2.1.18

Materiales para una crítica del futbolismo I


Ojalá el fútbol entonteciera al país y ojalá pensaran en el fútbol tres días antes y tres días después del partido. Así no pensarían en otras cosas más peligrosas.
Vicente Calderón

Es un tópico decir que los días en que hay partidos de fútbol importantes las calles se quedan desiertas. La verdad es que paseo por el centro mientras están retrasmitiendo la final de la Champions, y la capital rezuma viandantes que se mueven felizmente ignorantes de lo que 22 gañanes en calzoncillos hacen en las pantallas de televisión.

 ¿Es realmente tan popular el fútbol como nos dicen? Luis María Ansón asegura que el teatro tiene anualmente más espectadores presenciales que el fútbol; además las mediciones de audiencias televisivas hablan de un máximo de diez millones de televidentes en los súper partidos imprescindibles que se supone que no hay que perderse –lo que significa que más de tres cuartas partes de los ciudadanos pasan de verlos.

O sea, si no es tan importante socialmente como nos dicen ¿es al menos rentable económicamente? La verdad es que no lo es, y la Liga en su conjunto ha sido reflotada varias veces con dinero público. Los equipos deben hoy a la Agencia Tributaria millones y millones de euros que no pagan por una especie de bula que tienen, ya que vivimos en un país en que  una anciana puede ser desahuciada de su casa por no pagar cien euros, pero un club deficitario puede gastarse 500 millones en un fichaje.

Una vez que descartamos lo que supuestamente deberían de ser los sustentos de  este tipo de fenómenos, el apoyo popular y la plusvalía, nos queda preguntarnos el porqué de toda esta maquinaria mediática que no nos deja ni a luz ni sombra, que nos atosiga con el deporte rey a cada momento de nuestra existencia.

La respuesta es que el fútbol es una ideología. Configura una sociedad determinada con todos los mensajes que manda directa o indirectamente. Está orientado a controlar a los sectores menos ilustrados de la población, a los que impone un modelo de masculinidad primaria (aunque últimamente un poco ambigua si nos fijamos en las cejas de Ronaldo); y luego les sugiere que enriquecerse depende más de la suerte y la picaresca que del trabajo esforzado. Los futbolistas son así paradigmas de la máxima culminación existencial que se tolera para los desheredados: convertirse por azar en un nuevo rico políticamente inofensivo que derrocha su dinero en horteradas (véanse los pendientes de Ronaldo).

Los pobres son los verdaderos aficionados, son lo que lloran y son felices únicamente por las vicisitudes de su equipo. Y además son los únicos que realmente pagan por el fútbol, les cuesta sus ahorros. Los poderosos más bien pretenden que les afecta para sentirse parte de un supuesto pueblo, o directamente utilizan el deporte para medrar desde la indiferencia afectiva (como Florentino Pérez).

Y por supuesto que no todos los pobres son aficionados, y también los hay en las clases medias. Porque hay una variante psicológica que trasversaliza el perfil del aficionado: la profunda mediocridad existencial. El aficionado es alguien con una vida sin brillo, con una individualidad débil, que necesita sentirse parte de algo superior. De ahí que hable en primera persona del plural, “vamos a ganar”, cuando él no va hacer absolutamente nada.

El fútbol se ceba con los menos afortunados económica e intelectualmente, es otra manera que tienen los de arriba de someternos. De ahí que los que han nacido con más talento y ceros en la cuenta bancaria, cuando se ponen el plan populista a defender lo indefendible, se convierten en un ejemplo de abyección moral.     

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