Quien
visite hoy la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid corre
el riesgo de caer en un error si se deja llevar sólo por el sentido de la
vista. Podría confundir el imaginario hegemónico con el sentir de la mayoría.
Al ver las sempiternas algaradas anunciadas y las omnipresentes pancartas
tirapiedras podría asumir que es una facultad monotemática, pero no es así. O
lo es sólo epidérmicamente por insistencia de una minoría excesivamente
politizada e hiperbólica. Pero el espray de las pintadas no traspasa a la
mayoría de las pieles, que se han hecho impermeables a él. La Complutense es
plural.
Dicho
esto, sí es cierto que hay una serie de profesores izquierdistas que, sin ser
mayoría, sí han conseguido capitalizar grandes espacios de la universidad.
Tanto es así que Podemos surgió en gran medida allí.
La
malhadada hegemonía no se la regalan a nadie, y hay que reconocer que la
sorpresiva irrupción del partido morado en el parlamento europeo allá por el
2014 vino precedida por muchos años de trabajo intelectual y construcción de
redes de poder.
Uno
de los más destacados profesores marxistas de la facultad es Carlos Fernández
Liria (n. 1959). Su influencia filosófica en el primer Podemos fue enorme y,
como bien aseguraba él mismo, había perdido la cuenta de cuántos ex alumnos
suyos eran altos cargos del partido. Frío con los que no se mueven en su cuerda
ideológica, cariñoso y leal con los que sí lo hacen, su pensamiento es en
cualquier caso interesante y elaborado. Liria no se mueve entre tópicos y
simplificaciones como la mayoría de sus correligionarios.
Afortunadamente
para los que vemos a Podemos como adversarios, la deriva sectaria y autocrática
de sus líderes ha espantado también a este profesor, por lo que han perdido un
activo intelectual de gran importancia. Sin Liria los morados son
intelectualmente más débiles.
En
el año 2016, cuando el asalto a los cielos parecía viable, Liria publicó En
defensa del Populismo y reeditó con nuevo prólogo un libro suyo escrito
cuatro años antes, ¿Para qué servimos los filósofos? El primero se
centra en la política y tiene un título engañoso, ya que es más bien un ataque
al populismo y una apuesta por la herencia republicana e ilustrada. El segundo
es una propuesta filosófica para sustentar este marco político. Ambas obras se pueden leer realmente como si
fueran una sola, y aunque los tiempos aceleran que es una barbaridad, sobre
todo el segundo libro sigue teniendo vigencia.
En
defensa del populismo
es altamente recomendable para quien quiera reconstruir la apuesta inicial de
Podemos, o lo que Podemos pudo ser. No se proclaman extravagancias, como hacen ahora,
sino defender la Ilustración y secundar las demandas populares. La política se
entiende todavía aquí como una mejora de la institucionalidad democrática y de
la calidad de vida de la gente, no como meterle a diario el dedo en el ojo al
ciudadano medio.
Pero
nos queremos centrar en el segundo de los libros, ¿Para qué servimos los
filósofos?, por ser menos circunstancial y más propiamente filosófico. Es
un texto bien escrito, se entiende fácilmente incluso para quien sea ajeno a la
disciplina. No tiene la jerigonza habitual de los profesores fascinados por el
postestructuralismo y otras banalidades parisinas. Además es breve, no derrocha
páginas con contenidos de relleno. Su
público son sus estudiantes y Liria se los quiere ganar para su causa; no
aspira a epatarlos con erudiciones, prefiere reclutarlos.
Son
diez capítulos en los que trata diversos temas. De hecho se podría decir que no
tiene una unidad clara, y que, como suele ser habitual en las publicaciones de
los profesores universitarios, son conferencias y artículos reunidos en un
libro por imposición editorial. Pero no merma su calidad. Los argumentos que
plantea se presentan con vigor estilístico. Hay capítulos introductorios a
cuestiones de filosofía de gran interés pedagógico. Explica muy bien, por
ejemplo, la relación de Platón con la poesía. Abundan las referencias
interesantes a otros autores a los que nos anima a leer, incluidas varias citas
reverenciales de Chesterton.
El
origen de este libro está en el Plan Bolonia, que Liria atribuye a un intento
del neoliberalismo por privatizar a la universidad y supeditarla a los
intereses del mercado. Por supuesto no explica qué es el malvado
neoliberalismo, únicamente lo presenta como una especie de demonio sin
necesidad de justificaciones. Tampoco existe ni la más mínima autocrítica de la
universidad pública, ni se considera necesario argumentar por qué es
intrínsecamente superior a la privada. Se asumen estos argumentos porque sí.
Son razones convertidas en “sentido común”, y como dice el propio Liria en En
defensa del populismo, hegemonía es apropiarse del sentido común: luchar
para que tus valores se den por supuestos, para que se te considere ejemplo de sensatez frente a las locuras de tus
adversarios.
Algo
parecido sucede con el término “verdad”. Muy pronto en este libro nos damos
cuenta de que va a ser un concepto capital. Pero no hay una definición del mismo.
Es casi un “significante flotante” de los que Ernesto Laclau proponía
adueñarse. ¿La verdad es Dios?¿es la izquierda?¿es el marxismo? De hecho, prestigiar
el término requiere su indefinición.
Liria
hace al principio, en la página 27, una declaración de intenciones de gran
solemnidad. Afirma que los malévolos capitalistas querían con el Plan Bolonia
poner “la universidad al servicio de la sociedad”, que para él es lo mismo que
orientarla hacia el mercado de trabajo, que es algo malo, claro. Sin embargo,
sostiene, “la universidad debe estar al servicio de la verdad; solo así estará
en condiciones de rendir un buen servicio a la sociedad”
No
sabremos empero qué es la “verdad” a la que hay que rendir la universidad hasta
la página 74, en la que dice: “la luz que permite orientarse a la razón, la luz
que ilumina el mundo para la razón teórica es lo que la filosofía llamó
Verdad”. O sea, que no dice nada. No encontraremos ninguna otra definición más
específica de un concepto tan caro a la tesis del libro.
“Belleza”,
“razón” o “justicia” también aparecen mucho, y también se los defiende con ímpetu
pero no se aclara que significan. Porque todo son enunciaciones vagas que se
atisban como apropiaciones ideológicas de términos metafísicos (que no sin
cierta razón se pueden acusar de ser siempre ideológicos aunque se los pretenda
objetivos).
Por
ejemplo, ya al final del libro Liria dice que el Plan Bolonia demuestra que la
razón puede excluirse de las universidades. Pero si apuramos el razonamiento,
hemos dicho que la verdad es la luz de la razón, entonces la verdad se apaga
con los cambios legislativos en los nuevos planes de estudio. Lo que obviamente es absurdo. El Plan Bolonia
puede ser una calamidad, pero no es menos verdadero que la Logse o cualquier
otro plan de estudios. El grado de verdad no puede medirse por afinidad
ideológica.
Con
toda esta apropiación conceptual hay que negar la mayor. Pero seguramente no es
tanto una cuestión de dialéctica socrática como de uso de una fuerza que no
implica violencia física. La hegemonía que busca Liria es también decidir por
la vía de los hechos qué significa cada cosa y mandar a las periferias a quien
disienta.
Si
tuviéramos que sacar una conclusión diríamos que este libro es una buena puerta
de entrada en el pensamiento filosófico, y también de salida de precisamente
determinado pensamiento ideológico. Que
un lector joven empiece por Liria para familiarizarse con determinados
conceptos e inquietudes de la filosofía está bien. Pero cuando madure ya tiene
que exigir un rigor del que este libro carece.
Aquí,
y en otros libros similares, la ideología sustituye a la filosofía y entenderlo
ya es un primer paso hacia la independencia de criterio y la autonomía
intelectual.
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