29.1.19

lunes



Pareciera que el Charlie duerme en un ataúd durante el día. Le conozco desde hace años y creo que nunca le he visto bajo la luz del sol. Alguna vez que le he sugerido hacer algo a media tarde me ha mirado con gesto receloso, como si fuera una propuesta absurda o temeraria. Así que como es habitual me cita por la noche; esta vez en el In Dreams de Tribunal, que en honor a la verdad es un sitio bastante afable donde no me siento disminuido por parroquianos mucho más guapos y molones que yo. Allí todavía no excluyen a quien no acredite una acendrada modernez.
Estamos sentados en el sillón vintage, o sea viejo e incómodo, que hace guardia en la puerta de los servicios, divagando sobre lo miserable de la condición humana, cuando vemos que que Galo viene hacia nuestra posición.
Galo es una vieja gloria de la Movida, amigo de Charlie, tangencialmente amigo mío, que siempre vaga por el centro de Madrid como si una maldición bíblica le hubiera condenado a no poder salir nunca de sus límites. Pasa de los sesenta años pero viste como si tuviera quince, con pantalones anchos y chaqueta militar. Tiene el cuerpo lleno de tatuajes, que le trepan por el cuello y le llegan a la cara. El poco pelo que le queda intenta formar una cresta rubia, pero semeja una corona carcomida. Se ha horadado las orejas para ponerse unos pendientes étnicos inmensos, que parecen dos campanas colgantes.
Nos saluda con cordialidad. Esa cordialidad protocolaria de los noctívagos que no acaba de cuajar para los mundanos, y que es más bien una indiferencia de suaves maneras. Nos estrecha la mano sin mirarnos, pendiente de los laterales, como por si apareciera otro conocido que hubiera que saludar, alguien que mereciera más su tiempo que nosotros.
Esperamos a que salga del baño y cuando lo hace tiene una actitud más amable, como si quisiera rectificar su displicencia previa. Nos pregunta humildemente que si puede acompañarnos y se sienta en una silla frente a nosotros. En seguida capitaliza la conversación con temas autobiográficos. Nos cuenta que está preocupado por la salud de su querido amigo Alberto, Alberto García-Alix matiza, con el que se metía de joven unas juergas de aúpa, añade.
Aunque siento ciertos reparos hacia él, encuentro interesante escuchar sus vivencias de aquella época, por lo que le pido, así sin concretar, que nos cuente cosas, que nos explique cómo eran esos tiempos y cómo los vivió.
Sentado, Galo estira el cuello, adquiere un gesto solemne, sus ojos se orientan al vacío. Empieza a rememorar; hincha sus palabras.
Se remonta a la década de los setenta para aclarar que él estuvo en primera línea antes de que el felipismo capitalizara la autenticidad y frescura de lo que los jóvenes hacían en esta ciudad; sin embargo el mayor peso de sus narraciones lo tienen episodios ya de los años ochenta, como sus colaboraciones con Ouka Leele, un connato de pelea con Pedro Almodóvar, o las borracheras que se cogía con su amigo Antonio, Antonio Vega, en el Penta, y cómo le sugirió a éste que incluyera una referencia al local en su canción  “La chica de ayer”.
Esa historia es en la que más se centra. Nos informa de que antes, para llegar al Penta, había que salir corriendo del metro porque las calles estaban llenas de yonkis feroces que atracaban a discreción. Si los modernos y sus carteras sobrevivían al trayecto se llegaba al garito, que entonces era innovador porque era una discoteca en la que también se podía comer algo y además cerraba muy tarde, así que era el último reducto cuando la noche empezaba a desfallecer.
Nos cuenta que era habitual ver a Antonio, Antonio Vega, siempre tímido y solitario en una esquina, y que se acabaron haciendo amigos, y que aquella amistad le cambió la vida y que es quién es por las noches que pasó con Antonio, Antonio Vega, y que el Penta era mágico, que estaba lleno de gente creativa con ganas de hacer cosas, y que entonces todo era empezar de cero, y una libertad como nunca se ha vuelto a experimentar, y mucho sexo libertino y fraternidad a raudales.
Se le velan los ojos y sugiere llevarnos al Penta para revivir todo aquello, para que también nosotros conozcamos aquél Madrid real y transgresor. 
Aceptamos y salimos en peregrinación, un tanto eufóricos, canturreando aquello de luego por la noche al Penta a escuchar canciones que consiguen que te pueda a amar.
Mientras atravesamos la calle Fuencarral Galo repite consignas extasiado, que si rupturismo, tíos, que si aquello no se ha vuelto a repetir, que si el Penta era el cruce de caminos de las almas inquietas de aquél país que renacía de sus letargos…
En solo diez minutos llegamos a nuestro destino. Nos detenemos unos instantes ante la puerta, reverenciales, preparándonos ansiosos para la epifanía.
Entramos. No hay clientes; las paredes son rojas y el suelo pulcro; suena David Bisbal y solo nos encontramos con un camarero ojeroso que nos saluda al entrar. La decoración es auto referencial, con ubicua mercadotecnia ochentera, imágenes retro de tiempos de gloria, y emblemas de marcas de cervezas internacionales.
Nos desinflamos súbitamente y solo quedan nuestros cuerpos abollados.
Galo, avergonzado nos mira y con sonrisa incómoda nos musita:
-Bueno, chicos, yo ya he hablado mucho, ahora os toca a vosotros contarme algo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

En los ochenta yo ya no salia.....los abuelos son mas jóvenes que yo,pero lo de que cualquier tiempo pasado fue mejor,me cuesta engullirlo, y mira que me desagrada Bisbal