12.10.18

Muerte de un apicultor, de Lars Gustafsson



Tal vez el lugar común por excelencia sea la muerte. Nuestros seres queridos se mueren, nosotros nos morimos; la muerte siempre aguarda. Somos la única especie que desde su origen remoto sabe que esto se termina. No porque tenga un vago instinto que le avisa de que corra al ver al león, sino que racionaliza y es consciente de que cuando aparece el león todo puede volverse oscuridad, y entonces ya no habrá mañana en el que abrazar a los hijos o contemplar el sol ponerse desde la colina.
Las religiones han cumplido muy bien durante milenios a la hora de contarnos lo que es la muerte y narrarnos hermosos cuentos que nos ayuden a sobrellevarla. Pero ahora ya no están y nadie nos susurra palabras salvíficas. Nunca habrá un relato ateo de la muerte que nos convenza realmente. Los intentos de la filosofía en el siglo XX por hacerlo han sido necesariamente patéticos.
El león ahora nos da mucho más miedo, lo que no quiere decir que añoremos las canciones de cuna.
Sin necesidad ni de regodearse mórbidamente en un tema que no tiene por qué ser central en la vida, ni evitarlo radicalmente como si nunca fuera a pasar, tratar el asunto de la muerte tiene un cierto interés que oscila entre lo intelectual y el manual de autoayuda. Pero cualquier pensador que intente sistematizar y dar respuestas conclusivas sobre la muerte desde la increencia está condenado al fracaso. 
Hay escritores sin embargo que han dejado testimonio personal ante su inminencia, como Harold Brodkey en Esa salvaje oscuridad. La historia de mi muerteo buenas novelas como La muerte de Ivan Illich de Tolstoi, que describe bien el proceso.

Muerte de un apicultor, del sueco Lars Gustafsson, apareció en 1978 y es lo que hoy llamaríamos autoficción (el Gustafsson real murió hace un par de años). Cuenta en primera persona los últimos años de vida de un enfermo terminal, trasunto del autor, anegado en dolores y recuerdos . Está escrito con un artificio literario bastante bien elegido: el autor se presenta como un editor que encontró tres libretas escritas en distintas épocas por el protagonista, un apicultor llamado Lars Westin, y nos las muestra alternadas, por lo que no todo se narra bajo el signo de la enfermedad. Nos evita así cierta salmodia fúnebre, y conocemos al personaje cuando todavía no estaba en la última etapa de su existencia.
Es la vida y muerte de un hombre que no ha hecho grandes cosas en su vida. Amó sin entusiasmo a alguna mujer, tuvo hijos de los que no nos dice ni el nombre, vivió en una comunidad pequeña a la que educadamente despreció, y se dedicó a la cría de abejas. Pasó por el mundo como se fue, sin hacer ruido ni molestar a nadie. Como cualquiera de nosotros.
Muerte de un apicultor no es en ningún momento un libro sórdido o tremendista. Su prosa es de gran belleza y evita la autocompasión; de hecho el protagonista repite constantemente “Empezamos de nuevo. No nos rendimos”. No hay una moraleja o una revelación final que nos reconcilie con la muerte o abra las puertas a cierto sentido trascendental. En todo momento nos queda claro que la muerte es injusta, que no hay nada bueno en ella ni mucho menos un más allá, pero que tampoco sirve de nada gesticular indignación, que nuestro triunfo es irnos con serenidad.
O sea, que Muerte de un apicultor es a todo lo que podemos aspirar los que odiamos a la muerte y creemos que cualquier forma de justificarla es infame: nos vamos porque no nos queda otra, y todos los que quieren ver algo bueno en ella pueden irse a (su) infierno.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Por fin un libro que leí en su momento, y es de esos que te ayudan a estar aposentado en el día a día, empezando de nuevo,reconocíendote como tierno,aburrido y solitario animal humano, camino de la decrepitud y de la muerte.
La vida sin mi tambíen es una película de esas que miran a la muerte