8.3.21

lunes

La hegemonía es gritar muy alto, subir mucho el volumen del amplificador, y estar dando la tabarra todo el día. Lo malo es que tanto ruido no permite escuchar las voces de hartazgo de los vecinos. 

La hegemonía es gritar fuerte y creer que tus ecos son aclamaciones de respaldo popular.

La hegemonía es una red de altavoces tan atronadores que impiden percatarse precisamente de que no se tiene la hegemonía.

La hegemonía es un selfie del poder.

La hegemonía es un autoengaño tal que sólo se revela su mentira cuando el enemigo ha destruido las murallas y está a degüello en la ciudadela. 

La hegemonía es lo que te oculta que no tienes la hegemonía. 

La hegemonía es oquedad.

La hegemonía habla, pero no escucha.

La hegemonía es un monstruo tonto: sus rugidos asustan, pero es débil porque no puede aprender. 

La hegemonía no es inasible como el agua, es dura como el hielo y por ello se puede romper. 

La hegemonía no está en la potencia de la voz, que es un tema secundario, sino en el altavoz que la hace retumbar. O sea, que para conseguirla basta con tener dinero para comprar un determinado aparato tecnológico. 

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Leo la Trilogía de Los sonámbulos de Herman Broch. No dudo de su calidad narrativa y la profundidad de sus propuestas. El autor habla con un estilo insuperable de cómo la modernidad ha descolocado al europeo medio, que hasta hace no tanto vivía entre los algodones de la tradición. 

Y sin embargo sigo pensando que Isaac Asimov describe mejor nuestro mundo. Obviamente es peor escritor, mucho peor, pero sus preocupaciones son en las que chapoteamos hoy en día. Broch habla de húsares descolocados porque la caballería ya no es esencial en los ejércitos europeos. Asimov de gente indignada porque los robots les quitan el puesto de trabajo.

Venimos de Broch, pero ya estamos en Asimov.

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