23.1.21

jueves

Hay que distinguir bien entre la ética y el postureo moralista.

La ética es esencial para que todos convivamos en una sociedad saludable y libre. Es una disciplina que exige universalidad en sus postulados; es decir, desconoce las excepciones personales o grupales. Una acción es buena o es mala en sí, no es buena o mala según quien la ejecute. Por ejemplo, la corrupción política -que es éticamente condenable sin excepciones- no está justificada si corre a cargo del partido con el que simpatizo. O la discriminación hacia personas que piensan diferente no está bien si la ejercen los míos y mal si la comenten los otros, es contraria a un obrar conforme a la ética y punto.  

Sin aplicarle cierto rigor y reciprocidad lógica, la ética se desmorona. Si juzgamos diferente las mismas cuestiones según nos convenga degradamos a la ética a un sucedáneo barato, el postureo moralista. 

El postureo moralista consiste en aplicar diferente rasero según convenga. Es una doble moral hipócrita que sólo busca imponerse sobre los otros mediante el chantaje emocional.  Una pretendida indignación que solo busca réditos políticos. Un fingirse moralmente mejor que el vecino.

O sea, el postureo moralista es lo que podríamos calificar como uno de los aspectos más viles de la condición humana.

Hacer que la ética prevalezca es una de nuestras primeras obligaciones cívicas, amerita nuestras energías, pero no tenemos que perder un instante de nuestras vidas escuchando a los portavoces del postureo moralista. 

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Si este largo año 2020 me hubiera pillado hace unos años, lo hubiera vivido con rabia y cierta curiosidad intelectual. Pero me ha tocado con prole, así que estoy sencillamente aterrado. 


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