En
uno de sus poemas de principios de los años ochenta el poeta colombiano Raúl
Gómez Jattin escribió los versos: El
paisaje moral / de tus contemporáneos / te afectó como una lepra
blanca.
Eso
del moralismo ambiental como una enfermedad que, envuelta en el color de la
inocencia, mata corroyendo la carne es una imagen harto expresiva. En concreto
Gómez Jattin se refiere aquí al conservadurismo social de su época, que a un
excéntrico “pansexual” como él llevó a la locura y a una muerte por (probable)
suicidio.
Nosotros
podemos entender a aquella generación de nacidos a mediados del siglo XX a la
que la vida se les hacía demasiado estrecha entre curas y tradiciones, y a las
que una nueva escolástica marxista que imperaba en los márgenes sociales
tampoco les convencía.
Por
supuesto aquellas espesuras fraguaron a los postmodernos, unos nihilistas
cansados de todo y que sólo querían divertirse.
En
el terreno de la filosofía española, los equivalentes al poeta colombiano son
los llamados neo-nietszcheneanos de la Transición, aquellos jóvenes enfrentados
a la moral nacional-católica, que a su vez eran escépticos ante los libros
rojos, y que finalmente optaron por ser irreverentes y tomárselo todo a risa.
Fernando
Savater y Eugenio Trías son sus más famosos representantes.
Soy
bastante posterior a ellos y reconozco que tiendo a tener demasiadas fobias,
por lo que siempre he visto en ambos a unos viejos farsantes que se
incorporaron al cotarro sin despeinarse, convirtiendo su nihilismo juvenil en
mero pesebrismo acomodaticio. Pero también tiendo a ser desleal a mis fobias y
replantearme mis asqueamientos.
La
verdad es que los primeros libros de ambos autores, escritos en los estertores
del franquismo contra la moral imperante en su época, se pueden releer hoy como
un grito contra el moralismo en general, sin concretar el contexto.
Tras
la tregua descomedida de la postmodernidad, con el todo vale y viva la fiesta,
ahora vivimos nuevos tiempos de oscurantismo. Nosotros también estamos
sometidos a unos poderes que pontifican y deciden las fronteras entre el bien y
el mal, y condenan como a herejes a los que osan a pensar por sí mismos.
Hoy
nuestra lepra blanca ha mutado, pero es igual de dañina. Hemos salido del mundo
tradicional para someternos a una nueva religión progre hipermoralizante y
metomentodo.
De
Savater ya he hablado aquí.
A
Eugenio Trías le conozco menos, pero por lo que he leído puedo asegurar que si
fuera francés sería ya un lugar común de la filosofía europea. Todos los
culturetas citarían lo de la “razón fronteriza” y “el cerco hermético” para
lucir jerigonza en los eventos sociales.
Su
Filosofía y Carnaval, que se publicó por primera vez en 1971, no es un
buen libro. Demasiado juvenil y demasiado fascinado por Foucault, pero su
ataque a la idea de un yo puro y delimitado, su desenfadada apuesta por las
máscaras y las subjetividades, chocan con la lepra blanca actual, que nos
quiere encorsetados en identidades de victimarios y víctimas.
Trías
se ríe de eso, y de la idea de progreso, y de la razón de Estado, y de la
emotividad como arma política. Y como todo eso ha vuelto con fuerza desde la
crisis del 2008, él y la contracultural filosofía neo-nietszcheneana de la Transición
española vuelve a tener sentido.
La
transvaloración de los valores que promulgaba Nietzsche es tan necesaria como
hace cuatro o cinco décadas, tal vez más, porque hay unos nuevos predicadores
frailunos que se meten en nuestras braguetas, en nuestras conciencias, y que
nos amenazan con excomulgarnos si no anhelamos sus cielos.
Leído
hoy, la Filosofía y Carnaval nos dice que ante la lepra blanca de lo woke,
debemos recuperar la risa dionisiaca, celebrar la locura de ser incorrectamente libres.
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