Pareciera
que el Charlie duerme en un ataúd durante el día. Le conozco desde hace años y
creo que nunca le he visto bajo la luz del sol. Alguna vez que le he sugerido
hacer algo a media tarde me ha mirado con gesto receloso, como si fuera una
propuesta absurda o temeraria. Así que como es habitual me cita por la noche;
esta vez en el In Dreams de Tribunal, que en honor a la verdad es un sitio
bastante afable donde no me siento disminuido por parroquianos mucho más guapos
y molones que yo. Allí todavía no excluyen a quien no acredite una acendrada
modernez.
Estamos
sentados en el sillón vintage, o sea viejo e incómodo, que hace guardia en la
puerta de los servicios, divagando sobre lo miserable de la condición humana,
cuando vemos que que Galo viene hacia nuestra posición.
Galo
es una vieja gloria de la Movida, amigo de Charlie, tangencialmente amigo mío,
que siempre vaga por el centro de Madrid como si una maldición bíblica le
hubiera condenado a no poder salir nunca de sus límites. Pasa de los sesenta
años pero viste como si tuviera quince, con pantalones anchos y chaqueta
militar. Tiene el cuerpo lleno de tatuajes, que le trepan por el cuello y le
llegan a la cara. El poco pelo que le queda intenta formar una cresta rubia,
pero semeja una corona carcomida. Se ha horadado las orejas para ponerse unos
pendientes étnicos inmensos, que parecen dos campanas colgantes.
Nos
saluda con cordialidad. Esa cordialidad protocolaria de los noctívagos que no
acaba de cuajar para los mundanos, y que es más bien una indiferencia de suaves
maneras. Nos estrecha la mano sin mirarnos, pendiente de los laterales, como
por si apareciera otro conocido que hubiera que saludar, alguien que mereciera
más su tiempo que nosotros.
Esperamos
a que salga del baño y cuando lo hace tiene una actitud más amable, como si
quisiera rectificar su displicencia previa. Nos pregunta humildemente que si
puede acompañarnos y se sienta en una silla frente a nosotros. En seguida
capitaliza la conversación con temas autobiográficos. Nos cuenta que está
preocupado por la salud de su querido amigo Alberto, Alberto García-Alix
matiza, con el que se metía de joven unas juergas de aúpa, añade.
Aunque
siento ciertos reparos hacia él, encuentro interesante escuchar sus vivencias
de aquella época, por lo que le pido, así sin concretar, que nos cuente cosas,
que nos explique cómo eran esos tiempos y cómo los vivió.
Sentado,
Galo estira el cuello, adquiere un gesto solemne, sus ojos se orientan al
vacío. Empieza a rememorar; hincha sus palabras.
Se
remonta a la década de los setenta para aclarar que él estuvo en primera línea
antes de que el felipismo capitalizara la autenticidad y frescura de lo que los
jóvenes hacían en esta ciudad; sin embargo el mayor peso de sus narraciones lo
tienen episodios ya de los años ochenta, como sus colaboraciones con Ouka
Leele, un connato de pelea con Pedro Almodóvar, o las borracheras que se cogía
con su amigo Antonio, Antonio Vega, en el Penta, y cómo le sugirió a éste que
incluyera una referencia al local en su canción
“La chica de ayer”.
Esa
historia es en la que más se centra. Nos informa de que antes, para llegar al
Penta, había que salir corriendo del metro porque las calles estaban llenas de
yonkis feroces que atracaban a discreción. Si los modernos y sus carteras
sobrevivían al trayecto se llegaba al garito, que entonces era innovador porque
era una discoteca en la que también se podía comer algo y además cerraba muy
tarde, así que era el último reducto cuando la noche empezaba a desfallecer.
Nos
cuenta que era habitual ver a Antonio, Antonio Vega, siempre tímido y solitario
en una esquina, y que se acabaron haciendo amigos, y que aquella amistad le
cambió la vida y que es quién es por las noches que pasó con Antonio, Antonio
Vega, y que el Penta era mágico, que estaba lleno de gente creativa con ganas
de hacer cosas, y que entonces todo era empezar de cero, y una libertad como
nunca se ha vuelto a experimentar, y mucho sexo libertino y fraternidad a
raudales.
Se
le velan los ojos y sugiere llevarnos al Penta para revivir todo aquello, para
que también nosotros conozcamos aquél Madrid real y transgresor.
Aceptamos
y salimos en peregrinación, un tanto eufóricos, canturreando aquello de luego
por la noche al Penta a escuchar canciones que consiguen que te pueda a amar.
Mientras
atravesamos la calle Fuencarral Galo repite consignas extasiado, que si
rupturismo, tíos, que si aquello no se ha vuelto a repetir, que si el Penta era
el cruce de caminos de las almas inquietas de aquél país que renacía de sus
letargos…
En
solo diez minutos llegamos a nuestro destino. Nos detenemos unos instantes ante
la puerta, reverenciales, preparándonos ansiosos para la epifanía.
Entramos.
No hay clientes; las paredes son rojas y el suelo pulcro; suena David Bisbal y
solo nos encontramos con un camarero ojeroso que nos saluda al entrar. La
decoración es auto referencial, con ubicua mercadotecnia ochentera, imágenes
retro de tiempos de gloria, y emblemas de marcas de cervezas internacionales.
Nos
desinflamos súbitamente y solo quedan nuestros cuerpos abollados.
Galo,
avergonzado nos mira y con sonrisa incómoda nos musita:
-Bueno,
chicos, yo ya he hablado mucho, ahora os toca a vosotros contarme algo.
1 comentario:
En los ochenta yo ya no salia.....los abuelos son mas jóvenes que yo,pero lo de que cualquier tiempo pasado fue mejor,me cuesta engullirlo, y mira que me desagrada Bisbal
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