The Wire es una serie de televisión que no se
ve, se experimenta. De los muchos momentos inolvidables resuena especialmente
la frase final del protagonista, el policía Jimmy McNulty, cuando dice que se acabó, que hay
que volver a casa.
Desolador.
Nuestro héroe se rinde. Tras cinco temporadas intentando salvar su pedazo de
Baltimore, decide que toca dejar la esfera pública y centrarse en la familia y
en los amigos, en las personas más próximas a él. McNulty nos musita que no ha
podido acabar con la corrupción y el crimen, pero que todavía está a tiempo de enmendarse,
de ser un buen padre e incluso ganarse el perdón de su ex esposa. Y se va a
casa. Tal cual.
Cuando
vi The Wire hace años me pareció la
crónica de una derrota. Revisitando ahora la serie me lo sigue pareciendo, pero ya sin
exclamaciones. Como la derrota, mi propia derrota, no me parece ya tan trágica,
le he entendido perfectamente ¿Qué sentido tiene seguir recibiendo disparos, defendiendo
a gentes que no conoce si de hecho su vida no es tan mala y tiene tanto que
perder? Ya ha cumplido. Adiós muy buenas a todos.
La
derrota es un repliegue por hartazgo. Jóvenes queremos conocer a todas las
personas que puedan ampliar nuestro horizonte y arder en los fuegos de nuestro
tiempo. Maduros nos conformamos conque nos traten bien y poder desayunar sin
prisas. Lo que antes no concebíamos, como vivir en un barrio residencial con cartografía
de isla de aburrición, ahora es a todo lo que se reduce nuestra ambición vital.
En lugar de amigos interesantísimos y en la onda, lo que nos gusta es charlar en
el parque con otros paseantes de perros igual de ajados que nosotros mismos. En
vez de participar en la rex publica, cruzamos los dedos para que ésta
se mantenga lo más lejos posible de nuestro mundo.
McNulty,
el héroe que todos fuimos, se repliega. Presentimos que además habrá desconectado
el teléfono, por si acaso.
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