30.1.19

Nicolás Gómez Dávila, un pensador reaccionario colombiano



INTRODUCCIÓN

Vivir con lucidez una vida sencilla, callada, discreta, entre libros inteligentes, amando a unos pocos seres.
EI, 206

Nicolás Gómez Dávila se guardó bien de dejar biografía. No hay casi información sobre su vida, mucho menos de hitos relevantes sobre los que armar una interpretación de su personalidad y obra. Casi inevitablemente surgió la leyenda: era un odiador de su tiempo y sus compatriotas que optó por la reclusión,un eremita atrincherado en una de las bibliotecas personales más grandes del país, un pensador refractario a cualquier influencia de las circunstancias.
Sabemos que nació en la capital de Colombia el 18 de Mayo de 1913, en el seno de una familia rica y prestigiosa que contaba con el prócer Antonio Nariño entre sus ancestros. A los seis años se traslada con sus padres a Francia, donde estudia en un colegio benedictino, del que ni si quiera a sus amigos e hijos quiso nunca especificar el nombre. Pronto enfermó de neumonía y tuvo que guardar cama durante dos años, siguiendo sus estudios con profesores particulares. Además en algún momento de su juventud sufrió un accidente jugando al polo que lo dejó incapacitado de por vida para grandes esfuerzos físicos. A los 23 años regresa a Bogotá y se casa con Emilia Nieto Ramos. Tendrán tres hijos. En 1949 construye en el barrio de El Nogal una hermosa casa de estilo inglés, donde Gómez Dávila empieza a reunir los 30.000 volúmenes en el idioma original en su mítica biblioteca; leía en francés, alemán, inglés, griego y latín. Sin embargo jamás cursó estudios universitarios. En 1959 recorre Europa durante seis meses con su mujer. Nunca más volvió a salir de Colombia. Murió en el 17 de Mayo de 1994.
La reseña que escribe Mario Laserna Pinzón, que fue amigo suyo, para la Selección de Escolioscontradice un poco la visión al uso del pensador. Nos cuenta que poseyó un negocio textil en el centro de Bogotá que iba a supervisar una o dos veces por semana; que era consejero del Banco de la República; que era socio y asiduo visitantedel Jockey Club; y que su dedicación fue fundamental para la construcción la Universidad de Los Andes, la universidad privada más importante que existe en Colombia, y la única del país que hoy figura entre las doscientas mejores del mundo.
Además Laserna describe a un Nicolás Gómez Dávila afable y humilde, al que sus amigos llamaban Colacho, y que organizaba tertulias en su casa. El gran poeta y crítico Juan Gustavo Cobo Borda da razón también de estas reuniones dominicales, a las dice que asistían Álvaro Mutis y Ernesto Volkening.  Y Hernán Alejandro Olano García amplía la lista de contertulios con, entre otros, el ex presidente Alberto Lleras Camargo, el crítico Hernando Téllez y hasta un joven Gabriel García Márquez, que según parece dijo una vez que “si no fuera de izquierda, pensaría en todo y para todo como Gómez Dávila”.
La admiración que despertó en vida fue, empero, bastante circunscrita a los círculos intelectuales del acaudalado norte de Bogotá. No ayudó desde luego el propio desprecio de Gómez Dávila a publicitarse o publicitar sus libros.
El primero de ellos fue Notas, que se publicó en México en 1954 en una edición no comercial para regalar a sus amigos. Se trata de un cuaderno de notas, bosquejos, de casi quinientas páginas donde se adivinan ya los temas de toda la obra posterior y donde figuran algunos escolios.

En 1959 publicaTextos I, en la Editorial Voluntad de Bogotá. Es un libro breve, de capítulos sin nombre pero con cierta unidad temática, algunos son casi tratados autónomos, que iban a tener continuidad en un segundo volumen que nunca apareció.
Y luego están los Escolios, la gran obra en cinco tomos, más de mil páginas, que aparecieron espaciadamente y en distintas editoriales bogotanas:
En 1977 en el Instituto Colombiano de Cultura se publican los dos primeros volúmenes deEscolios a un texto implícito (que citaremos como EI y EII).  En 1986 en Procultura, ven la luz los dos siguientes Nuevos escolios a un texto implícito. (NI y NII). Y finalmente, en 1992, el Instituto Caro y Cuervo publica el último y únicoSucesivos escolios a un texto implícito (SE).
Ya en 1988, Nicolás Gómez Dávila dejó que la revista de la Universidad del Rosario incluyera su breve texto sobre derecho De Iure, que había escrito en 1970, para un número especial de homenaje que le dedicaron amigos y contertulios suyos. Y en 1995 apareció, ya póstumamente, El reaccionario auténtico en la Revista de la Universidad de Antioquía (ambos textos se encuentran con facilidad en internet).
Los libros, de ediciones pequeñas, no especialmente lustrosas, hubieran continuado siendo preciadas rarezas, o directamente libros perdidos sin la intervención del filósofo italiano FrancoVolpi y la editorial colombiana Villegas.
Paradójicamente fue el pequeño éxito de la edición italiana en el 2001 del primer tomo de los Escolios lo que hizo que Benjamín Villegas se lanzara a reeditar en Colombia toda la obra del gran pensador bogotano.
Ese mismo año, en la Colección Dorada de la editorial Villegas, apareció la Selección de escolios, una antología interesante pero que no suple la versión completa.Luego en el 2002 la reedición de Textos I. Y en el 2003, por fin, tras casi cincuenta años de aquella edición autofinanciada y restringida, las Notas pasaron a estar disponibles para el público general.
Y finalmente, el 27 de julio del 2004 la alta sociedad bogotana fue convocada en el Museo del Chicó -ese hermoso parque donado por el especulador Pepe Sierra a la alcaldía y que semeja una hacienda sabanera en plena capital-, y Volpi y Villegas anunciaron a la par la reedición de los todos los Escolios. Un año más tarde aparecerán en un lujoso cofre de seis libros, cinco para la obra gomezdaviliana y otro para el propio Volpi, que con su estudio El solitario de Dios, se reserva la introducción a los nuevos lectores del pensador colombiano.



GÓMEZ DÁVILA SEGÚN FRANCO VOLPI

Solo un talento evidente hace que le perdonen sus ideas al reaccionario, mientras que las ideas del izquierdista hacen que le perdonen su falta de talento
E II, 10

Franco Volpi (1952-2009) fue un filósofo italiano que murió en un infortunado atropello mientras montaba en bicicleta. Experto en Heidegger, Jünger, y la filosofía alemana en general, a finales de los ochenta unamigo le hizo llegar unos escolios de Gómez Dávila traducidos al alemán y quedó asombrado. Voló a Bogotá y se convirtió en el artífice de la traducción italiana dealgunos textos del desconocidísimo pensador colombiano. Además, su involucración fue decisiva en la reedición completa de Villegas. A él le debemos sin duda el conocimiento en Europa de la obra gómezdaviliana,que cada vez gana más seguidores. Sin embargo, también creemos que la visión de Volpi ha pesado demasiado en todos los estudios posteriores y que ya es hora, desde la gratitud, de empezar a pensar a Gómez Dávila desde nuevas perspectivas.
En una entrevista para Cambio 16 Colombia del 9 Agosto del 2004, Franco Volpi habla a propósito de Gómez Dávila. Sus respuestas reflejan cierta condescendencia hacia lo que el colombiano tiene de pensador y se centra en exaltar su lado de esteta. Dice que “lo importante en Gómez Dávila es el estilo” ya que sus ideas son incoherentes y “parecen el compendio de todos los lugares comunes de las derechas católicas”.
Es cierto, sin duda, que lo mejor del Gómez Dávila es su estilo y que sus ideas son incoherentes. Pero se merece algo más que ser reducido a un vocero de la derecha católica sin importancia. Sospechamos que Volpi también lo sabe, pero busca la indulgencia ideológica, desviar la atención de los planteamientos políticos de Gómez Dávila, que los tenía, para que los nuevos lectores puedan acercarse sin prejuicios.
En los cuatro textos de Volpien español sobre Dávila -El solitario de Dios (Prólogo a los Escolios, Editorial Villegas),Entre pocas palabras (Revista de filosofía Paradoja),Una voz inconfundible ypura(Prólogo a Notas, Editorial Villegas) y Un ángel cautivo en el tiempo (Epílogo a la Selección de Escolios-su apreciación es mucho más profunda y matizada que en Cambio 16, pero es muy diciente que para un medio generalista quiera quitar importancia al peso intelectual de Gómez Dávila, evitar que se le tome en serio, y reivindique exclusivamente su “poética”.
El primero de los textos mencionados de Volpi, El solitario de Dios, principia con la frase: “Hay escritores que parecen provenir de la nada”, y continúa desarrollando esta idea, que Gómez Dávila pertenece a una raza de autores sin contexto, “sin precedentes”, que “brotan imprevisiblemente en ambientes que le son ajenos”[1].
Nos es complicado imaginar en general un pensador sin circunstancia, pero dudamos mucho que aquí estemos ante un caso. Volpi hace una leve referencia a la dimensión nacional de Nicolás Gómez Dávila citando unos escolios despectivos hacia Colombia y otros no menos hostiles hacia América Latina. De ellos deduce una indiferencia total hacia el devenir del país y el continente. Pero por lo que vemos en la obra y en ciertos detalles de la vida de Gómez Dávila, Colombia era para él una realidad entrañable en su sentido literal. Tal vez le dolía, o le podía asquear, pero eligió quedarse cuando tenía dinero de sobra para irse; y su mundo intelectual, si bien tiene fuentes europeas, es propio de un latinoamericano de su tiempo y su clase social.
Por lo demás, la introducción cumple bien su función de acercar al lector a la obra gomezdaviliana. Repasa los pocos datos biográficos de los que se dispone y enumera las obras. Explica el origen de la palabra “escolio”, que viene del griego y se refiere  a las explicaciones o comentarios que escribían los “escoliastas” en los manuscritos o incunables, generalmente para aclarar párrafos complejos. Por supuesto eso le lleva al gran tema sobre el que los estudiosos del pensador colombiano no cesan de debatir: ¿Cuál es entonces el “texto implícito” al que se hace referencia en el título? Goméz Dávila nunca lo aclara y esto ha dado lugar a varias teorías, que veremos más adelante. En este caso,Volpi piensa que se trata de una obra perfecta, soñada, pero que nunca nadie escribirá.
Gómez Dávilahabla de las dos maneras de escribir: “una lenta y minuciosa, otra corta y elíptica” (Notas, 21). Escribir escolios, o sea “corto”, nos recuerda Volpi, es la manera de mostrar rechazo al sistema filosófico como tal; lo llama un “epicureísmo de la inteligencia”. Hay otra cita (Notas, 457) donde Gómez Dávila dice que la “filosofía ´pointilliste´”, “pide al lector gentilmente que haga la fusión de los tonos puros”. Podríamos entenderlo como una apelación al lector para que “construya” él mismo el sistema desde los fragmentos que le han sido dados.  
Volpi también hace referencia a los abundantes textos de Gómez Dávila sobre la cuestión erótica y sobre las mujeres. Son bastantes, algunos hermosos, otros perspicaces, aunque son menos que los que dedica al arte o a la historia, por ejemplo, y no entendemos por qué esa insistencia en Volpi en centrarse en ellos. De cualquier manera es cierto Gómez Dávila recalca mucho la sensualidad comoúnico medio de reconciliarse con la naturaleza corrupta del ser humano.De las mujeres Gómez Dávila tiene reparo en hablar y solo les dedica algunas frases, teme que el pensamiento sobre la condición femenina sea “una trivialidad envuelta en una grosería” (Notas, 203), pero no parece que tenga una visión negativa de ellas. De sus cuerpos, y del encuentro sexual, sí habla con cierta delectación.
Hay también un capítulo de El solitario de Dios donde Volpi escudriña el significado del término “reaccionario” para Gómez Dávila: es quien está contra todo porque cree que hay nada que merezca ser conservado. La expansión demográfica, la propaganda y la revolución industrial son la triada que ha formado el mundo moderno, según Gómez Dávila, que es una degeneración de la que no hay nada positivo que podamos decir. La ciencia, la técnica y las ideas de igualdad son anexos igual de execrables. Ante tal desprecio hacia modernidad, Gómez Dávila acaba diciendo que todo moderno que no se suicide a los cuarenta es un imbécil (Notas, 272).
Otra de las obsesiones de Gómez Dávila, que Volpi llama “Biblioterapia”, es la lectura. Los Escolios y las Notas están llenos de referencias al placer de leer, al gusto por los clásicos que nos hablan del mundo que fue.Y sobre todo y sin citarse explícitamente, a la misantropía favorecida por la lectura: leer le permite excluirse de un mundo que rechaza, y tener conversaciones así con muertos, a los que considera más interesante cualquier vivo (hay pocos autores que utilicen más que Gómez Dávila la palabra “imbéciles” para referirse sistemáticamente a sus coetáneos). 
En las páginas finales Volpi señala con acierto lo críptico que es Gómez Dávila sobre sí mismo. No da datos sobre su vida, el “yo” escasamente aparece. Sabemos de sus preferencias literarias o que no le gustaba viajar, que detestaba las aglomeraciones y que Europa le parece un continente agotado. Pero a pesar de casi dos mil páginas de pensamientos personales libremente escritos sigue siendo un desconocido.

Otro texto traducido al español de Volpi sobre Gómez Dávila se llama Entre pocas palabras y apareció en el número 14 de la Revista Paradoja. Es complementario al El solitario de Dios y muchas de las ideas se repiten. Lo más interesante de este artículo es su tratamiento de la insistencia que hacía Gómez Dávila en el tema de la inteligencia. 
Hay en los Escolios y en las Notas infinidad de referencias a la inteligencia como refugio, como baluarte frente al horror del mundo o incluso como “patria” (Notas, 391). Además Gómez Dávila insiste mucho en que esta inteligencia tiene que estar orientada hacia cuestiones concretas, porque cuando se queda en inteligencia en sí, sin proyectarse en algo, es inútil. Y esta inteligencia conduce inevitablemente a ser crítico con la Modernidad, es decir, ser reaccionario. Volpi señala que para Gómez Dávila “reaccionario” e “inteligente” parecen a menudo palabras intercambiables.
Para el filósofo italiano la inteligencia que pide Gómez Dávila está orientada hacia la realidad de la carne y sensualismo, que evitaría así regodearse en un exceso de contemplación pasiva. Es cierto, creemos, que no hay una llamada a la acción reaccionaria concreta, pero la inteligencia gomezdaviliana se orienta a más sitios: el estudio, la autoexclusión social, la caridad, la familia, los amigos, el arte, la literatura… Si la inteligencia es reacción, se puede refugiar eventualmente en la los placeres corporales, pero también ir más allá.
De todas formas, como casi todo lo que propone Gómez Dávila, es nebuloso e inconexo. La inteligencia nos hace reaccionarios, pero no parece que eso suponga hacer nada más encerrarse en casa a leer, conversar con amigos, hacer donativos dominicales y, sobre todo,  no dejar de abjurar, con quien quiera escucharnos, del mundo que nos ha tocado vivir.  

El tercer texto es Una voz inconfundible y pura y prologa la edición de Villegas de las Notas. Una vez más se trata de una reescritura de las mismas ideas, sobre todo de El solitario de Dios, del que este texto parece un primer boceto. Hay cambios de párrafos y algún dato varía, pero, tras leer los tres estudios, podemos decir que todo el Gómez Dávila de Volpi está en El solitario de Dios, y los otros dos textos no son más que variantes del mismo por exigencias editoriales.

Y el cuarto, Un ángel cautivo en el tiempo, también es una reescritura con nuevos títulos a los mismos apartados. Este texto en concreto contrasta al ser epílogo a la Selección, donde viene el texto de Laserna, que nos da, como hemos visto, una visión opuesta a la de Volpi. En esta edición hay una introducción y un epílogo que se contradicen. 



TEXTOS I, EL CENTÓN REACCIONARIO
Indiferente a la originalidad de mis ideas, pero celoso de su coherencia, intento trazar aquí un esquema que ordene, con la menor arbitrariedad posible, algunos temas dispersos, y ajenos. Amanuense de siglos, solo compongo un centón reaccionario.
Textos I, 55 

Hay dos libros en la obra de Nicolás Gómez Dávila anteriores a los Escolios.
El primero es Notas, que autoeditó para sus amigos en 1954 y que hasta la reedición del 2003 no estaba accesible. Es un buen texto, bien escrito, donde hallamoslos temas quenutrirán los Escolios pero escritos con un estilo más destrenzado y libre, menos mecánico; también nos topamos en algún caso con escolios que reaparecerán literalmente en los volúmenes posteriores. Volpi dice acertadamente que en el prólogo de las Notas que hay una mezcla “de religión y sensualidad” que se perderá en la madurez del autor. Es cierto que ésta es la principal singularidad del libro, si bien puede parecer sobredimensionada por la cubierta de la edición de Villegas, donde se ensañan con este aspecto: las siete citas que aparecen del texto son sobre amor y un erotismo más o menos místico, algo que igual funciona para las ventas pero que no corresponde con el contenido general del libro.

El segundo de los libros iniciales es Textos I, publicado en Bogotá en 1959 también en una edición no comercial y limitada. Se supone que tendría continuación, pero ésta jamás apareció. Una vez más, sin la reedición de Villegas del 2002 es una obra que seguramente se hubiera perdido. Se trata de un libro ensombrecido por los Escolios, pero en muchos aspectos más honesto, programático y claro. Son nueve capítulos de extensión variable con cierta unidad temática pero sin numeración ni título que en total suman 150 páginas.
Volpi dice que aquí encontramos la antropología Gómez Dávila, que es profundamente católica, y la “incitante convicción de que la historia del hombre está comprendida entre el nacimiento de Dios y su muerte”.  Esta descripción es acertada, y nos lleva a pensar si estamos ante el mito de la Caída, que Cioran considera un de las características del pensamiento reaccionario. Pero tal vez no es exactamente esto. Para Gómez Dávila Dios es lo primordial y la existencia humana se subordina a Él. No hay un pesimismo existencial gesticulante y extremo: Dios no ha muerto y hay esperanza, en la vida se puede amar, tener amigos, disfrutar de los clásicos y al final ser entregado a la tumba sin haberse envilecido en exceso. Otra cosa es que la Modernidad sea un horror, las sociedades caóticas y la literatura moderna mera  pornografía. Aun así el hombre tiene la gracia de su Creador.

El primer capítulo presenta al hombre como un ser que siempre codicia más vida y nuevos horizontes, pero que está atado a un mundo donde todo es tiempo, frontera y limitación. Desconocedor voluntario de su fatalidad circunstancial, sigue obrando porque así es la libertad, la que le distingue del animal o de la materia: ser libre es el “noble privilegio” de actuar y fijar metas, aunque sea para inevitablemente malograrlas; por lo menos queda la dicha de haber elegido por dónde fracasar.   

El segundo capítulo es una vindicación del lugar común frente a la filosofía. Esta idea se repite constantemente en toda la obra gomezdaviliana: existen una serie de cuestiones que han abrumado al hombre desde las cavernas. No se explicitan cuáles son pero sabemos que hablamos de Dios, el alma, la humanidad, el mundo…cuestiones que no han encontrado respuestas, porque de hecho no las tienen. Gómez Dávila insiste en que el lugar común no da soluciones, solo indica las sempiternas inquietudes humanas, ilumina los problemas. Y el hecho de que todos los hombres se planteen los lugares comunes, aun sabiendo que es un camino sin salida, demuestra que responden a una “exigencia profunda” de la condición humana. La filosofía, por el contrario, desarrolla una jerigonza desvinculada del mundo y pretende convencernos de que ha encontrado la Verdad, que de hecho, en última instancia es inaccesible al hombre. La filosofía es más técnica, pero más cobarde, y se plantea solo “problemas que le conviene afrontar”, temas secundarios pero más maleables por el vocabulario filosófico.

El largo tercer capítulo es una sucesión de ideas existencialistas, prácticamente una exposición de esta corriente filosófica que empezaba a estar en retirada en Europa en aquél tiempo. Habla de un hombre “arrojado” al mundo, inextirpable de la situación en la que se encuentra, sin más condición que su propia impureza e impotencia, algo que se ve claramente en el paso de tiempo, fatalidad que escapa a cualquier control humano. “El tiempo es la prueba verificadora de la impotencia esencial del hombre, y la materia en la que se realiza la existencia humana”, nos dice. Y dentro del tiempo tiene que desenvolverse la conciencia, que por temporal no puede trascenderse a sí misma, limitándose a ser conciencia de la propia limitación, o sea, de su “condición absurda”. Para salir adelante la conciencia se obsesiona por la historia, “carne temporal del hombre”, donde tal vez pueda encontrarse algo de centralidad humana, de ensayo de perfección.  En este “delirio” nacen las rebeldías humanas que buscan reinstaurar la dignidad perdida, y frente a él los hombres de pesimismo antropológico que se refugian en la ironía y la aceptación de la insuficiencia.

El cuarto capítulo versa sobre la muerte. Los antiguos la temían, y recurrieron a los entierros y cremaciones para ahuyentarla. Luego apareció una casta sacerdotal que mantuvo los ritos pero cambió el sentido: ahora sepultar o quemar era la transmutación divina, el pórtico hacia otro mundo, no había que temer a la muerte, se la podía incluso celebrar. El hombre moderno, empero, no se posiciona en ninguno de estos extremos. Ni teme a la muerte ni se concilia con ella mediante símbolos, simplemente la silencia. Considera de mal gusto que forme parte de su existencia y a través una poderosa industria higiénica elimina los cadáveres como lo hace con la basura. El blanqueamiento de la muerte todavía no ha sido completo porque quedan residuos religiosos, y sobre todo hombres ancianos, que en sus rostros ajados anuncian lo ineludible. El siguiente paso para abolir el escándalo de la muerte será encauzar a los viejos hacia “hornos crematorios”.

En el quinto capítulo volvemos al tema de la condición humana. El hombre es un animal inteligente, dotando de capacidad para manipular objetos. Pero sigue siendo un animal, y como los animales, tiene miedo. Lo que hace que hablemos de su singularidad, de su disimilitud con el animal, es que es capaz de reorientar el miedo hacia la espiritualidad. “El hombre aparece cuando al terror, que invade toda vida ante la incertidumbre o la amenaza, le sustituye el horror sagrado”. O sea, cuando Dios irrumpe sabemos que el hombre ya es hombre, porque del acto de su fe surge su alma. “El hombre aparece cuando Dios nace, en el momento en que nace, y porque Dios ha nacido”. Luego, lentamente, el hombre crea el mundo, el arte, la civilización, pero siempre sin separarse de la “raíz axiológica” que le ata a la divinidad. Por ello, la muerte de Dios no es baladí: si se produjera sería el final del hombre y su sustitución, tal vez, por otro “animal astuto”, una bestia que moraría satisfecha entre los “yertos edificios”, internado en penumbras, hasta que huya de nuevo “ante el ruido de hambres milenarias”. Es decir, que aunque erradiquemos al Dios cristiano, no tardará en aparecer algún absoluto que lo sustituya, como en la admonición chestertoniana.

El sexto capítulo se puedeconsiderar un tratado, uno de los textos más específicos de cuantos escribió Gómez Dávila, y el más largo de este libro.  Viene como todos intitulado, pero Volpi lo llama con acierto “Teoría de la reacción”.Francisco Pizano de Brigard reduce su temática a la democracia, pero le atribuye una importancia capital, nada menos que ser el “texto implícito” al que se refieren los Escolios de años más tarde.
El texto se abre con la advertencia de que lo que se intenta es componer un “centón reaccionario”. La idea de la reacción estará presente en toda la argumentación, pero ya desde el principio no se le concede posibilidades de éxito, es una causa perdida: “Tarea ociosa. Lucidez estéril. Pero los textos reaccionarios no son más que estelas conminatorias entre escombros”. 
La reacción gomezdaviliana, y esto es algo que hay que resaltar, tiene un contexto histórico definido: la Guerra Fría.  Es un enfrentamiento a las dos fuerzas hegemónicas de la misma, se opone tanto al comunismo y como al capitalismo porque son dos formas de democracia que por caminos distintos van a “una misma meta”. Son economicistas, antropocentristas,  usurpadores de categorías religiosas. La democracia, indiferente a si es popular o liberal, es una “religión antropoteista” que encumbra al hombre como a un dios. Todo el proceso democratizador de los últimos siglos no ha sido más que una secularización. “La sociología de las revoluciones democráticas resucita categorías elaboradas por la historia  de las religiones: profeta, misión, secta. Metáforas cuidadosamente necesarias”. Por ello es preciso recurrir al “análisis religioso” para cartografiar las articulaciones históricas y encontrar el fallo teológico que ha originado una situación concreta actual. 
Por supuesto, Donoso Cortés está innombrado pero presente en todo momento. De hecho, esta teoría de la reacción tiene bastante de actualización de la teología política decimonónica del pensador extremeño.
La democracia –que a partir de este punto del texto ya designa indistintamente a comunismo y capitalismo- necesita que Dios no exista para que el hombre tenga una libertad autoconcedida, fruto de una voluntad irrestricta. La doctrina democrática quiere que el hombre sea pura voluntad para que de ahí su soberanía perfecta. La soberanía es la esencia de la democracia, y es una soberanía igualitaria. Aunque los hombres sean diferentes, todas las voluntades suman igual; esta es la apologética final democrática que se basa en cuatro tesis ideológicas:
1)     ateísmo (o más bien, la democracia como un nuevo “dios inmanente”),
2)     progreso (“la teodicea del dios que despierta desde la insignificancia del abismo”),
3)      valores utilitarios (“epistemologías pragmáticas”, biología, estética…),
4)     el determinismo universal (“La libertad total del hombre pide un universo esclavizado”, para que exista libre albedrío, los hombres han de impedir cualquier espontaneidad en el mundo. Para ello recurren a la rigidez de la economía y el desarrollo técnico, aun al precio de la propia aniquilación).
La iglesia católica no es inocente en todo este cataclismo. Paralelamente alproceso de secularización, los sacerdotes se pasaron siglos narrando paraísos celestiales y apocalipsis catárticos que las muchedumbres más impacientes quisieron ver en su terruño: la política moderna, la era de las revoluciones, viene de esos relatos escatológicos. Y sobre todo, cuando al final del Sacro Imperio el Papa Bonifacio VIII usurpa el rol del César, nace el embrión del estado moderno, la otra gran desgracia. Si el poder religioso y el político son uno, en lo sucesivo lasinevitables herejías empezarán a ser una reivindicación de soberanía política, antesala del nacionalismo, “que corona sendos centralismos sofocantes con imperialismos truculentos”.
Gómez Dávila hace gala de su idealización de la Edad Media-como idea abstracta, ya que la histórica europea le es ajena- donde los equilibrios de poderes hacían imposible la unificación de la soberanía en un estado, primera fase de la democratización, que luego genera la reproducción de otros estados, generando siempre conflictos y guerras.
A la soberanía estatalle sucede “la segunda etapa de la invasión democrática”, que es la transferencia de la doctrina de la soberanía, dentro de un marco estatal, al pueblo. Cuando Rousseau proclama la soberanía popular, está abriendo el paso a la burguesía, que no es más que una  clase codiciosa con cierto talento para los negocios. El pueblo llano no tiene proyecto político, por lo que solo se rebela contra injusticias puntuales; la burguesía, empero, piensa a largo plazo y sobre todo en  términos económicos. Entonces “la tesis de la soberanía popular entrega la dirección del estado al poder económico”, que supedita todo al beneficio, creando una economía inevitablemente potente, así que “la era democrática presenta un incomparable desarrollo económico”.
Con la economía imperando, las jerarquías basadas en la tradición, la herencia o la inteligencia, se derrumban, surgiendo un igualitarismo total de voluntades irrestrictas. Entonces las muchedumbres, que han aprehendido las doctrinas de la soberanía, quieren para sí también su parcela de poder. “El liberalismo político hereda el ingrato deber de sofrenar las pretensiones que parcialmente comparte”. Los burgueses, que entonces ven que el proletariado que han engendrado va a devorarles, no tienen las agallas de “acogerse a su franca estirpe reaccionaria”, y por su “confusión intelectual”, padecen “la violencia democrática”.Marx lo anticipó con razón, según Gómez Dávila, “la burguesía procrea al proletariado que  la suprime”.
Le sigue entonces, en un mañana por llegar, “la tercera etapa de la conquista democrática”, que es “el establecimiento de una sociedad comunista”. La maquinaria que se activó con la soberanía estatal conduce al comunismo, “que no es una conclusión dialéctica, sino un proyecto deliberado”. El demócrata culmina en el comunista. La economía fuera de control necesita ahora un poder rígido que la controle. Es la hora de la dictadura del proletariado. Seres pueriles con aires de dioses reclaman “una pedagogía sangrienta” y que “su soberanía asuma la gestión del universo”.
Y tras la consolidación del apocalipsis rojo, “el tedio invade el universo” y “la crueldad solaza su agonía”. Al hombre, consciente ahora de su vanidad desbocada solo le queda refugiarse en la “guarida atroz de los dioses heridos”.  De alguna manera volverá a buscar a Dios y el ciclo volverá a comenzar.
Con esta descripción, de lo que sucedió  y lo que va a suceder, Gómez Dávila acaba pidiendo escuetamente “la rebeldía reaccionaria”, lo único que puede detener la Caída, que al menos no es ineludible. Es la única rebeldía que se basa en “el rechazo integral de la doctrina democrática” y en consecuencia la única que no es “una farsa hipócrita y fácil”. Aquí en Textos I el discurso reaccionariosí parece esperanzador y con posibilidades de vencer. En los Escolios insistirá sin embargo en que el reaccionario lucha por una causa perdida y que su bandera no deja de ser testimonio de una digna derrota.

El séptimo capítulo es un breve tratado sobre literatura. Gómez Dávila piensa que la poesía y el cuento son géneros demasiado forzados como para representar la vida y que se limitan a mostrar “una efigie noble del hombre”. La novela, empero, incluso cuando es mala, entrega “una vida completa a nuestra concienciadel instante”. No es un género perfecto, dista mucho de captar la eternidad, pero como reflejo individual, o de incluso una sociedad, en un tiempo delimitado, cumple una función que pronto será historiográfica.

El largo capítulo octavo es tal vez el texto de mayor densidad filosófica de cuanto ha escrito Gómez Dávila. Complejo, bellamente escrito, reiterativo, recuerda un poco a la lectura de María Zambrano: no sabemos si estamos ante un fluir de ideas cuya profundidad se nos escapa o  se trata de mera poesía sin mucha sustancia intelectual.
Empieza describiendo las “empresas serviles”: el aburrimiento, “hambre en medio del hartazgo”; el error “la creencia de ayer que, hoy, nos sofoca de vergüenza”; el envilecimiento “sumisión de nuestros auténticos anhelos a los halagos del botín”; y el pecado “culpabilidad ante un ignoto tribunal”. Todo parece conducir a un pesimismo antropológico; sin embargo se nos dice que estas “empresas serviles” son “huellas de valores”. El hombre, “que es conciencia de mucho más que su vida”, acaba siendo “víctima”, “atónito ante absurdas llagas”, y deriva en todas estas pasiones negativas, pero que tal vez se hubieran convertido en otra cosa sin tanta lucidez, o una lucidez en una existencia más apropiada. Lo que creemos leer entre líneas es que el hombre es demasiado grande para una vida tan estrecha, que además tiene que aceptar por ser la voluntad de Dios: esa es su fatalidad.
El siguiente párrafo gira en torno a la conciencia y lo escribió con las ideas fenomenológicas como falsilla, si bien no hace referencia alguna esta escuela. Para él hay una conciencia subjetiva “ligada a una carne”, y un universo, que es “una estructura objetiva de experiencias”. La relación entre ambos tiene que ver con la “intencionalidad” de la conciencia, que es “una presencia que ama y odia”.  Así que cuandola conciencia se orienta hacia un objeto por interés, le concede un valor. En toda experiencia de interacción, hay una condición concreta, donde hay “fusión de valor y ser”, concluye. Y vuelve sobre el tema a continuación en otro párrafo, donde dice que “un ser neutro” es una “ficción ininteligible y vana”. A partir de aquí ya no estamos seguros de si sigue por la senda fenomenológica, porque se desliza hacia un determinismo teológico bastante rígido. “Ser es hallarse fundado en una opción”, pero la opción “no es un acto arbitrario”, “es la adhesión del ser a un valor”, que en ningún caso puede ser autoimpuesto, viene de “una contestación proferida” -¿porDios?, Gómez Dávila no lo especifica-. Nuestra libertad queda entonces reducida a aceptar o no “el ámbito que la opción circunscribe”. Ignorarlo es “rebeldía” contra “el bien” y“rendirse al mal”. La libertad está reducida, pues,  a aceptar los designios de Dios o errar desadvirtiéndolos.
Ante esta regresión al determinismo, casi zoológico, del ser humano, Gómez Dávila quiere dejar claro que el ser humano no es ni mucho menos un animal más de la creación, y que dentro de la gran limitación que es amoldarse a lo que Dios le ha impuesto como condición, el hombre tiene libre albedrío. Por ejemplo, puede vivir o no, “vivir es optar por la vida”, y hay “multiplicidad de opciones”, que el suicidio “corona “, decisión final que el animal no puede tomar. Puede elegir si reproducirse o no, puede vivir con dignidad o no; y además de instinto, tiene razón, por lo que siempre puede optar por distintos caminos y medios -cuenta con la ayuda de la técnica- para cumplir con la voluntad de Dios. Además el hombre tiene un gran don vetado al animal:la sensualidad;esto es, el arte, la belleza, la posesión del otro sin violar su integridad, la aventura…
Y el otro gran aspecto de la libertad humana es la inmanencia. Hay tres campos entrelazados dentro de ella en los que el hombre puede desenvolverse y obrar con más o menos libertad: uno es la historia, tanto la humana, que “resulta de la vocación gratuita, de la libertad ante el valor y del entrelazamiento impersonal entre las opciones asumidas”, como la historia personal de vida, donde “el hombrecumple sus opciones”; otra son las civilizaciones, que las distintas maneras que tiene el hombre de obrar para evitar la barbarie; y finalmente está la cultura, un fin en sí mismo y el “método para domesticar las interrogaciones del destino”.

El noveno capítulo es una matización de Gómez Dávila a la alegría con que había concedido creatividad al saber histórico. Empieza describiendo al “hombre práctico”, que no entiende que el mundo sea disímil del que él concibe según sus prejuicios. Por supuesto un paradigma de este arquetipo es el historiador, que acota la existencia humana a fechas, y trata de definirlo todo según términos que él mismo ha acuñado. Quiere comprender, eso es cierto, pero olvida que “comprender es lo que queda aún por hacer, después de definir”. Y el problema es que llegaremos pronto a un punto donde la comprensión humana está desarmada.
Los peores son los historiadores progresistas, que se limitan a secularizar el providencialismo cristiano. Construyen la historia según la meta, que puede ser la nación, la revolución o utopía similar, y cualquier hecho que les parezca confirmar esa meta, por muy banal que sea,  adquiere una dimensión definitiva dentro del “esquema”: éste es para Gómez Dávila el principal problema de los historiadores, que encorsetan al hombre en un “esquema”, “puro artificio analítico”, una narración construida según los intereses del historiador.
El “esquema” que propone Gómez Dávila frente alahistoriografía es uno que las individualidades no puedan modificar por voluntad, y que lo construyan las colectividades para que atraviese incólume los siglos: “el esquema es  tradición”. La tradición es el punto de encuentro de los hombres, donde se conocen, y al ser herencia y no prerrogativa presenta un método más fiable. Gómez Dávila no se deja engañar tampoco y es consciente de que “tradición” es un concepto demasiado abstracto, y que si intentáramos darle dimensión empírica, acabaríamos convirtiéndola en un “esquema” historiográfico, o sea, falso ¿Dónde fijarnos cuando queremos ubicarnos dentro de una tradición?
La Iglesia Católica es finalmente baluarte de la tradición y la perspectiva más propicia de la para acercarse a la historia, ya que crece con ella y se nutre de ella. Si bien no es coetánea del hombre desde el principio, “desde hace siglos, nada acontece que no hiera su vigilancia o porfía”. Nada fugaz le afecta, y desde hace dos mil años casi no ha cambiado. Ha creado un recinto donde la esperanza en la salvación humana que ha hermanado a innúmeras generaciones.

El último capítulo de Textos I es un largo acercamiento a “lugares comunes” como la contingencia, la vejez y la muerte. Gómez Dávila empieza insistiendo en la demasiada conciencia humana, que le hace ver desmedidamente. En este caso su existencia arbitraria, la no obligación de existir,o la certeza de lo perdurableque es “esa luz helada” donde “el hombre como un ser sitiado por la muerte”. Ante la angustia de saber que muere, el hombre recurre a “presencias circundantes” que le distraen, pero “la experiencia de innúmeras muertes enseña al hombre su condena”. En la vida de un hombre se suceden las muertes de seres próximos, como un anuncio de lo que ha de venir. Y por si fuera poco, a modo de tortura previa, envejecemos. Se suceden entonces unas páginas describiendo el hecho de envejecer que deberían figurar entre lo más sobresaliente que se ha escrito sobre el tema nunca.Y luego viene la muerte. Sorprendentemente, estas desasosegantes páginas finales no encuentran consuelo ultraterreno en el católico Gómez Dávila. La muerte es el final y punto. Incluso parece decir que si hubiera otra vida no sería más que la nada atea, es la única eternidad posible. “El hombre adosado a la nada afronta la nada infinita” sentencia. Y el único consuelo que encuentra, y con el que cierra el capítulo y el libro, es regodearnos con deseo que experimentamos en vida. “El deseo es la aprehensión del ser inexistente”,es un mundo oculto donde el hombre burla la fatalidad, la única manera de eternizarse.

Conclusión
Textos I es un libro inadvertido. Que sepamos no existen aproximaciones críticas al mismo, y cuando se habla de él solo se lo trata como preludio a los Escolios. Sin embargo es tal vez más honesto. Los Escolios tienen bastante de lo que Canetti llamaba “frases fortaleza”, muy bien defendidos, cerrados y mecánicos. En Textos I Gómez Dávila deja ver más claramente sus desequilibrios como pensador: es potente estilísticamente y con ideas sorprendentes;la clase de autor que no se lee impunemente, a pesar de que a veces es incongruente y banal.  
Lo más característico de este libro son las reiteraciones continuas de conceptos. Si quiere definir “libertad”,”vejez”, “muerte” o “conciencia”, lo hace repitiendo el término con una larga variedad de definiciones. Por ejemplo: “El hombre es animal ubicado entre presencias y entre sombras. El hombre es existencia que trasciende los límites de su prístino destino. El hombre es conciencia de muchos más que su vida” (Textos I, 94).
Gran parte  del libro está escrito en este estilo. En Notas, página 441 encontramos un texto en el que anuncia un poco lo que será esta manera de escribir: “Hay un enriquecimiento superficial de los idiomas que consiste en la profusión de nuevas palabras, y en un enriquecimiento profundo que les da como una nueva densidad y que promana de la adquisición de nuevos matices por las misma palabras.La anfibología es una dimensión del espíritu”.
Gómez Dávila no inventa nuevas palabras, más bien reflota términos olvidados de un español antiguo, más clásico. Lo cierto es que el lector contemporáneo necesita leerlo con el diccionario al lado para seguir muchos de sus razonamientos. No utiliza tampoco colombianismos, ni se podría decir que escribe como un latinoamericano. Es un español neutro, atemporal, muy propio de las ideas que propugna.
Por otro lado, cuando detalla docenas de definiciones de un mismo concepto, bordea la anfibología, pero no llega a contradecirse. Busca los nuevos matices cuidándose de invalidarse. Hay una aspiración a la anfibología –si se nos permite la expresión- pero no llega a consumarse.  








GÓMEZ DÁVILA Y LA OLIGARQUÍA COLOMBIANA

Nepotismo, tráfico de influencias, venalidad, fraude, son cosas que conviene defender ahincadamente, ya que en el Estado moderno son las últimas columnas de nuestra libertad.
Notas, 415

El poder político en Colombia de Fernando Guillén Martínez (1925-1975) es un libro incompleto, trágico y decisivo; su autor murió sin poder terminarlo y fueron sus amigos y alumnos los que reunieron los manuscritos que lo forman. Se publicó en 1979 y su influencia fue enorme;todo aquél que ha querido entender Colombia ha tenido que acercarse a él. Hoy sigue siendo esclarecedor, y para el lector español contemporáneo no deja de ser significativo de este isomorfismo -o tal vez juego de espejos- que mantenemos entre las distintas naciones de  habla hispana.
Guillén empieza explicando en las consideraciones previas que, influido por el pensamiento sociológico de Ortega y Julián Marías, va a intentar analizar las formas de organización social  colombianas y su traducción en el poder político desde el Virreinato a nuestros días. O sea, como la hacienda y la encomienda marcan todavía hoy el comportamiento clientelista, partitocrático y personalista del sistema político colombiano.
Para Guillén los conquistadores se convirtieron en grandes hacendados y dominaron con intermediarios indígenas a la población sometida. Luego, con la independencia, controlaron desde el principio a la República, manteniendo un sistema federal que impedía el fortalecimiento de un estado unitario. Eran caciques departamentales esclavistas que negociaban libremente con las potencias europeas la venta de productos primarios. Luego, acaudillados por el General Santander, expulsaron a Bolívar, cuyo ejército era demasiado fuerte, igualitario y mestizo: una anticipación del país que no querían. El triunfo de los terratenientes retrasó casi un siglo la aparición del capitalismo en casi toda Colombia, hasta que los conflictos locales del fin del siglo XIX y las indemnizaciones por la pérdida de Panamá lo hicieron inevitable. Solo en Antioquia, nos explica Guillén, donde hubo una colonización distinta con pequeños propietarios, existió un desarrollo industrial, pero no fue lo suficientemente fuerte como para crear un mercado unificado y dinámico, que favoreciera la unidad nacional.
Pero lo que es más original de la interpretación de Guillén es cómo esta estructura hacendada anti estatal, basado en tener una capital aldeana sin poder, sin un ejército nacional, con la Iglesia como intermediadora, evolucionó en Colombia hacia un sistema bipartidista levantado para perpetuar la fragmentación nacional.
Los partidos liberal y conservador han sido los canalizadores de la energía, contradicciones y choques del sistema social casi desde su fundación, al poco tiempo de la independencia. Son policlasistas, autoritarios, personalistas y paternalistas: responden a cierta antropología de la hacienda. No hay grandes diferencias en la concepción de la economía, y ambos son antimilitaristas; al contrario que en otros países de la región, la oligarquía colombiana rara vez ha recurrido al golpe de estado para defenderse. Ha primado el “civilismo”, que cierra las puertas a los generales y mantiene débil a las fuerzas armadas -como se dijo en los ochenta y noventa, los ricos aquí prefieren perder territorios ante la guerrilla que fortalecer a un ejército que luego podría pedir poder por los servicios prestados-.
En teoría, el gran rasgo que separa a ambos partidos es la religión; los conservadores son fielmente católicos mientras que los liberales no. Esta falla les ha llevado a luchar varias veces en guerras civiles, desvertebrando aún más a los colombianos de a pie, que por generaciones se suman a los batallones de voluntarios del partido, el mismo de sus padres y  los padres de sus padres, pensando que lo hacen para defender la fe o el laicismo.Guillén explica que esta oposición en meramente simbólica, y que mientras en los campos liberales y conservadores se degüellan, en las ciudades sus líderes comparten bebidas y risas en los clubs de las élites. Los enfrentamientos responden a las necesidades de la oligarquía bipartidista de dar escape a las tensiones sociales o ampliar áreas de influencia.
En 1886 Miguel Ángel Caro, seguidor de Donoso Cortés, redactó una constitución conservadora que, si bien muy reformada, siguió vigente hasta 1991. Una de sus características es la ley del  “Estado de sitio”, que se aplicó por el partido conservador durante su hegemonía, pero también por el liberal a partir de 1930 en que volvieron al poder. El “Estado de sitio” es distinto a una dictadura pues está dentro de la ley vigente, no se rebela contra ella y solo sirve para defender circunstancialmenteal Estado con medidas excepcionales.   En Colombia ha sido el sustituto de los golpes militares, y fue aplicado a discreción en determinadas épocas, tanto que el profesor Isaías Peña llega a hablar de la “generación del estado de sitio” para referirse a los jóvenes de los sesenta.
Volviendo al libro de Guillén, el asesinato de populista liberal Jorge Eliécer Gaitán el 9 de Abril de 1948 parte la historia de Colombia en dos. El magnicidio de Gaitán, que se había emancipado de las lealtades tradicionales, provoca que el lumpen bogotano arrase la capital, hasta que el ejército, la lluvia y el aguardiente saqueado, venzan la revuelta. Sin embargo, en el campo, las milicias liberales y conservadoras se lanzan a una nueva lucha sangrienta que durará hasta más o menos hasta 1953 y se conocerá como La Violencia.
Sin embargo, esta vez se sale del control de los líderes de los partidos, que no pueden controlar a sus bases desde las ciudades. En parte porque la economía cafetera es demasiado lucrativa, y fomenta los saqueos y tomas de fincas que se hacen escudándose en las banderas rojas o azules. Las direcciones de los partidos liberales y conservadores llaman entonces al general Rojas Pinilla para que se convierta en presidente. Éste lo hace y en poco tiempo pacifica gran parte del campo colombiano. Se convierte entonces sorpresivamente en un líder aclamado y querido por los colombianos hartos de la violencia sectaria. Se plantea entonces emanciparse de los partidos tradicionales e iniciar un gobierno de corte nacionalista que busque fortalecer al Estado y salir del subdesarrollo.
Los presidentes del partido liberal y conservador, Alberto Lleras y Laureano Gómez respectivamente, se reúnen entonces en España, y con el pacto de Benidorm, deciden fomentar paros y huelgas para derrocar al general que ellos mismos habían puesto. Debido a la propia debilidad como presidente de Rojas Pinilla, y a su rechazo a imponerse mediante el uso de la fuerza, la dictadura cae sin grandes problemas en 1957.
Los partidos tradicionales vuelven al gobierno y forman lo que se vino a llamar “Frente Nacional”, que es el turnismo en el poder de ambos, pero también el gobierno conjunto: siempre habrá ministros del partido de oposición. A los ojos de la ciudadanía, los mismos partidos que habían desangrado al país, habían dejado claro que tenían los mismos intereses oligárquicos. Una facción extrema de los liberales se escindió irreparablemente con las siglas FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia).
Las opciones políticas quedaron reducidas a estar con el “establecimiento” o contra él. El 19 de Abril de 1970 Rojas Pinilla se presentará a las elecciones como líder de un tercer partido, la Alianza Nacional Popular (ANAPO), y resultó perdedor, pero ante las sospechas generalizadas de fraude hubo una revuelta en Bogotá. Haciendo bandera de esa revuelta, surgió una nueva fuerza guerrillera, esta vez urbana, el Movimiento 19 de Abril (M-19) que adquirirá una importancia política  fundamental en la década siguiente, llegando a serdecisiva en la Asamblea constituyente de 1991.

Gómez Dávila como hacendado
Gómez Dávila cumple, por lo poco que sabemos de su vida, con todas las características de la clase alta bogotana, atravesada y desfigurada, aun contra su voluntad, por la historia nacional.
Fue educado en Francia y volvió joven a Colombia para casarse con una mujer de la aristocracia local. Perteneció al elitista Jockey Club, y era propietario de un negocio textil que apenas visitaba a pesar de que tenía mucho tiempo libre, por lo que debió de encomendárselo a gerentes. Compró 30.000 libros en un país donde los precios de los mismos los convierten en un lujo. Su suntuosa casa se ubicaba en uno de los barrios más caros de la ciudad. 
En El Solitario de Dios vienen una serie de fotografías de la Hacienda Canoas-Gómez, de estilo español, en Soacha, que él poseyó. Soacha es una localidad limítrofe con Bogotá, en los cerros de los Andes, donde los capitalinos acostumbraban a ir a pasar los domingos. En 1948 estalló el conflicto que, con mutaciones, sigue activo, y millones de campesinos emigraron a las principales ciudades, invadiendo con sus comunas las cordilleras que enmarcan los llanos urbanizados. La idílica villa de Soacha no quedó al margen, y hoy es una ciudad de infraviviendas, con más de un millón de habitantes, donde no queda una brizna de paisaje del sabanero que seducía a los bogotanos. Desconocemos qué sucedió con la Hacienda Canoas-Gómez, pero seguramente Gómez Dávila tuvo que venderla a bajo precio antes de que se la tomaran familias de desplazados; o directamente se la tomaron y su hijos siguen hoy reclamando su propiedad; o por algún milagro siguió existiendo, y en ese caso, si realmente siguió perteneciéndole en medio de ese océano de casas de hojalata, no podría visitarla mucho: la inseguridad es extrema en Soacha y durante un tiempo fue feudo guerrillero, demasiado riesgo para él y su familia.
Perder esa hacienda, para alguien  que se reclamaba con orgullo “rudo hacendado sabanero” (NE II, 133) no debió de ser fácil. Es bastante probable que su asco por las muchedumbres y su defensa de la propiedad,  omnipresente en toda su obra, tengan que ver con ello.
Otro dato de su vida que sigue con todos los tópicos de la oligarquía colombiana es su mudanza a la calle 77, en el Nogal, en el año 1949. Hasta 1948 Bogotá prácticamente no pasaba de la 26; era una pequeña ciudad de 300.000 habitantes donde las distintas clases sociales vivían en barrios delimitados pero contiguos. Cuando Gaitán es asesinado el 9 de Mayo y estalla el Bogotazo, el lumpen citadino se lanzó al degüello de sus vecinos ricos. Gómez Dávila y su familia se esconderían en algún sitio, pasaron desapercibidos, o tuvieron suerte. Pero aquella explosión de odio debió de conmocionarles. Y su resolución un tanto grotesca debió de causarle a Gómez Dávila cierto desprecio clasista: las masas fueron sofocadas por tres días de lluvia intensa y el aguardiente que habían saqueado a discreción. De cualquier manera, justo unos meses después del Bogotazo se mudaron lejísimos del conflictivo centro a una casona de estilo inglés (el imaginario de los ricos había cambiado, de lo español a lo anglosajón).
Su contribución al establecimiento de una nueva universidad en Bogotá como la de los Andes, desmitifica también al Gómez Dávila apolítico y apátrida que se ha querido imponer. La Universidad de los Andes fue levantada poco antes del Bogotazo en lo que entonces era la periferia de la ciudad y hoy es pleno centro: al principiar la Avenida Jiménez. Su modelo eran las universidades americanas y pretendía formar a las nuevas élites colombianas (de hecho hoy lo hace y es la universidad más cara del país y la única universidad del país entre las 200 mejores del mundo).En los años cuarenta el Partido Conservador tenía la Universidad del Rosario, donde formaba a sus cuadros según el tomismo católico, y el Partido Liberal hacía lo propio en la Universidad Libre con los suyos pero bajo ideales laicos. Además los jesuitas tenían la Javeriana, y la Universidad de Santo Tomás, también católica, tenía el prestigio de haber sido la primera creada en lo que hoy es Colombia.
Y sin embargo, con las varias opciones de claustros católicos que había, Gómez Dávila prefirió contribuir económicamente y con su asesoramiento a la creación de una universidad tecnócrata, norteamericanizada, sin un perfil religioso marcado, que pretendía crear una nueva élite política económicamente liberal. Esto nos lleva a pensar que era conscientede la necesidad lampedusiana de que todo tenía que cambiar para que todo siguiera igual.

Pensador de la oligarquía colombiana
Y finalmente, más allá de los datos de su vida, en su obra hay rastros intelectuales de la cosmovisión del mundo que tiene un rico oligarca colombiano. Gutiérrez Girardot lamenta que la bibliografía sociológica latinoamericana se centre en las clases bajas del continente, y no estudie a las altas. 
La obra de Gómez Dávila es desde luego una introducción de cómo piensan y se ven a sí mismos los rectores de la República colombiana. Vamos a analizar tres ideas que se repiten en los cuarenta años de escritos gomezdavilianos: 1) necesidad de una élite rectora por encima de la democracia; 2) recelo hacia el estado; y 3)  visión de las clases sociales como realidad superior a las naciones.
1) Gómez Dávila hace continuas referencias a la necesidad de una “aristocracia liberal” (EI, 24) que defienda la libertad de la gente y vele por el orden y la propiedad. Esta élite huiría de los “turbios anhelos democráticos” y tendría “conciencia inalterable de la dignidad individual y de la lúcida noción de los deberes de una clase dirigente”. Tocqueville sería un ejemplo (Notas, 344).
Esta aristocracia no queda claro de dónde surge. A veces parece que más que de sangre es de mérito, o de humildad: “Noble no es el que cree tener inferiores, sino el que sabe tener superiores” (NEII, 21).  Pero desde luego es la que debe regir por encima de la democracia, que es absurda y encubridora de intereses. Gómez Dávila es profundamente antidemocrático y sus citas abominando de este sistema son incontables.
Las posibles apologías de las dictaduras militares son mínimas. No llega a decantarse por una dictadura militar -nunca ha sido la opción deseada por las grandes familias colombianas- pero sí por el estado de excepción u otras medidas extremas si la solución lo requiere: “(…) Se pueden tomar medidas iliberales con la conciencia limpia, porque la libertad no es el valor supremo” (SE, 29)
Creemos que ésta es un poco la visión autocomplaciente de los miembros de los clubs elitistas y endogámicos de América Latina. Son los elegidos para dirigir el país, y si la situación se desborda el estado de sitio o, incluso la ilegalidad, son legítimos.
2) El Estado una de las grandes bestias gomezdaviliana. Lo odia. Quiere que haya autoridad, que la define como “lo que no es concebible que se le desobedezca sin demencia” (EII, 50), pero no Estado: “A medida que el Estado crece, el individuo disminuye” (Notas, 79) o “Ninguna clase social ha explotado más descaradamente a otras que la que hoy se llama a sí misma ´Estado´”(EII, 148). Sin embargo, hace falta un mínimo aparato estatal para proteger la propiedad, que es garante de la libertad: “(…) Quien no tiene tierra, no tiene libertad” (Notas, 113).  Para ello se cae en la extraña paradoja de no querer Estado pero sí reclamar el estado de sitio. Este sistema de imponer el orden fue utilizado por los gobiernos colombianos tras ser sancionado por la Constitución de 1886, que fue escrita por Miguel Antonio Caro, seguidor de Donoso Cortés. En la Constituyente de 1991 se le cambió el nombre por “estado de excepción” y se ha restringido su uso. Gómez Dávila vivió para ver la nueva constitución, y sin duda conoció los debates previos, en los que los movimientos sociales y grupos armados exigieron férreamente la derogación del estado de sitio para sentarse a negociar. Creemos que la militancia del pensador bogotano a favor de su aplicación es una respuesta a estas exigencias.

3) El clasismo es una de las características de Gómez Dávila que también le identifica como pensador de la alta sociedad bogotana. Para él, las clases sociales son realidades mucho más empíricas que las naciones.
Gómez Dávila extraña el feudalismo, donde las jerarquías estaban determinadas desde el nacimiento, y su aceptación era la forma de ser libre. La aristocracia estaba arriba por tradición y experiencia acumulada, y los campesinos lo aceptaban con alegría y respeto. De ahí que una de las grandes plagas que ha traído la modernidad es la movilidad social: “La movilidad social ocasiona lucha de clases. El enemigo de las clases altas no es el inferior carente de toda posibilidad de ascenso, sino el que no logra ascender cuando otros ascienden” (EI,24).
Esto creemos, también es muy diciente. En Colombia la estratificación social ha sido históricamente feroz. Durante el siglo XIX la movilidad fue casi imposible, y en el siglo XX solo fue un fenómeno minoritario hasta la irrupción del narcotráfico. Las sumas ingentes de dinero, superior al presupuesto del Estado, fomentaron rápidos ascensos sociales y la irrupción de una clase media amplia como ningún otro movimiento político o económico había logrado hacer.
Las clases son una realidad que hay  que defender: “(…) La clase es elemento estructural de la sociedad, como el capital de la economía (…)(EI, 187); pero no las naciones, que son artificiales y permeables: “La nación –fenómeno reciente sin bases geográficas o étnicas, pura construcción legal y política- suprime tanto la comunidad real del Kleinstaat como la comunidad ideal del Sacro Imperio”(Nuevos II,33). De hecho van camino de desvanecerse y por eso existe el nacionalismo, “(…) un sobresalto de las naciones angustiadas ante su próxima desaparición (…)(Notas, 170).
Y si las naciones en general no son determinantes, las de Sudamérica tienen menos sentido aún ya que no consiguen tener identidad: “El problema básico de toda antigua colonia: el problema de la servidumbre intelectual, de la tradición mezquina, de la espiritualidad subalterna, de la civilización inauténtica, de la imitación forzosa y vergonzante, me ha sido resuelto con suma sencillez: el catolicismo es mi patria” (EI, 147). Aquí nos queda claro que Gómez Dávila ha reflexionado sobre su condición de colombiano y latinoamericano, pero que al no encontrar autenticidad en esta condición se ha refugiado en la religión. Abundan los escolios donde se burla o abomina de los latinoamericanos por no haber conseguido autonomía intelectual con respecto a Europa, e incluso haberse “orientalizado” a sí mismos con  la literatura: “El nacionalismo literario selecciona sus temas con ojo de turista. De su tierra no ve sino lo exótico” (NE I, 106)




GÓMEZ DÁVILA, HABITANTE DE LA CIUDAD LETRADA

Ginebra, la Ginebra que Calvino gobierna desde un lecho enfermo, la Ginebra cuya sombra se extiende desde el púlpito de Knox hasta las antesalas vaticanas, la Ginebra donde se forja un mundo, tiene hacia 1560 unos doce mil habitantes.
Las grandes muchedumbres modernas, además de ser un problema, son redundantes.
EI, 216

El uruguayo Ángel Rama (1926-1983) escribió uno de los libros cuyo título parece casi una epifanía y que acabó convertido en concepto: La ciudad letrada.  Por supuesto, en interpretaciones posteriores se ha utilizado el término a veces de manera libre y sin atenerse a lo que propuso Rama, que como nos recuerda Carlos Monsiváis, era sobre todo un estudio de las minorías ilustradas latinoamericanas y sus relaciones con el poder.      
La ciudad letrada tiene su origen en la colonia y son el grupo privilegiado de letrados, muy pocos, endogámicos, interlocutores entre la metrópolis y los latifundistas criollos, prohombres luego republicanos, que se reúnen en pocas cuadras de la ciudad: entre la universidad, los cafés, las rotativas, tal vez oficinas administrativas, ateneos y pocos sitios más. Controlan la pedagogía y deciden qué es cultura y qué no es. Tienen bastante de casta sacerdotal que ordena, o quiere hacerlo, entre susurros a virreyes y presidentes. Con el desarrollo industrial y la masificación de las ciudades, sus dominios fueron menguando, y la ciudad letrada se vio invadida por chusma y ninguneada por tecnócratas.  El enojo de sus habitantes les llevó a enfrentarse con el poder político y acentuar aún más su elitismo.     
Las ciudades letradas son, nos dice Rama, más vigorosas cuando más menos desarrollo económico hay. Por eso ejemplifica la de Bogotá como una de las más consolidadas de la región. En su centro, en el barrio de la Candelaria, pulularon durante siglos los ciudadanos de la llamada por Menéndez Pelayo la “Atenas sudamericana”, criollos educados por libros europeos, cuyos paseos obnubilados se vieron favorecidos por la prohibición expresa de introducir carruajes o cualquier tipo de vehículo en el barrio a fin de cuidar el empedrado.
Santiago Castro Gómez, en Tejidos Oníricos, su libro sobre Bogotá, cuenta cómo el fin de la ciudad letrada bogotana tuvo su símbolo en la muerte uno de sus insignes representantes, Marco Fidel Suárez, el humanista autor de Sueños de Luciano, que el 6 de Noviembre de 1923 fue arrollado por un camión al cruzar sin mirar la calle 12, indiferente a las nuevas normativas modernizadoras que habían abierto el centro de la ciudad al tráfico.
Castro Gómez explica también que ya antes del Bogotazo de 1948, muchos intelectuales habían emigrado del centro colonial y con aire andaluz, a nuevos barrios del norte construidos con estilo anglosajón. Aunque la ciudad seguía siendo un refugio de latifundistas sin una economía industrial de peso, el imaginario sí había cambiado de Atenas clásica al Nueva York  moderno. No es baladí, por ejemplo, que Gómez Dávila se construyera una casa de estilo Tudor.

De hecho, en esa casa de la calle 77 es donde se reunió durante décadas un epígono de aquella ciudad letrada cachaca: el ex presidente Alberto Lleras Camargo, el fundador de la Universidad de los Andes Mario Laserna Pinzón, el periodista Hernando Téllez, el escritor Álvaro Mutis… Todos se jactaban de ser humanistas bien formados a la altura de sus pares europeos, y todos tocaron poder en más o menos grado.
Gómez Dávila tiene todas las características intelectuales de un ciudadano de la ciudad letrada descrita por Rama: defensa de una cultura clásica y elitista inasequible a las capas populares, el desprecio por las muchedumbres y exclusivismo de sus relaciones; y también su aproximación e instrucción al poder. No olvidemos que Gómez Dávila fue miembro, nada menos, del consejo directivo del Banco de la República, el equivalente colombiano al Banco de España.
La sede central del Banco de la República es un rascacielos en la Avenida Jiménez, en el centro de Bogotá, desde donde se debe de tener unas vistas impagables de la ciudad. Allí fue durante años Gómez Dávila a reunirse con sus colegas directivos e, imaginamos, en torno a una mesa oval tomaban decisiones sobre al crédito para infraestructuras o la deflación del peso. Esto no es desde luego desentenderse del poder.
Creemos que más que el eremita apátrida que presenta Volpi, Gómez Dávila era más un representante de la ciudad letrada, un privilegiado de vasta erudición con un pie en  la dirección político-económica de su país.
Y sobre todo lamentamos que Volpi oculte datos tan importantes de la biografía de Gómez Dávila para poder encajarlo mejor en el personaje que ha construido.









RASTACUERISMO Y LA SIMULACIÓN ESPAÑOLA

Cuando el español piensa, siempre se mira pensar
Notas, 218

La revista Mito fue “el asomo nacional a la modernidad”[2] desde que fuera fundada por Gaitán Durán en 1955 y su cierre en 1962, un año después de que su joven promotor muriera en un accidente aéreo. El espacio de Mito lo ocupó Eco, que mantuvo a muchos colaboradores, y siguió siendo uno de los  principales focos intelectuales bogotanos. En ambas revistas se reunieron  los mejores talentos de su generación, que introdujeron en el país el pensamiento europeo de la época (existencialismo principalmente) y abrieron debates políticos nacionales hasta entonces silenciados (violencia, corrupción…).
En Mitose publicaron algunas Notasde Gómez Dávila; y tanto en Mito como en Eco, publicaba habitualmente uno de sus cofundadores de la primera, Rafael Gutiérrez Girardot, que era uno de los críticos literarios más prestigiosos del siglo pasado en Colombia.
Que Gutiérrez Girardot conocía, aun sin profundidad, la obra de Gómez Dávila, es un hecho, ya que se refierea ella en su libro Hispanoamérica, imágenes y perspectivas, donde desdeñalos Escoliospor ser, básicamente, una pedanteríallena de citas sin traducir en otros idiomas. Que Gómez Dávila estuviera al tanto de los estudios de Gutiérrez Girardot no puede demostrarse, como casi nada puede demostrarse hablando de ésepensador, pero todo indica que sí: entre los amigos y tertulianos que iban a la casa de Gómez Dávila, abundan los colaboradores de MitoEco(Hernando Téllez, Ernesto Volkening, Hernando Valencia Goelkel,…)y resulta muy raro pensar que los artículos de Gutiérrez Girardot, que además por aquél entonces era un celebrado profesor en Bonn, no estuvieran en los temas de conversación y lectura de aquél círculo.
Pero sobre todo, si estudiamos las ideas que expone Gutiérrez Girardot sobre España, su literatura, y su gran filósofo, Ortega y Gasset, y las comparamos con lo que dice al respecto su coetáneo Gómez Dávila, comprobamos que, aun con distintos estilos, las ideas son prácticamente las mismas.
Así que intentaremos explicar los puntos de vista de ambos sobre nuestro país.

España y Gutiérrez Girardot
Rafael Gutiérrez Girardot (1928-2005) se fue de Colombia en 1953, huyendo del ambiente creado tras el Bogotazo, y llegó a España, donde asistió a clases de Ortega, sobre el que ya venía publicando artículos desde 1948. Se interesó mucho por la literatura española, hasta que empezó a inclinarse por el estudio de la cultura de Alemania, y acabó trasladándose a ese país. Aun así siguió relacionado hasta su muerte con el mundo universitario español y enviará contribuciones regularmente a la revista barcelonesa Quimera.
Si bien el tema español no ocupa más que una pequeña parte de su producción intelectual, pocos autores extranjeros han mostrado un conocimiento tan profundo (y patológico) de nuestro país. Desde una posición latinoamericana antiespañola, Gutiérrez Girardot escribirá, o gritará por escrito, la más de las veces con violencia y desprecio sobre la antigua metrópoli. Y sin embargo, bilis aparte, hay una gran lucidez en muchas de sus diatribas.
Para Gutiérrez Girardot entre los españoles anida el resentimiento ya desde la Contrarreforma. Y en las Meditaciones del Quijote de Ortega encuentra  la expresión exacta: “Los españoles ofrecemos a la vida un corazón blindado de rencor, y las cosas, rebotando en él, son despedidas cruelmente”. Esta cita –pero elevada a concepto,  como bien dice Juan Guillermo Gómez –se repite en casi todos los estudios de Gutiérrez Girardot sobre literatura y pensamiento españoles; se sirve de ella para explicar a muchos de sus autores, de los que salva a muy pocos (básicamente a Machado y Quevedo, y el segundo con salvedades), ni siquiera a Cervantes.
Pero la faceta que más ataca es la de la simulación intelectual o “rastacuerismo” de los españoles, cuyo principal exponente es don José Ortega y Gasset[3].
En el siglo XIX, nos explica, los parisinos llamaban “rastaquouére” a los extranjeros, latinoamericanos sobre todo, que se paseaban derrochadores por su ciudad sin conocerse sus “medios de existencia”. Rubén Darío le dedicará una glosa al término, que usará contra el chovinismo de los propios franceses. Y, finalmente, Gutiérrez Girardot lo reorientará contra los “intelectuales” que basan su título en simular un conocimiento que no tienen. Son españoles en su mayor parte, pero también latinoamericanos como Octavio Paz.
El rastacuerismo específicamente español viene del retraso cultural del país, que provoca un complejo de inferioridad con respecto a lo europeo, que se identifica con la alta cultura. En España, empieza a primar la simulación acelerada de un dominio de las ciencias humanas, afectado y de cara al espacio público, que encubre un rechazo del trabajo sistemático y científico. Lo que se busca sobre todo es la “fama”, más que mejorar. Así se degenera la figura del intelectual, que acaba convertido en una especie cacique. La fama lleva además a la envidia de los que no lo son, que no tratan de aprender más para superarse, sino que desarrollan el odio cainita o “el malestar por el bien ajeno”, típico de los católicos.
La religión católica está en el fondo de los males españoles, sostiene Gutiérrez Girardot, que lleva a rechazar el mundo terrenal y las debilidades humanas, y a volcarse en una banalidad estetizante desinteresada en la realidad. Frente a la metafísica alemana, por ejemplo, los españoles desarrollan una cultura banal y frívola, que tiene bastante de “autodesprecio”, y falta de crítica constructiva.
Y dentro de esta gran farsa, el gerifalte de “la simulación majestuosa” es Ortega y Gasset, y sus discípulos, que heredaron sus defectos.
Gutiérrez Girardot sostiene que el pensador español era un “estafador”, y lo dice en sentido literal y sin barruntos de ironía. Considera que plagió sistemáticamente a otros autores, y que siempre estaba hablando de temas que no desarrollaba, o advertía que ya los tenían pensados pero que todavía no los había escrito -como su anunciado tratado metafísica-. Le acusa de ser un exagerado o un ignorante en temas de filosofía, y argumenta para demostrarlo que fuera del mundo hispánico nadie le tomaba, o le toma, en serio. Dice que Ortega hablaba mal alemán, pero que se dedicaba a utilizar términos en esa lengua por mera pedantería; que siempre citaba a “mi amigo Scheler” o “mi maestro Cohen”, cuando los mencionados filósofos casi no le conocían. Sostiene Gutiérrez Girardot que ninguna de las ideas de Ortega han aguantado el paso del tiempo, y que su pequeña celebridad se debe a que en Alemania, tras la última guerra mundial, necesitaban un pensador bandera, políticamente útil, y que por eso recurrieron a él, que además era “exótico” -como lo fueron Calderón o Donoso Cortés, cuya influencia en Alemania no habría que sobredimensionar ya que también se debió a lo “extraño” de sus propuestas, y la utilidad que tiene lo “extraño” para cohesionar una cultura.
Y lo más deleznable de todo este rastacuerismo orteguiano es que se orientó a dominar a sus semejantes, que si hubieran sido más cultos no le habrían tolerado. Ortega, seguimos con Gutiérrez Girardot, quería ser un notable de una “república imperial española”, y cuando no lo consiguió se agrió y se recluyó en un mundo apolítico.
Lo único bueno que parece ver el colombiano en Ortega es que un indudable imperio intelectual sacó a los hispanoparlantes de los “tomismos domésticos” y les llevó toda una serie de autores europeos que sin su mediación no hubieran conocido. Luego, en seguida reconsidera este punto y dice que esta selección de autores fue parcial y negativa porque no incluyó teóricos del trabajo científico.

Nicolás Gómez Dávila y España
Alfredo Andrés Abad Torres ejemplifica la desconexión de Nicolás Gómez Dávila con el pensamiento conservador colombiano por su relación con España. Dice que mientras los ilustres conservadores colombianos (Sergio Arboleda, Miguel Antonio Caro,…) le eran culturalmente leales, Nicolás Gómez Dávila, empero, ningunea su herencia.  Puede que sea cierto, creemos, pero que sea precisamente la antigua metrópoli el país seguramenteque más combate, con más ahínco, y sobre todo,con más conocimiento, le hace profundamente latinoamericano y aun colombiano. Hay una necesidad de matar al padre que ni siquiera se pretende disimular. Si fuera un autor sin raíces, universal y ajeno a su tierra no gastaría tanta tinta contra España.
Las referencias a España están enNotas y Escolios, en ninguno de sus otros escritos la menciona. Y en los Escolios las referencias son más bien indirectas, como cuando elogia la arquitectura colonial latinoamericana (EI, 178), aunque el barroco jesuítico le parece luego populista frente a la magnificencia gótica (NE I, 175).Hayuna crítica al colonialismoque impone una cultura, pero también a la “originalidad postiza” de las colonias independizadas (EII, 52). Y así se podría seguir con los ejemplos de alusiones esquivas.
Pero en Notas sí hay ideas desarrolladas y explícitas sobre España, su historia y su literatura, que si bien no son tan agrias y extensas como las de Gutiérrez Girardot, son de fondo críticas semejantes.
Atribuyea los españoles el mirarse siempre al pensar (Notas, 218), que es la mejor definición del “rastacuerismo” que podríamos tener; y no casualmente dice esto tras haber cargado contra Ortega y Gasset unas páginas antes (Notas, 211): le acusa de no tener “un pensamiento maduro y meditado”, ni “denso, colmado y lento”.Como escritor le parece talentoso, pero se echa a perder al ser un “engañoso iniciador de temas que no trata y de ideas que no concluye”. Su inteligencia es más bien “rica en astucias” que “henchida de meditaciones” y–ésta es la imputación más rebatible que Gómez Dávila le hace a Ortega- esta inteligencia está “despierta a la circunstancia, pero dependiente de ella. Motivada por el exterior”.
Ambos pensadores representan, ciertamente, unas actitudes existenciales radicalmente opuestas: Gómez Dávila heredó dinero y pretendió desentenderse de su tiempo para dedicarse a escribir para minorías; Ortega y Gasset quiso dejar huella en su circunstancia, ser decisivo en ella. No es  lugar para desarrollar el tema de las responsabilidades de intelectual, pero aquí creemos que sale mejor parado el filósofo madrileño.
En cuanto a la literatura española, Nicolás Gómez Dávila piensa que guarda “el eco de cierta risa eclesiástica con sus chistes escatológicos” (Notas, 429), y el Quijote, como a Gutiérrez Girardot, le parece un escollo como “libro matriz”, ya que pertenece a un género menor: la sátira (Notas, 366) y es un libro irónico para “un pueblo sin ironía” (EI, 288).La falta de seriedad en literatura le disgusta: el “tono irónico y burlón”, nos dice un poco antes (Notas, 345), “de ciertos escritores españoles y suramericanos ¨castizos¨ es insoportable”, porque parecen querer dar a entender que son “superiores a lo que hacen”.
En un texto más largo para lo que suele ser habitual (Notas, 212), Gómez Dávila ensalza a Feijóo, pero todo lo que vino después, y lo que hubo antes, le parece mediocre. La prosa española le resulta “demasiado olorosa a terruño y a pueblo”, “demasiado nacional” como  “para servir a las tareas más impersonales del pensamiento”; su “prosa carece del esqueleto mismo de la prosa: la idea”. El afrancesamiento borbónico no consiguió mejorar una literatura que jamás pasó “por el laminador de una sociedad exigente y culta”, con lectores que “buscan una diversión inteligente”. No hay interés por “la sutileza de las cuestiones morales” o “los enigmas psicológicos”,sobran oradores hueros y elocuencia.Sin embargo lo peor de todo es el “provincialismo irreductible” del que la Generación del 98 es paradigma. Los autores españoles son víctimas de la situación marginal de la historia y pensamiento español, lo que les convierte en “los proletarios de la inteligencia europea”. Falta en suma, en España, “una tradición intelectual de gran estilo”,“un pensamientovivo, fuerte y apasionado”.
Y en otros dos textos también extensos el pensador colombiano desarrolla su visión de la historia española. En el primero(Notas, 270) dice que el gran problema de España fue la presión demográfica en una tierra estéril, que obligó a expandirse. Pero en lugar de hacerlo creando un imperio en África, “de Casablanca a la Cirenaica”, como hubiera sido lo apropiado, la injerencia italiana de la Casa de Aragón, primero, y de Cristóbal Colón, después, llevó al país a embarrarse en la política europea y en la conquista de América, causas ambas que fueron perjudiciales. En las “tristes guerras marroquíes de la monarquía agonizante” lo único que se demuestra es el “remordimiento de una España que no supo elegir su auténtico destino”.
En el segundo (Notas, 274) se centra en la historia más reciente y es un ataque al Régimen de Franco, que era el vigente cuando se redactó el libro. Dice Gómez Dávila que las guerras carlistas retrasaron el desarrollo de España, y que por eso en el siglo XX parece plantear problemas propios de la Europa decimonónica. Esto explica el franquismo, que más que ser verdaderamente fascista recuerda al Segundo Imperio Francés. Se trata de un régimen, sentencia, que no es más “que una reacción burguesa pura y sencilla, sin complicaciones y  casi sin ideología”.
Y por último, en una nota marginal, Gómez Dávila dice que los ensayistas españoles de la filosofía de la historia se limitan a “pegar adjetivos a un manual elemental de historia” (Notas, 448).



UNA APROXIMACIÓN A LOS ESCOLIOS

La única pretensión que tengo es no haber escrito un libro lineal, sino concéntrico
NII, 211

Los Escolios a un texto implícitoson la obra más conocida de Nicolás Gómez Dávila, y el producto de una vida de elaboración y escritura. En el cofre de Villegas suman 1355 páginas divididas en cinco volúmenes, que fueron publicados originalmente entre 1977 y 1992. La hermosa reedición completa es del 2005. En España la editorial Atlanta optó por publicar los cinco libros en un solo volumen, lo que desafortunadamente hace la lectura más ingrata al concentrar los textos.
Francisco José Martín dice que Gómez Dávila es “hoy el mayor desafío de la filosofía hispánica". Estaríamos más tranquilos si pluralizara la sentencia, y dijera “uno de los mayores desafíos”, pero igualmente enfrentarse a este opus es una necesidad y un reto.

¿Cuál es el texto implícito?
Lo primero que capta nuestra atención es el título. Como sabemos, los escolios -del griego schólion, comentario- eran los comentarios explicativos que los escoliastas escribían al margen o entre líneas de los libros clásicos. Pero ¿qué “texto implícito” se comenta aquí? Gómez Dávila no lo dice en ninguna de las miles de páginas de esta obra, ni en ninguno de sus otros textos. La especulación de los estudiosos ha dado lugar a diversas interpretaciones.
Francisco Pizano de Brigard dice que el texto implícito está en Texto I y es la crítica a la democracia. José Antonio Bielsa suscribe esta teoría, que es interesante, pero simplificadora. Gómez Dávila ve a la democracia como un subproducto de la modernidad, no es el principal objeto de sus diatribas.
Para Franco Volpi se trata de una “obra ideal”, solo soñada,“en la que se prologan y se cumplen las proposiciones de Gómez Dávila. El autor, por tanto, espolea al lector a que active su imaginación”. Es tal vez una definición coherente con la visión que tiene Volpi del pensador, pero que se queda, en nuestra opinión, con lo poético, lo aéreo de los escolios. Similar a la propuesta de Edgar Giovanni Rodríguez, que dice que el texto implícito sería un “propósito intrínseco” originado “en otro lugar”, y que se manifiesta en la crítica romántica que desarrolla Gómez Dávila.
Alfredo Andrés Abad Torres sostiene que el texto “es la tradición abordada en su biblioteca y comentada a través de los escolios”. Que es una interpretación no contradictoria con la de Óscar Torres Duque que dice que cada escolio es comentario de un texto, cuya fuente no se revela, de la tradición occidental. También José Miguel Serrano Ruiz Calderón se decanta por la tradición occidental, resaltado el éxito de como comentador de Gómez Dávila en este aspecto.
Finalmente, Juan Fernando Mejía defiende que el texto implícito puede ser distinto “según los énfasis y las relaciones que la meditación sobre las frases produzca”. O sea, que sería la relación entre el lector y el contenido, o “un nombre común para incluir varios nombres propios que pueden designar las partes de su contenido”. 
Estas últimas interpretaciones nos parecen más o menos acertadas: el “texto implícito” como un texto, o textos, de la tradición occidental (que incluye a la Modernidad, claro) o/y la mediación entre lector y el mismo texto. Pero nos queda cierta incomodidad al haber elegido las interpretaciones más generalizadoras.
Y no deja de ser un poco extraño que un autor que había optado por títulos tan comedidos como Textos o Notas, se haya inclinado a elegir un título tan ambiguo, tan artificioso intelectualmente, que evidentemente iba a provocar debates y teorizaciones entre sus lectores. Un título tan premeditadamente ambiguo no es propio de un autor “antipropagandístico” –así le califica Torres Abad-  como supuestamente era Gómez Dávila.

Los escolios
El lector no encontrará aforismos en estas páginas. Mis breves frases son los toques cromáticos de una composiciónpointilliste.
EI, 15

Gómez Dávila dejó escrito que hay dos maneras de escribir: “una lenta y minuciosa, otra corta y elíptica” (Notas, 56). La segunda claro, es a la que corresponden los escolios. Alfredo Andrés Abad Torres dedicó el libro Pensar lo implícito, rescrito sobre su tesis doctoral, a estudiar la poética gomezdaviliana, y poco más se puede aportar. 
Para este joven profesor y editor, la escritura fragmentaria tiene coherencia con las reivindicaciones clasicistas de Gómez Dávila. Los antiguos escribían textos breves porque carecían de intimidad en el sentido moderno. Su mundo era inmediato, externo, tradicional. Escribían “como una experiencia compartida y no propiamente la afirmación subjetiva de un autor, categoría que para la época es desconocida”.
Abad Torres divide los escolios en las categorías de aforismo y sentencia. Ambos tienen muchas similitudes pero el primero “es un enunciado de tendencia hacia la apertura y disgregación especulativa”, es decir, deja lugar a la interpretación. La sentencia, empero, tiene un sentido unívoco. En opinión de Abad Torres, si de los Escolios quitáramos los aforismos ydejáramos solo las sentencias, el “texto implícito” podría ser Dios.
La cuestión entonces es por qué hablamos de “escolios” y no de “aforismos y sentencias”. Básicamente porque no son en teoría autónomos, son comentarios subordinados a algo, un “texto X”, que les da esta peculiaridad.
Y en conjunto los escolios se encuadran en los que Gómez Dávila ha llamado “filosofía puntillista”, que hace del fragmento un rechazo a sistematizar cualquier argumentación: “La idea desarrollada en sistema se suicida”(EI, 89) Gómez Dávila considera ésta una forma más honesta de escribir:“La ventaja del aforismo sobre el sistema es la facilidad con que se demuestra su insuficiencia. Entre pocas palabras es tan difícil esconderse como entre pocos árboles” (EI, 294)  y además cede al lector la función de hilvanar el texto: “Filosofía pointilliste: se pide al lector que gentilmente haga la fusión de tonos puros” (Notas, 332)



Influencia del romanticismo
El romanticismo expresa esencialmente el anhelo de no estar aquí: aquí en este sitio, aquí en este siglo, aquí en este mundo.
EI, 257

La obra de Gómez Dávila es elusiva, asistemática y abierta a distintas aproximaciones. Varios autores se han acercado a ella desde el estudio del influjo del Romanticismo.
Mauricio Galindo Hurtado se remonta a la juventud del pensador colombiano en París.  Allí entró en contacto con la obra de Charles Maurras,yes probable incluso que lo conociera y militara en las filas de Acción Francesa.Suscribió los ideales antidemocráticos, pero consideró que los derechistas franceses mermaron su potencial ideológico al despreciar el Romanticismo.TinKinzel, por otro lado, destaca las disimilitudes entre lo reaccionario y lo romántico, pero le llama la atención la defensa continua que hace Gómez Dávila del Romanticismo, más que nada porque ve en él un aliado frente a la modernidad.
El autor que más enfatiza el aspecto romántico de Gómez Dávila es Edgar Giovanni Rodríguez Cuberos, que llega a considerarlo un pensador neo romántico. Para ello recurre a los conocidos ensayos de IsaiahBerlin donde explica el romanticismo como un movimiento anti ilustrado y establece paralelismos con el pensamiento gomezdaviliano. Rodríguez Cuberos demuestra bastante erudición y su texto es de los más interesantes que hay sobre el pensador colombiano, pero la tesis final es claramente demasiado forzada.
Como tampoco es del todo acertado Camilo Noguera Pardo, que se centra más en el aspecto estético del romanticismo reivindicado por Gómez Dávila, y considera que el sensualismo y la defensa de la belleza enrocan más a nuestro pensador en esta corriente que sus postulados políticos. Gómez Dávila habla mucho de arte, pasiones y belleza, pero también es militantemente contrario a la Modernidad y la Ilustración, existencialmente, no solo como esteta.

Relación con el cinismo y el supuesto conocimiento de Cioran
El cinismo es una filosofía de adolescente inteligente.
Notas, 393

También hay varios autores que resaltan la presencia de la filosofía cínica en Gómez Dávila, explícitamente citada en varias ocasiones, y luego del cinismo como actitud intelectual, que sobre todo es constante en los primeros volúmenes de los Escoliosy en Notas; de hecho, hay veces que la ironía de algunos textos es aguda: “Creo que la única ciencia de la cual existen tratados escritos por colombianos sea la Economía Política; por eso dudo que sea una ciencia” (Notas, 357).
Abad Torres sostiene que el cinismo clásico gomezdaviliano es una manera de autoexcluirse de cualquier corriente filosófica, de resistirse a los discursos preestablecidos. La irreverencia hacia las ideas hegemónicas, su ideal de vida simple, su asistematicidad, podrían ponerle un poco en la órbita de Diógenes, pero solo tangencialmente, sin encasillarle allí.
En cuanto a si Gómez Dávila conocía o no a Cioran, otro autor influido por el cinismo clásico y con ciertas similitudes con el pensador colombiano, no está claro. El profesor José Miguel Serrano Ruíz-Calderón, afirma que Cioran fue “muy leído” por Gómez Dávila, pero no explica de dónde saca esa información. Téllez cita al rumano abundantemente en su Confesión de parte, así que seguro comentó algo en las célebres tertulias. Pero Gómez Dávila no lo cita ni una sola vez, y en los casi 20.000 ejemplares de su biblioteca personal que se pueden consultar en la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá,no hay ni un solo libro de o sobre Cioran.
Lo más probable es que sí conociera la obra del pensador rumano, pero por alguna razón Gómez Dávila no quiso que se les relacionara. Le gustaba encontrarse antecedentes y hermanos espirituales en los muertos, pero que hubiera un coetáneo diciendo cosas similares a él parecía desagradarle.  

Dios en el fondo de todo
Si Dios fuese conclusión de un raciocinio, no sentiría necesidad de adorarlo.                            Pero Dios no es solo la substancia de lo que espero, sino la substancia de lo que vivo.
EI, 61

Gómez Dávila es un autor profundamente religioso. Más que católico experto en teología, se decanta por una fe sencilla y descomplicada. Le gustan los ritos populares, lo místico y la dimensión mistérica del culto. Formado en épocas preconciliares, abundan sus escolios contra la Iglesia moderna, que le parece que se aproxima demasiado al marxismo.
Una preocupación típica del latinoamericano de clase alta que era, es la irrupción de la Teología de la liberación en la Iglesia Católica, hasta entonces piedra basal del orden social. En Colombia además adquirió una dimensión particular con la adscripción de muchos sacerdotes y creyentes a la lucha armada, como Camilo Torres en el Ejército Liberación Nacional (ELN).
Para Gómez Dávila, que la Iglesia ya no cumpla con su papel tradicional es un ejemplo más de la decadencia social que promueve la Modernidad. Pero de alguna manera considera que incluso aunque los hombres se pierdan, lo importante es que Dios no deje de amarlos. El ateísmo la parece una especie de absurdo, pues la ausencia de toda trascendencia privaría de sentido al ser humano. Y los ateos le provocan chistes y desprecios sarcásticos.
Sin embargo ve el cristianismo como algo que se extinguirá ya que el mundo moderno y el capitalismo ya no toleran metarrelatos. En este destino se hermanará con el marxismo, un corpus teórico hacia el que Gómez Dávila siente de alguna manera cierto respeto: “Los Evangelios y el Manifiesto Comunista palidecen; el futuro del mundo está en poder de la Coca-Cola y la pornografía” (SE, 153) 



EL REACCIONARIO AUTÉNTICO Y HERNANDO TÉLLEZ 

Pero si el reaccionario es impotente en nuestro tiempo, su condición lo obliga a testimoniar su asco. La libertad, para el reaccionario, es sumisión a un mandato.
El reaccionario auténtico

El reaccionario auténtico es un breve tratado que apareció en el número 240 de la Revista de la Universidad de Antioquia en 1995, un año después del fallecimiento del autor. Aquí Gómez Dávila propone una especie de manifiesto político-existencial sobre la condición del reaccionario en nuestro tiempo.
Empieza hermanando al reaccionario con Goethe y Dostoievski y con las “más altas inteligencias de Occidente”, que “desde hace ciento cincuenta años llevan acumulando objeciones contra el mundo moderno”. Pero en seguida pasa a reflexionar sobre la visión moderna de la historia, tema principal del texto.
La actitud reaccionaria escandaliza a los progresistas, tanto los de las variantes radical como liberal, sobre todo porque se opone a la visión de la historia como un avance lineal y racional. Para el progresista radical la historia “es una epifanía de la razón” y por lo tanto condenarla es absurdo y mezquino, lo que hay que hacer es colaborar en su culminación. Para el progresista liberal la historia es “el ascenso de la libertad humana hacia la plena posesión de sí misma”, una libertad engendrada por la razón y contra la que ninguna ley debe argüirse; las necesidades materiales palidecen ante la magnificencia de la buena voluntad, “que puede rescatar al hombre, en cualquier instante”; resistirse a la historia es, finalmente, para el progresista liberal, un acto inmoral.
El reaccionario, empero, asume desprejuiciado la mezquindad y  la inmoralidad de resignarse a la historia que los progresistas defienden. No hay avance para él, ni dialéctica en los acontecimientos, ni esquemas en los que podamos encajar los hechos “como pasta viscosa y plástica”. La historia no es producto de la libertad humana, ni responde a una lógica racional; es más bien “una aventura temporal entre el hombre y lo que lo trasciende”. O de otra manera: “La historia del reaccionario es un jirón, rasgado por la libertad del hombre, que oscila al soplo del destino”.
El problema es que la visión progresista es tan hegemónica que es imposible tomar partido contra ella hoy sin legitimarla de alguna manera; no se concibe una actividad política que no se inserte dentro de esta historia lineal y finalista. El reaccionario no tiene fuerza ni obligación ética para actuar cuando su conciencia niega tan radicalmente cualquier posibilidad de avance o mejora colectiva. Su única salida es minar poco a poco la soberbia humana, hablando, dejando constancia de su repulsa. Así es como ejerce su libertad, sin abrazar, por el momento, causas que desdeña, solo obedeciendo el mandato autoimpuesto de refugiarse en “la orilla de estanques milenarios”.  

Boceto del reaccionario
Indagando en vidas y libros de autores colombianos relacionados con Gómez Dávila, hemos topado con Hernando Téllez (1908-1966), un crítico literario de gran prestigio y colaborador también de la revista Mito, que además era asiduo a las tertulias dominicales en casa del primero, sobre el que además escribió un breve estudio y al que le dedicó su libro Textos no recogidos en libro.
Téllez es autor de varios libros, el último de los cuales se llama Confesión de parte, y apareció póstumamente en 1966, sin que haya sido reeditado. En el prólogo, a cargo del ex presidente Alberto Lleras Camargo -también contertulio de Gómez Dávila-, se nos explica que el libro es una compilación de artículos de Téllez  para el diario El Tiempo, escritos entre 1960 y 1966.
Hay artículos sobre literatura y política, y uno que es especialmente llamativo: Boceto del reaccionario,  que presenta demasiados paralelismos con El reaccionario auténtico de Gómez Dávila como para suponer que no hubo diálogo entre sus autores.
El texto de Téllez empieza así: “El reaccionario es un animal humano a quien los progresistas consideran como una especie de bestia prehistórica, cuya sola existencia los incomoda y escandaliza”. El de Gómez Dávila lo hace así: “La existencia del reaccionario auténtico suele escandalizar al progresista. Su presencia vagamente lo incomoda”.
El resto del breve Boceto del reaccionario no sigue completamente la misma línea argumentativa del El reaccionario auténtico, pero sí parece comentar las ideas de los dos primeros libros de Gómez Dávila.
Para Téllez, el progresista acepta el capitalismo porque lo ve como antesala del comunismo, la última fase del historicismo que defiende. Y tolera a los “socialcatólicos” porque voluntariamente suman acólitos a la revolución, y a los liberales, porque involuntariamente y con sus incongruencias aceleran el declive del capitalismo. Lo único que no tolera es al reaccionario, porque se enfrenta a la totalidad de los presupuestos progresistas, lo que aquél entiende como “una apostasía con la historia”. “El peligro real de esa rebeldía intelectual es nulo” y sin embargo, finaliza Téllez, es “la única fuente crítica donde el revolucionario y el reformista podrían atemperar algunos de los excesos de sus ilusiones respecto al mundo feliz que preparan a la desventurada criatura humana”.
El artículo no viene fechado, solo sabemos que se publicó entre 1960 y 1966. Así que es posterior a Notas y Textos I. Sin embargo no sabemos en qué año se escribió El reaccionario auténtico. Si es anterior a este artículo, como parece claro que es, se pasó un mínimo de cuarenta y cinco años inédito. Gómez Dávila tuvo que dejarle el manuscrito a Téllez, que lo comentó sin citarlo en ningún momento.
La otra posibilidad es que Téllez fuera de hecho el inspirador del Gómez Dávila. No sería del todo disparatado: Téllez publicaba con éxito desde 1943 y era un autor de gran talento hoy injustamente olvidado. Además fue asistente en su juventud del gran pope intelectual del siglo veinte bogotano, Germán Arciniegas, lo que le sitúa en los círculos más prominentes de la intelectualidad capitalina.
Sin embargo el resto de los textos de Téllez le ubican en otra órbita. Militante del Partido Liberal, preocupado por la política diaria y por la crítica literaria, no hay más rastros de reaccionarismo en sus otros textos. Más bien parece mimetizarse eventualmente con su amigo Gómez Dávila.   
Aun así, desconocemos sí El reaccionario auténtico no fue modificado en más de cuatro décadas inédito. Sí pudo suceder que el artículo de Téllez, estimuladopor los dos primeros libros de Gómez Dávila, impulsara a éste a cambiar algo de su manifiesto. Pudiera ser que Téllez inspirara el arranque del texto o la idea de que la principal característica del reaccionario es su enfrentamiento a la historiografía progresista (algo que no está tan acentuado en Notas y Textos I)
En cualquier caso, sin que sepamos seguro quién influyó más a quién, lo cierto es que el artículo de Téllez, que recordemos se publicó en el periódico de más tirada de Colombia, demuestra que Gómez Dávila sí interactuó con sus coetáneos, que le conocían y él a ellos, y que fueron permeables.




DE IURE EN LA SITUACIÓN COLOMBIANA

Ni el jefe del ejecutivo, ni los miembros del legislativo, son mandatarios, o representantes, del pueblo.  Uno  y otro son órganos del Estado para el cumplimiento de su fin, que es la realización del derecho. 
EI, 236

En los años ochenta Colombia era considerada un “Estado fallido”: los cárteles de la droga desafiaban al gobierno, y además creaban una subcultura de dinero fácil y ascenso social que deshizo las tradicionales estructuras sociales; las guerrillas cercaban las ciudades entre las simpatías más o menos abiertas de importantes masas sociales; los índices de mortalidad infantil eran escandalosos y más de la mitad de la población vivía bajo el umbral de la pobreza; la corrupción imperaba en todos los niveles de la sociedad y el Estado era incapaz de imponer la institucionalidad en gran parte del territorio nacional.
Nadie que viviera en el país podía ser indiferente a una realidad tan violenta y compleja. 
En Días de memoria de Jorge Cardona, que es uno de los mejores libros sobre aquella época, se nos dice que en concreto 1988 fue el año donde la violencia alanzó su cenit y se vio como posible la descomposición total del país. Fue el año en que Nicolás Gómez Dávila publicó su tratado sobre derecho De iure.
Escrito originalmente, según se nos dice en la presentación, en 1970, se publicó en el número de homenaje que le dedicó la Revista de la Universidad del Rosario. Aparece junto a estudios escritos en torno a él por amigos y seguidores, y luego artículos de la época ya ajenos a Gómez Dávila donde desde distintos enfoques se trata de desentrañar la complejidad política de aquellos tiempos.
El texto de Gómez Dávila es una aproximación a la filosofía del derecho que no es ajeno al país y al tiempo donde fue concebido. O, dicho de otro modo, no se hubiera escrito así si su autor hubiera vivido en otro país más tranquilo y próspero. Es, por otro lado, un tratado denso, largo y árido; sin duda, la lectura menos grata de cuanto escribiera su autor. 
Para el pensador colombiano, parte de la inestabilidad política general -por supuesto, no dice hablar de su país en concreto- viene de la falta de definición del Derecho, que arrastra a otros conceptos como Justicia o Estado. “Ningún problema, pues, más auténtico que el problema del derecho”. Y para conceptualizar lo que es el Derecho hay que definir su objeto, que es lo jurídico, o sea, “lo convenido”.
Más allá de cualquier planteamiento racional, de cualquier innovador cuerpo teórico, hay una tradición y unos anales del pueblo, que registran lo que es lo convenido. Así que llegamos a unos primeros postulados: “I) Lo jurídico es el convenio; II) El convenio es la obligación de respetar lo convenido; III) El convenio es la obligación de respetar el convenio”. Aquí no queda espacio para derechos universales del hombre, que no tiene más derecho que el que emana de la sociedad donde vive.Y Gómez Dávila cierra este primer apartado concluyendo que “Toda definición distinta es ilícita”.
A partir de aquí ya podemos definir Derecho como “la regla de conducta que nace del convenio”, Justicia como “la observancia de la regla del derecho”, y Estado como “la regla del derecho que asegura la observancia”.
Estas conceptualizaciones no dejan mucho lugar a posibles cambios, ya que ningún príncipe ni mandatario tiene legitimidad para cambiar las leyes, que son producto de “el acuerdo de voluntades”. La inflexibilidad es lo que garantiza la seguridad jurídica. Lo que Gómez Dávila sí concibe es la “acumulación histórica de acuerdos en el tiempo”, o sea que nuevas generaciones se otorguen leyes nuevas que no modifiquen ni contradigan las leyes fundacionales convenidas en el los orígenes.
A Gómez Dávila le irrita particularmente la frivolidad con que determinados movimientos políticos tratan de darle un sentido ético al Derecho o considerar Justicia a algo que tenga que ver con la problemática social o con algo que no sea la observancia de la regla. “La justicia, pues, es la simple observancia de la regla, no el místico fin del derecho. La finalidad del derecho es el derecho mismo. Justo es el acto conforme a la regla”, sentencia.   
El tema del Estado y sus funciones también es capital en De iure.Para Gómez Dávila, y en coherencia con lo que ha dicho hasta ahora, el Estado es “un tribunal y un juez”. Nada más. No puede inmiscuirse en otra cosa que no sea garantizar el derecho, que es la reglamentación del convenio. Y si está amenazado por enemigos, tiene que actuar con fuerza; y si no, tratar de mantenerse en un perfil muy bajo.
Por supuesto, el mayor riesgo del Estado es hundirse en banderías que traten de convertirlo en instrumento de otra función que no sea la suya. Ningún líder o colectividad puede usurpar del Estado. Esto es caer en el absolutismo, que “prefiere guarnecerse bajo doctrinas que proclaman, enfáticamente, que la finalidad del estado es la prosperidad pública, la felicidad humana, la justicia social, el progreso, o el bien común”. Todos estos principios además son “cándida expresión de nuestras convicciones”. Quien cree en la prosperidad pública o la justicia social no lo hace desde la objetividad,  esgrimir esos argumentos ya es una toma de posición, por lo que ya se expresa a las claras la intención de desvirtuar al Estado.
Aquí llegamos a la crítica a la democracia, que siempre acaba apareciendo en la obra de Gómez Dávila. Los demagogos que controlan la democracia hacen creer que el acuerdo de voluntades primigenio es lo mismo que la mayoría de opiniones contemporánea, y que entonces es legítimo reorientar el Estado cambiando las leyes plebiscitariamente. Por supuesto el Estado tiene que defenderse de esos demagogos.
En el último apartado Gómez Dávila quiere encontrar el origen de Derecho, o del convenio, que es algo que ha estado evitando aclarar. Aquí matiza que los supuestos conciertos de voluntades no lo son de individuos en un momento concreto, lo son de “acuerdos en el tiempo”. Pero tampoco hay  fechas que esgrimir, y utiliza el lenguaje como ejemplo: “El derecho no tiene origen histórico, como no lo tiene el lenguaje. Nadie inventó el derecho, ni su lengua”. Derecho y lenguaje son realidades centenarias sin origen, que se han ido configurando y madurando con el pasar de los años, impersonalmente. Están ahí y hay que respetarlos sin acelerar sus cambios, ni romper con ellos, ya que “el más grave atentado contra el hombre es la mutilación del roble en que cuajó la savia de mil agrias primaveras”. 



CONCLUSIÓN

Canónigo obscurantista del viejo capítulo metropolitano de Santa Fe, agria beata bogotana, rudo hacendado sabanero, somos de la misma ralea.                                                                                Con mis actuales compatriotas  solo comparto el pasaporte.
NII,133

Nicolás Gómez Dávila algún día será una moda. Pocos autores tienen el dominio del español que él tiene, y nadie escribe aforismos y sentencias como él lo hace. Pero tampoco hemos de dejar que su faceta esteta eclipsea la de pensador, y sobre todo a la de pensador reaccionario y colombiano. Como hemos querido demostrar, era ambas cosas profundamente: reaccionario y colombiano. Franco Volpi pretendió limar estas facetas tal vez para hacerlo más publicable en Europa, pero eso ha sido a costa de desnaturalizarlo. Si con este trabajo hemos reubicado a Gómez Dávila geográfica e ideológicamente, habremos tenido éxito.
El intento por minusvalorar el aspecto ideológico de nuestro pensador responde a razones obvias: el pensamiento reaccionario no goza lógicamente de buena reputación en Europa y muchos lectores no querrían leerlo si se lo tomaran en serio. Pero ser maduros intelectualmente debería suponer que podemos contrastar nuestras ideas con quien se mueve en posicionamientos contrarios. Tal vez es preferible el desafío desde las antípodas que el coro confirmador de nuestros pares. Y desde luego, desde el latinoamericanismo, en pocas ocasiones podremos examinar tan explícitamente el pensamiento de la oligarquía que ha controlado la región desde hace siglos. Nicolás Gómez Dávila es, podríamos decir, un ideólogo de los socios de los Jockey Clubs de América Latina.
Otra cuestión que es menos comprensible es el empeño por “descolombianizar” al pensador bogotano. Se podría suponer que en los años ochenta y noventa la reputación del país dificultaba que se vendiera como pensador serio a un colombiano. Eran mejor los novelistas “orientalizadores” que confirman a los extranjeros el exotismo del país, como Gabriel García Márquez. Pero en Colombia hay una tradición de pensadores estimulantes y brillantes de los que Gómez Dávila es solo un ejemplo. En parte puede que su propio sentimiento de inferioridad les motive a mantener un perfil bajo. Como Gómez Dávila, que solo escribía para sus amigos, el otro gran pensador colombiano de la segunda mitad del siglo XX, Estanislao Zuleta, ni siquiera quiso casi publicar, y la mayoría de su fabulosa obra son transcripciones de sus conferencias hechas por sus alumnos tras su muerte.
Zuleta sufrió amenazas y tuvo que mudarse en varias ocasiones. Colombia es un país raro, hay una libertad de opinión inimaginable en países vecinos, pero también unos índices de asesinatos políticos igualmente inauditos. No habría que descartar que uno de los motivos por los que Gómez Dávila nunca quiso hablar claramente de Colombia fue por su propia seguridad y la de su familia. En los años setenta y ochenta, recordemos, el Movimiento 19 de Abril secuestraba con estremecedora frecuencia a miembros de la “oligarquía explotadora”, a losque juzgaba en tribunales clandestinos y a menudo ejecutaba. Si Gómez Dávila se hubiera significado en prensa, por ejemplo, se hubiera convertido sin duda en objetivo terrorista.
Tampoco quiso ejercer nunca, por cierto, el caudillismo cultural, que también existe en Colombia. Fernando González en Medellín y Germán Arciniegas en Bogotá tenían el poder de decidir quién publicaba y quién no. Pero no consta que Gómez Dávila tuviera el más mínimo interés en entrar en ese juego.
Gómez Dávila no se nutrió intelectualmente de herencias colombianas, pero sí se involucró en su país, que es algo que los estudiosos gomezdavilianos en la estela de Volpi -casi todos- no quieren ver. Era como un Ortega y Gasset, alimentado en fuentes europeas para ser arraigadamente español.
Hay también un Gómez Dávila personaje que resulta simpático pero que tampoco es cierto: la del heredero ajeno a todo que se consagró a su biblioteca. Tal vez esta sería la fantasía de todos nosotros, la de tener mucho dinero y dedicarnos a leer en una hermosa casa de estilo Tudor. Pero esta es otra idealización de Volpi. Abundan los testimonios que afirman que Dávila trabajó y se sociabilizó mucho en el Bogotá de su tiempo.Nunca fue un eremita.









BIBLIOGRAFÍA

Escritos de Nicolás Gómez Dávila
Notas. Bogotá, Villegas Editores, 2003, con el prólogo de Franco VOLPI “Una voz inconfundible y pura”.
Textos I. Bogotá, Villegas Editores, 2002.
Escolios a un texto implícito, 5 vol, Bogotá, Villegas Editores, 2005, el cofre incluye además el libro El solitario de Dios de Franco VOLPI.
“De iure”, en Revista del Colegio Mayor Nuestra Señora del Rosario (Bogotá), LXXXI, 1988, No. 542, (abril-junio), pp. 67-85.
“El reaccionario auténtico”, en Revista de la Universidad de Antioquia (Medellín), 1995, No. 240, (abril-junio), pp. 16-33.
Escolios a un texto implícito. Selección, Bogotá, Villegas Editores, 2001, con prólogo de Mario LASERNA PINZÓN “Nicolás Gómez Dávila, el hombre” y epílogo de Franco VOLPI “Un ángel caído en el tiempo”

Escritos sobre Nicolás Gómez Dávila
Homenaje a Nicolás Gómez Dávila, cuaderno especial de la  Revista del Colegio Mayor Nuestra Señora del Rosario (Bogotá), LXXXI, 1988, No. 542, (abril-junio). Incluye los textos de:
·         Alberto ZALAMEA: “Homenaje a Nicolás Gómez Dávila”, p.7
·         Francisco PIZANO DE BRIGARD: “Semblanza de un colombiano universal: las claves de Nicolás Gómez Dávila”, pp. 9-20
·         Hernando TÉLLEZ: “La obra de Nicolás Gómez Dávila, una dura punta de diamante”, pp. 21-22
·         Álvaro MUTIS: “Donde se vaticina el destino de un libro inmenso”, pp. 23-25
·         Juan Gustavo COBO BORDA: “Escolio a los Escolios”, pp. 26-30
·         Gerd-Klaus KALTENBRUNNER: “Un pagano que cree en Cristo. El antimodernista colombiano Nicolás Gómez Dávila en alemán”, pp. 31-33
·         Adolfo CASTAÑÓN: “Retrato de un pastor de libélulas: Nicolás Gómez Dávila”, pp 34-37


Paradoja.Revista de filosofía. 2000, Universidad Tecnológica de Pereira, No1. Incluye los textos de:
·         Franco VOLPI: “Entre pocas palabras”, pp. 7-16
·         Francia Elena GONEAGA: “La tumba habitada. Una reflexión sobre ´La modernidad´ en la obra de Nicolás Gómez Dávila”, pp. 17-28
·         Till KINZEL: “Nicolás Gómez Dávila, Henry Thoreau, el romanticismo y el arte de la lectura”, pp. 29-40
·         Conrado Giraldo ZULUAGA: “Nicolás Gómez Dávila, entre la tradición y la innovación”, pp. 41-58
·         Alfredo ABAD TORRES: “La filosofía como epifanía”, pp. 59-68
·         Krzysztof URBANEK: “En torno a Nicolás Gómez Dávila”, pp. 69-72

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[1]    El párrafo inicial completo dice así: “Hay escritores que parecen provenir de la nada. Que brotan imprevisiblemente de ambientes que les son ajenos, sin haber sido preparados por nada ni por nadie, sin precedentes, sin pertenencias o señales de reconocimiento útiles para definirlos. Excéntricos, incómodos, irregulares, son inclasificables e inconfundibles. Por la manera como escribe y por aquello que escribe, Nicolás Gómez Dávila se encuentra sin duda entre ellos”
[2] Gutiérrez Girardot, 2005.
[3]El ataque de Gutiérrez Girardot a Ortega no fue impune. En “El estallido de la verdad en América Latina”, de Alejandro Sánchez Lopera, nos recuerda que en los setenta, cuando se formó el Grupo de Bogotá -la variante colombiana de la Filosofía Latinoamericana- no se leyó a Ortega por su influencia, y sí a Zubiri, al que Gutiérrez Girardot opone como pensador fundamental.

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