16.6.18

El año del pensamiento mágico, de Joan Didion


En el documental de Netflix sobre Joan Didion hay un momento que es entre abyecto y glorioso, ése en el que le preguntan que qué pensó cuando vio a un niño de seis años adicto al crack y ella contesta que pensó que ahí había material para un gran artículo. Tras esa respuesta epatante hay una coherencia de alguna manera admirable. Didion tiene alma de reportera que sabe no implicarse, y esa misma frialdad aparente la vuelca contra sí misma en El año del pensamiento mágico, donde describe lo que le sucedió en el 2004, año en que con muy pocos días de diferencia su hija fue hospitalizada de urgencia (moriría poco después) y su marido falleció de un infarto delante ella.

Hay un texto de Julián Marías ya anciano en el que dice que llega un punto en la vida en el que “en el nosotros hay más muertos que vivos”. En el libro de Didion se podría añadir un “súbitamente” al principio de la frase. No solo se queda viuda  y su hija muere (por supuesto, es ya un tópico decir que no hay nombre para cuando los padres pierden al hijo), sino que todo sucede muy rápido. Ella es la superviviente azarosa de cuarenta años de matrimonio y treinta y nueve de maternidad.

Didion lo cuenta todo con una supuesta distancia, pero siempre tenemos la sensación de que solo está intentando objetivarse en el reportaje sobre su dolor, porque de hecho habla al borde del llanto. El libro tiene algo del convencionalismo del luto; ahuyentamos el dolor mediante rituales y lugares comunes. Aquí es una escritora que se agarra a lo que mejor sabe hacer: escribir. De hecho en una entrevista de El País reconoce que contarlo todo tuvo algo de terapéutico.    

En uno de los capítulos afirma que no hay mucho escrito sobre el proceso del duelo, sobre lo que significa la muerte de un allegado, y que eso fue un acicate. Didion consigue con creces un libro importante, uno de esos que acompañan y se quedan en el recuerdo del lector. Si hubiera querido hacer algo más lírico y con más vocación de “gran literatura” se hubiera perdido su veracidad. Aquí usa a veces un tono periodístico y nos habla de estudios científicos, de sus propias investigaciones y de sus archivos de Word. Hay anécdotas que cuenta en las que es imposible no reconocerse, como cuando no quiere guardar los zapatos de su marido muerto por si los necesita más adelante, o cómo no quiere mirar a los lados en la calle para no ver restaurantes y tiendas que le recuerden las excursiones familiares. Las descripciones que hace de las sensaciones fisiológicas de una persona que acaba de perder a un ser querido también son inolvidables.

En el libro no explica exactamente el porqué del título, pero en la entrevista mencionada del El País dice que tiene que ver con estudios de antropología que explican que en algunas culturas se considera que se puede cambiar el rumbo de los acontecimientos con la mente, algo que ella se plantea a lo largo del libro, si hubiera podido hacer algo para evitar tanta calamidad. También se puede referir a la suspensión de la racionalidad que ella demuestra y la mayoría de los que han perdido a alguien, que se muestran incapaces digerirlo usando el sentido común.

Además, por cierto, del estudio que hace de la viudez, también tiene párrafos muy acertados sobre lo que implica el matrimonio, en concreto uno como éste que fue larguísimo y parecía bien avenido y además con profesiones en común (él era el escritor John Dunne). Habla de las “jornadas enteras pobladas con la voz del otro”; afirma que “el matrimonio es memoria” y por eso es tan difícil volver a casarse, así como otras reflexiones y recuerdos de tiempos felices que son ráfagas de vida compensando el relato principal.   

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