Hacia
un saber del alma de María Zambrano. Compro el libro y
vuelvo corriendo a casa nervioso. Lo abro y empiezo a leerlo con la expectativa
absurda de que va a ser una obra definitoria en mi vida, que va a cambiar mi
modo de ver el mundo. Al principio me pregunto si no lo estaré entendiendo; me
culpo por no ver su grandeza. A la mitad me doy cuenta de que tengo muchos años
y lecturas como para seguir fingiendo que no me doy cuenta de lo flojo que
es.
(En
realidad, María Zambrano me gusta más como personaje que como filósofa.)
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El
Ateneo de Madrid es la única biblioteca que sigue abierta en la pandemia, al
menos que yo sepa. Voy porque necesito un sitio donde poder leer sin escuchar
lloros de bebé. Pero sigo despreciando este lugar. Emana malas vibras. Por
mucho que lo remodelen a costa del contribuyente, sus sempiternos ateneístas revenidos
y crepusculares lo convierten en un lugar ingrato.
Su
gestión por supuesto es nefasta.
Se
da el hecho, además, de que no convence a nadie más allá de su logia de
incondicionales. He conocido a mucho diletante y hombre de letras en Madrid que
ha pasado por allí, pero ninguno que guarde un buen recuerdo.
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Me interesa el filósofo X. No es conocido y está poco trabajado. Encuentro sobre él un pdf con una tesis doctoral en una universidad de tercera. La leo, me parece buena y decido escribir a su autor para felicitarle, un tal Y que no tiene nada más escrito. Su respuesta, semanas más tarde, es displicente, casi grosera. Me habla como si miles de fans le escribieran cada día, como si su tesis fuera el acabose de la historia de la filosofía.
No es algo raro. El mundillo de la filosofía en España está lleno de idiotas relamidos más bien patéticos.
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