Hay
libros que no son especialmente buenos, pero tienen a su favor que conectan con
lo que se murmura en las calles. Contra
la democracia del norteamericano Jason Brennan sirve como ejemplo. Escrito
antes del triunfo de Trump o del Brexit, pero con la percepción de que algo funcionaba
mal desde hacía tiempo en los sistemas democráticos, estos resultados
electorales inesperados lo convirtieron en un fenómeno sociológico en los
países anglosajones.
Acaba
de ser traducido y publicado en nuestro país.
El
libro carece de argumentos sólidos y una bibliografía potente; tiene algo de
panfleto que realmente no se toma en serio a sí mismo, pero sin duda es
desafiante y desordena muchos tropismos ideológicos. Sabe cómo ser polémico;
aunque menos de lo que esperaba el autor, que confiesa en el prólogo que hace
cinco años este libro no hubiera despertado interés.
La
tesis se puede resumir diciendo que para Brennan la democracia es un sistema
que solo funciona en la teoría, en la ficción, es decir, como conjunto de
“argumentos semióticos”: simboliza cosas
como la libertad, la posibilidad de elegir al gobierno, la moralidad de la
polis,… pero en la realidad el individuo no tiene capacidad de decisión alguna,
las gentes votan irracionalmente y sin estar informados, la política de tan
baja calidad provoca el enfrentamiento entre conciudadanos, y por supuesto los
políticos están poco preparados y además son oligarcas elegidos mediante unos
procesos tramposos. Al final de tanto dislate inevitablemente la sociedad se
dota de unas leyes y unos programas de acción ineficaces y contrarios al
interés general.
Gran
parte del libro se dedica al estudio de los votantes, en este caso
norteamericanos, pero las conclusiones son extrapolables a cualquier país donde
se vote a los que dan las órdenes y medran con el presupuesto público.
Brennan
sostiene que hay tres tipos de ciudadanos según su forma de comportarse en la
esfera política: los primeros serían los “hobbits”, que como en la novela de
Tolkien son unos paisanos a los que les gusta vivir en la comarca, beber vino y
hacer fiestas, ligar con la vecina, y que les molesten lo menos posible con las
cosas de la política; los hobbits no votan en las elecciones de la Tierra Media
y les importa bastante poco quién sea rey y por qué; es más, hay que obligarles
a implicarse desde fuera, cuando lo mejor sería dejarles en paz.
Luego
están los “hooligans” que son gente que algo entiende de política, pero siempre
de manera sesgada; eligen informarse solo por medios afines y militan contra
los del otro bando sin tener muy claro si quiera lo que propone el suyo; caen
en actos inmorales con facilidad debido a lo obtusos que son políticamente, si
bien pueden ser unas personas magníficas en su vida privada.
Y
finalmente encontramos a los “vulcanianos”, analíticos como Spock, que tratan
de formarse en ciencias sociales, de elegir siempre ponderadamente y rechazando
lo abyecto, vigilantes de que los políticos no se la cuelen por mucho que sean
de su cuerda ideológica, y dispuestos a fomentar la prosperidad y el entendimiento.
Por supuesto esta última clase de votantes son una minoría ínfima, y el hecho
de que su voto cuente tanto como el de los hooligans -los hobbits por lo menos
no votan- es una coacción contra su libertad y en consecuencia no hay nada
defendible en ello.
El
autor aboga por una “epistocracia”, un gobierno de los sabios. No pretende que
se prive de votos a priori a los hooligans o los hobbits, aunque tampoco le
hace ascos a ello, más bien sugiere que los vulcanianos puedan votar más veces,
que se les pida su opinión en temas concretos y según sus capacidades, que
tendrían que demostrar en exámenes o pruebas parecidas.
El
libro no convence, pero sí alerta. Y es muy diciente del nivel de
descomposición que estamos alcanzando el que sus tesis sean temas de debate hoy
en Estados Unidos.
Hay
que esperar para ver cómo se lee aquí.
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