relacionarse.

Cualquier europeo que haya visitado la ribera izquierda del Atlántico habrá experimentado un desconcierto similar al de Beauvoir. Acá estamos habituados a que la atención al cliente se considere una parte prescindible del comercio. Y dentro del mundo de la hostelería, en España al menos, hasta cierta grosería parece que nimba al local como de más auténtico.

El problema es que cuando nos acostumbramos a la hospitalidad ya se hace muy complicado considerar genuino y gratificante que un camarero gordo con un palillo en la boca nos reciba con gesto arisco y un mero: “qu´va shé”. Y si a eso le añadimos que en estos locales autóctonos sostener un libro lo pueden interpretar como de mal gusto, cuando no un insulto si hay, como casi siempre por cierto, fútbol de fondo, pues para qué ni entrar.

Así que cuando queremos un café, que además que nos traten con amabilidad -aunque sea “comercial”-, y luego poder leer un rato sin sentir que profanamos un lugar santo, lo mejor es recurrir a Starbucks o cualquier cadena de cafeterías que haya copiado un poco el concepto. La música suele ser tranquila, no hay pantallas de televisión, raramente entran jaurías de hooligans a hacer el gañán, y es cierto que todo es un poco más caro, pero también hay ofertas y expresos a 1.60 e.

Eso justo es lo que yo pago por pasarme en mi Starbucks un mínimo de dos horas cada mañana temprano, tecleando estos textos, navegando por internet, tranquilo, rodeado de cortesía. Sé que en el centro de Madrid hay cafeterías similares con más personalidad, independientes, donde se puede hacer lo mismo y encima no financiamos corporaciones gringas. Pero me temo que en el noroeste capitalino las franquicias son lo más parecido a un reducto cosmopolita (También los centros comerciales, que albergando Fnacs han conseguido lo inimaginable: ¡qué haya librerías en el extrarradio!)

La vida es dura lejos de los barrios mesocráticos. El noroeste es un secarral de estímulos intelectuales. El metro ayuda porque ciertamente nos deja en Lavapiés y Callao con rapidez, pero no siempre apetece o se puede desplazar uno. Y cuando la microvivienda amenaza con ahogarnos en nuestras propias neuras y hay que salir de casa con urgencia, es bueno saber que podemos ir a un café globalizado o merodear por una macrocadena de librerías. 

La otra opción son los horrísonos ritmos del reggetón, los antisemitas bares manolo con patas de cerdo colgando, las peñas futboleras, las chonis comiendo pipas en los parques, los viejos jugando petanca…yo agradezco a los dioses del mercado que la diversificación del consumo haya permitido que en mi españolísmo barrio haya un poco de su geocultura global. Larga vida a Starbucks.

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