La hegemonía es gritar muy alto, subir mucho el volumen del amplificador, y estar dando la tabarra todo el día. Lo malo es que tanto ruido no permite escuchar las voces de hartazgo de los vecinos.
La hegemonía
es gritar fuerte y creer que tus ecos son aclamaciones de respaldo popular.
La hegemonía
es una red de altavoces tan atronadores que impiden percatarse precisamente de que no se
tiene la hegemonía.
La hegemonía es un selfie del poder.
La hegemonía
es un autoengaño tal que sólo se revela su mentira cuando el enemigo ha
destruido las murallas y está a degüello en la ciudadela.
La hegemonía
es lo que te oculta que no tienes la hegemonía.
La hegemonía es oquedad.
La hegemonía habla, pero no escucha.
La hegemonía es un monstruo tonto: sus rugidos asustan, pero es débil porque no puede aprender.
La hegemonía no es inasible como el agua, es dura como el hielo y por ello se puede romper.
La hegemonía no está en la potencia de la voz, que es un tema secundario, sino en el altavoz que la hace retumbar. O sea, que para conseguirla basta con tener dinero para comprar un determinado aparato tecnológico.
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Leo
la Trilogía de Los sonámbulos de Herman Broch. No dudo de su calidad
narrativa y la profundidad de sus propuestas. El autor habla con un estilo
insuperable de cómo la modernidad ha descolocado al europeo medio, que hasta
hace no tanto vivía entre los algodones de la tradición.
Y
sin embargo sigo pensando que Isaac Asimov describe mejor nuestro mundo.
Obviamente es peor escritor, mucho peor, pero sus preocupaciones son en las que
chapoteamos hoy en día. Broch habla de húsares descolocados porque la
caballería ya no es esencial en los ejércitos europeos. Asimov de gente
indignada porque los robots les quitan el puesto de trabajo.
Venimos
de Broch, pero ya estamos en Asimov.
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