Si
como decía Ortega y Gasset la claridad es la cortesía del filósofo, hay que
decir que una mayoría de los filósofos que pueblan la historia de la disciplina
han sido bastante descorteses; a algunos incluso podemos acusarlos de
impertinentes y malencarados, y les tenemos por una compañía ingrata con
la que no queremos estar ni un minuto más del necesario.
Por
el contrario, simpatizamos con los filósofos que son amigablemente claros, y
nos agrada su prosa fraterna más allá de las imposiciones del prestigio, o de
su papel más o menos basal en el canon del pensamiento de Occidente. Los leemos
con gusto, sin esperar contraprestaciones académicas o laborales. Los leemos
con el mismo placer con el que acudimos a una relajada velada con nuestros
cófrades de tertulia.
El
pensamiento helenístico tiene en general bastante de esto. Sus consejos del
buen vivir -o del buen sufrir, según se mire- no necesitan de prólogos
explicativos para conmovernos. También sus disquisiciones sobre lógica nos
resultan accesibles, tanto como sus concepciones sobre la naturaleza, que a dos
milenios vista son hoy tan geniales como entrañables.
Tal
vez tenga que ver con la situación en la que surgieron, tan identificable para
nosotros. Las escuelas helenísticas (cínicos, estoicos y epicúreos) son hijos
del desarraigo. Cuando los macedonios les arrebataron la polis, en cuyo
servicio se volcaban, los filósofos atenienses se volvieron sobre sí mismos en busca de certeza alguna. Ya no eran ciudadanos, ahora eran nada más que hombres, y era a
lo que tenían que atenerse.
De
estas generaciones de filósofos resalta con especial fuerza Epicuro. Tanto que
la adjetivación de su nombre forma todavía hoy parte de nuestro vocabulario.
Fue coetáneo de Aristóteles, allá por el siglo IV a.C., y, por lo que sabemos
de él, creó su escuela en un jardín a las afueras de la ciudad, donde enseñaba
que con una vida serena y moral se podía alcanzar la felicidad. Casi toda su
obra se ha perdido, pero hay fragmentos suficientes como para que podamos
reconstruir lo esencial de sus propuestas.
De
entre todos los textos salvados, la Carta a Meneceo parece ser una buena
síntesis de su pensamiento.
Se
trata de una carta muy bellamente escrita en la que Epicuro instruye a uno de sus
alumnos en las tesituras de la vida. El género epistolar, tan común en la
época, juega en favor de la autenticidad y la belleza. Habla para que Meneceo y
todos nosotros le entendamos. El filósofo no busca abrumarnos con jerigonza, no
arguye conceptos que nos deslumbren; habla de la existencia humana en un
lenguaje común, no filosófico, o sea, sin esconderse en terminología
metafísica, y sus argumentaciones quedan honestamente desnudas. Aquí los
hombres mueren y se duelen, exclaman y temen, tal cual, como sucede en la calle
y en la cantina de más abajo. No hay
“cesación del ser”, “reintegramiento en la nada” y demás disfraces sartriano-heideggerianos
que nos dicen tan poco, que sólo nos entretienen para que en realidad no nos
angustiemos pensando que morimos.
Pero
nos morimos y punto, nos recuerda el filósofo.
Hay
mucha verdad en Epicuro; una verdad sin artificios, vulnerable y transparente.
Como le vemos las costuras a sus ideas podemos dialogar con él y aprender a
vivir, que en suma es de lo que se trata. Y nada honra más su ejemplaridad como
maestro que nuestras enmiendas.
Empecemos
elogiando su optimismo y su falta de elitismo. Para él la filosofía sana y es
apta para todo el mundo, sin restricciones de edad, nacionalidad o condición.
También la felicidad, que llega sin necesitar gloria o bienes materiales. Todos
podemos mejorarnos. Ya vemos aquí cierto cosmopolitismo que empieza a florecer
tras el ombliguismo ateniense.
Forzando
todo rigor académico, podemos sostener que quien defiende estos principios es
sencillamente una buena persona y un pensador moralmente limpio.
Pero
¿hasta qué punto nos convence hoy su epístola? Leyéndola uno recuerda la
acusación que San Agustín les hizo a los pensadores de la etapa helenística: inhumanos.
Por
ejemplo, su apología de la renuncia a ser más de lo que somos, a conformarse,
suena incluso antinatural ¿El conatus humano no es genéticamente
inconforme y ambicioso? Porque habrá más tarde una renuncia, la cristiana, pero
que será completamente distinta, ya que su finalidad es abrazar lo más
grandioso inimaginable, no sumirse en una dócil ataraxia. Será una renuncia que
aspire a beberse los cielos, no a la calma de un felino somnoliento.
Cuando
habla de los dos tipos de deseos, unos naturales y otros vanos, la primera
impresión que produce es de sabiduría y sensatez. Mas luego uno empieza a
sentirse levemente molesto ante tan arbitraria distinción. Está muy bien eso de
tener buena salud (que reduce a no sentir dolor) y no ambicionar demasiadas
cosas materiales. Pero ¿es ir a Aranjuez a escuchar una interpretación del
concierto homónimo una necesidad de primer orden?¿Es cenar con los amigos tan
imperativo como el respirar?¿nos invaden úlceras si se nos impide leer a los
clásicos? Realmente no, pero si no podemos hacerlo (ni estos ejemplos ni otros
miles similares que hacen que amerite vivir) es legítimo sentirse indignado. Aunque
aceptemos los contratiempos, no lo haremos con sonrisa, no consideraremos la
derrota un mejoramiento moral.
En
cuanto a las reflexiones sobre la muerte, a uno le ronda la pregunta de si amó
a alguna mujer u hombre, si temió dejar a su hijo solo en el mundo. La muerte
propia, obvio, no estamos para verla. Podemos sentir, incluso lo reconocemos, cierta
curiosidad intelectual. Podemos ir serenos a nuestra muerte, pero no
despedirnos de los seres queridos. Él no menciona a los que dejamos atrás, para
los que nuestra muerte es orfandad. Y sobre todo la muerte del otro amado, de
la que no nos recuperaremos nunca, y que nunca aceptaremos, y con la que nunca
tendríamos que reconciliarnos.
María
Zambrano, en su libro sobre Séneca, decía que el cordobés intentaba hacer una
religión con la razón, que la razón fuera consuelo. Esto se aplica aquí. En
esta Carta a Meneceo Epicuro trata de acariciarnos con la razón. Pero lo
que él cree que es tarea de sabios, es en verdad misión de santos.
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