10.12.20

jueves

 

Identificarse como antifascista es seleccionar algo unánimemente condenado, algo que nadie normal defiende, y declararse su enemigo como si eso fuera un acto de valentía extraordinario. Pero no es más que instrumentalizar una obviedad. Es como abanderar la antipederastia. ¡Pues claro que eres antipederastia!¡claro que eres antifascista!¡Todos los somos! Nadie quiere pederastas o fascistas en sus calles. Lo malo es que a la tercera o cuarta vez en que insistes en que odias a los pederastas o a los fascistas uno empieza a sospechar que hay algo turbio detrás de tanta vehemencia.

Por ejemplo, cuando alguien remarca su antifascismo parece presuponer que los demás no lo somos. O que no los somos al menos completamente, lo que es lo mismo que insinuar que somos fascistas en algún grado. Y a partir de ahí, claro, queda a discreción del antifascista privarnos de legitimidad política. 

Para ello se adueñó de la obviedad en un primer momento.

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La monserga que abomina machaconamente contra el libre mercado se mueve en un plano meramente sentimental; no necesita ofrecer un modelo alternativo viable para considerarse legítima. Se limita a apelar a ciertos resortes psicológicos que hacen que todos nos evoquemos de repente habitando como por arte de magia en un ilocalizable país de Cucaña, un horizonte meloso, donde nos alimentamos de lo que la pacha mama nos regala, amándonos mucho, hermosos y solidarios, felizmente ignorantes de lo que es el dinero y la tristeza.

El problema es que frente a este anhelo tan potente como irrealizable nada puede la grisura de unas estadísticas que mejoran cada año, o el aburrimiento de unas leyes que permiten prosperar, o la banalidad de que nos saquen muelas sin dolor, o tener un computador que a veces olvidamos que no siempre ha estado ahí.


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