Fernando
Savater era un paradigma de intelectual mediático en los años ochenta. Cumplía
con las exigencias; todo en él era inmaculadamente progre: había conocido la
cárcel franquista, era socialdemócrata con ínfulas libertarias, su ética era postmodernamente
democrática, y su individualismo gozoso y apátrida casaba bien con el
consumismo y el Mercado Común europeo.
Parecía
destinado a ser celebrado desde el Poder como el gran filósofo español del
siglo XX.
Sin
embargo, hoy es un autor verdaderamente incómodo para la hegemonía cultural,
que no duda en calificarle de palmero de la extrema derecha.
La
explicación más razonable para este cambio de percepción sería que el filósofo habría
dado, efectivamente, un giro radical en sus propuestas políticas. Pero lo
cierto es que no es así, y no ha habido tal transformación. Lo que decía aquel
joven ácrata de la Transición no es tan diferente de lo que dice este venerable
anciano hoy. Es cierto que al principio simpatizó con el mundo batasunero, pero
por poco tiempo y con muchos matices, y su anarquismo inicial se ha atenuado,
pero en lo esencial es el mismo pensador que hace cuarenta años.
Parece
que entonces no es él el que ha cambiado, sino la política española.
Hay un libro suyo paradigmático, Humanismo impenitente, que se
publicó en 1990 en Anagrama y que hoy está descatalogado, pero circula en pdf.
Como
casi todo lo que escribe Savater, es claro y de grata lectura. Aparenta cierta
levedad que puede malinterpretarse como superficialidad, pero de hecho es un
libro escrito contra Heidegger y sus epígonos estructuralistas, a los que ataca
tanto implícita como explícitamente; es certero en ello, se nota que conoce bien a sus
adversarios. Otra cosa es que no apabulle con citas y jerigonza, pero quien conoce
la filosofía del siglo XX percibe toda la erudición contenida que transpiran
sus páginas.
La
tesis del libro es que el humanismo es bueno y la religión mala, que la
libertad individual es posible y deseable, que hay que aspirar a la
universalidad frente a los nacionalismos, y que la democracia es el mejor marco
político. Hay unos capítulos finales metidos un poco con calzador, donde elogia
a Antonio Escohotado y se rebela contra las políticas estatales contra las
drogas, y otros en los que también defiende que el poder político no tiene
derecho a inmiscuirse en la vida privada de las personas, ni siquiera por
cuestiones de salud pública, que podrían ser un poco más polémicos para
colectivistas más o menos confesos, pero en conjunto, el libro no tendría que
escandalizar a nadie que se autodenomine como de izquierdas. Y toda su obra es
más o menos así.
(Hay,
eso sí, como es habitual en Savater, un ataque al mundo de la filosofía
académica que se entiende que puede crispar a los que se ganan el pan en ella.
Tiene cierta lógica que gentes que se pasan la vida estudiando a Heidegger o a
Derrida no encuentren saleroso que le ridiculicen lo del olvido del ser del
primero o les hablen de los absurdos “derridadaísmos” del segundo. Pero esto
explicaría su periferia en los prestigios universitarios, no su
aislamiento político o mediático.)
En
el País Vasco, su tierra, hay un imaginario aranista hegemónico frente al que
nuestro filósofo se rebela desde el laicismo y el cosmopolitismo ¿Y él es la
extrema derecha para la izquierda española? Defiende la despenalización de las
drogas, es abiertamente ateo y más o menos anticlerical, y presume de haber amado
a hombres y mujeres en su vida ¿y es un autor ultraconservador?
Un
contexto en el que Savater puede ser motejado impunemente de fascista es un
contexto erróneo. Estamos en un marco epistemológico disfuncional en el que la Ilustración
ha fracasado, y la irracionalidad y el resentimiento priman. Nada liberador
puede resurgir de esas cenizas.
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