21.5.18

El amanecer de los derechos del hombre, de Jean Dumont



Si nos fiáramos de los libros de historia concluiríamos que debemos todos los avances que ha habido desde las cavernas a los estadounidenses y a los europeos (del norte, claro). El resto de las gentes oscilamos entre el oscurantismo y el subdesarrollo patológico. Según esta visión mainstream de la historia, los españoles, como los chinos o los egipcios, no existen realmente, o si existen es solo como espejo exótico y negativo de los valores civilizatorios. 

Los españoles son definidos sistemáticamente como seres extraños refractarios a la modernidad, que atravesaron el Océano sedientos de sangre y oro, con mentalidad todavía de la Edad Media, y con el demonio de la Inquisición corriendo por sus venas. El Descubrimiento de América fue según esta visión, por supuesto, una barbarie sin matices (y de hecho fue una barbarie, pero habría mucho que matizar). 

La realidad es que el siglo XVI español fue una oscilación entre la ignominia y la grandeza. Unos centenares de desheredados con paludismo conquistaron en poco tiempo una extensión de territorio sobrecogedora. Además sus libros de crónicas son un legado impagable a humanidad, ya que nunca había sido descrito con tal profundidad y maestría la aparición del Otro. 

Y por primera vez un imperio invencible dialogaba sistemáticamente con letrados humanistas que desde la metrópoli impugnaban cada una de sus victorias. Este último aspecto es especialmente silenciado; si bien no redime los crímenes y el horror causado, es de un interés mayúsculo. El amanecer de los derechos del hombre. La controversia de Valladolid de Jean Dumont cuenta este hecho sorprendente. 

La mejor síntesis del libro está en la cita introductoria, sacada de Lewis Hanke: “Fue en 1550, el mismo año que el español había alcanzado el cenit de su gloria. Probablemente nunca, ni antes ni después, ordenó como entonces un poderoso emperador la suspensión de sus conquistas para que se decidieran si eran justas”. La obra de Dumont es de historia; rigurosa y académica. Sin embargo se lee con la emoción de un novela. Nos presenta el escenario, Valladolid, donde Carlos V ha decidido que quiere plantearse si la Conquista es moral (también le preocupa, claro, que los conquistadores se conviertan en una nueva aristocracia ingobernable) y convoca a los hombres más sabios del Reino para que debatan. 

Luego el autor introduce a los dos protagonistas principales del drama, que caminan despacio a un fatal duelo dialéctico que puede cambiar, literalmente, el mundo. Uno es Bartolomé de las Casas, dominico, de formación intelectual poco sólida, pero apasionado y prolífico escritor; su idea es devolver América a los indios, que los españoles abandonen ese territorio por las buenas. El otro es Ginés de Sepúlveda, brillante aristotélico, el primer moderno de Europa; privilegia la razón de Estado frente a las cuestiones éticas, convencido de la inferioridad de los no cristianos, cree que hay que hacer guerras humanitarias para civilizarlos. 

También hay personajes secundarios, como Francisco de Vitoria o Domingo de Soto, que aportan sus teorías sobre los derechos individuales, la política internacional y sus ordenamientos jurídicos, las relaciones entre lo que se puede hacer y lo que se debe hacer…es decir, sientan las bases teóricas del mundo actual. 

Le suceden unas jornadas apasionantes en las que los contendientes se disparan argumentos. Hay giros de guion, pequeñas victorias, y una radicalización que se mezcla con cierta empatía entre ambos. Como ocurre a menudo, Ginés Sepúlveda ganó la batalla y la Conquista prosiguió, pero fue Bartolomé de las Casas el que se convirtió en leyenda; es al que hoy se considera el héroe de la tragedia. 

La lectura de este libro desbarata los prejuicios ideológicos en los que se mueve la mentalidad europea actual. Es magnífico, pero adolece de cierta inocencia al no ver las dobles intenciones y los frecuentes intereses cínicos de sus protagonistas. Si se complementa con el más maquiavélico ¿Qué imperio? de José Luis Villacañas, por ejemplo, que habla de los usos propagandísticos que hacía Carlos V de los hombres de letras que merodeaban por la corte, hegemonizando un día a los erasmistas, otro a los belicistas, a veces a Casas, otras a Sepúlveda, siempre según su agenda política y en interés de su reinado, se le priva a la historia de aureola épica, pero se gana en profundidad. 

Pero esa decisión se la dejamos al gusto del lector.

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