Hay que distinguir bien entre la ética y el postureo moralista.
La
ética es esencial para que todos convivamos en una sociedad saludable y libre.
Es una disciplina que exige universalidad en sus postulados; es decir,
desconoce las excepciones personales o grupales. Una acción es buena o es mala
en sí, no es buena o mala según quien la ejecute. Por ejemplo, la corrupción
política -que es éticamente condenable sin excepciones- no está justificada si
corre a cargo del partido con el que simpatizo. O la discriminación hacia personas
que piensan diferente no está bien si la ejercen los míos y mal si la comenten
los otros, es contraria a un obrar conforme a la ética y punto.
Sin
aplicarle cierto rigor y reciprocidad lógica, la ética se desmorona. Si
juzgamos diferente las mismas cuestiones según nos convenga degradamos a la ética
a un sucedáneo barato, el postureo moralista.
El
postureo moralista consiste en aplicar diferente rasero según convenga. Es una
doble moral hipócrita que sólo busca imponerse sobre los otros mediante el
chantaje emocional. Una pretendida indignación
que solo busca réditos políticos. Un fingirse moralmente mejor que el vecino.
O
sea, el postureo moralista es lo que podríamos calificar como uno de los
aspectos más viles de la condición humana.
Hacer
que la ética prevalezca es una de nuestras primeras obligaciones cívicas,
amerita nuestras energías, pero no tenemos que perder un instante de nuestras
vidas escuchando a los portavoces del postureo moralista.
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Si
este largo año 2020 me hubiera pillado hace unos años, lo hubiera vivido con rabia y
cierta curiosidad intelectual. Pero me ha tocado con prole, así que estoy
sencillamente aterrado.
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