Tal
vez el lugar común por excelencia sea la muerte. Nuestros seres queridos se
mueren, nosotros nos morimos; la muerte siempre aguarda. Somos la única
especie que desde su origen remoto sabe que esto se termina. No porque tenga un
vago instinto que le avisa de que corra al ver al león, sino que racionaliza y es
consciente de que cuando aparece el león todo puede volverse oscuridad, y
entonces ya no habrá mañana en el que abrazar a los hijos o contemplar
el sol ponerse desde la colina.
Las
religiones han cumplido muy bien durante milenios a la hora de contarnos lo que
es la muerte y narrarnos hermosos cuentos que nos ayuden a sobrellevarla. Pero
ahora ya no están y nadie nos susurra palabras salvíficas. Nunca habrá un
relato ateo de la muerte que nos convenza realmente. Los intentos de la
filosofía en el siglo XX por hacerlo han sido necesariamente patéticos.
El
león ahora nos da mucho más miedo, lo que no quiere decir que añoremos las
canciones de cuna.
Sin
necesidad ni de regodearse mórbidamente en un tema que no tiene por qué ser
central en la vida, ni evitarlo radicalmente como si nunca fuera a pasar,
tratar el asunto de la muerte tiene un cierto interés que oscila entre lo intelectual
y el manual de autoayuda. Pero cualquier
pensador que intente sistematizar y dar respuestas conclusivas sobre la muerte desde
la increencia está condenado al fracaso.
Hay escritores sin embargo que
han dejado testimonio personal ante su inminencia, como Harold Brodkey en Esa salvaje oscuridad. La historia de mi
muerte; o buenas novelas como La muerte de Ivan Illich de Tolstoi, que
describe bien el proceso.
Muerte de un apicultor, del sueco Lars Gustafsson, apareció
en 1978 y es lo que hoy llamaríamos autoficción (el Gustafsson real murió hace un par de años). Cuenta en primera persona los
últimos años de vida de un enfermo terminal, trasunto del autor, anegado en dolores
y recuerdos . Está escrito con un
artificio literario bastante bien elegido: el autor se presenta como un editor que
encontró tres libretas escritas en distintas épocas por el protagonista, un apicultor
llamado Lars Westin, y nos las muestra alternadas, por lo que no todo se narra
bajo el signo de la enfermedad. Nos evita así cierta salmodia fúnebre, y
conocemos al personaje cuando todavía no estaba en la última etapa de su existencia.
Es
la vida y muerte de un hombre que no ha hecho grandes cosas en su vida. Amó sin
entusiasmo a alguna mujer, tuvo hijos de los que no nos dice ni el nombre,
vivió en una comunidad pequeña a la que educadamente despreció, y se dedicó a
la cría de abejas. Pasó por el mundo como se fue, sin hacer ruido ni molestar a
nadie. Como cualquiera de nosotros.
Muerte de un apicultor no es en ningún momento un libro
sórdido o tremendista. Su prosa es de gran belleza y evita la autocompasión; de
hecho el protagonista repite constantemente “Empezamos de nuevo. No nos rendimos”.
No hay una moraleja o una revelación final que nos reconcilie con la muerte o
abra las puertas a cierto sentido trascendental. En todo momento nos queda
claro que la muerte es injusta, que no hay nada bueno en ella ni mucho menos un
más allá, pero que tampoco sirve de nada gesticular indignación, que nuestro
triunfo es irnos con serenidad.
O
sea, que Muerte de un apicultor es a
todo lo que podemos aspirar los que odiamos a la muerte y creemos que cualquier
forma de justificarla es infame: nos vamos porque no nos queda otra, y todos
los que quieren ver algo bueno en ella pueden irse a (su) infierno.
1 comentario:
Por fin un libro que leí en su momento, y es de esos que te ayudan a estar aposentado en el día a día, empezando de nuevo,reconocíendote como tierno,aburrido y solitario animal humano, camino de la decrepitud y de la muerte.
La vida sin mi tambíen es una película de esas que miran a la muerte
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