El presidente Alfonso López Michelsen llamaba a Colombia “el Tibet de los Andes”.
Esta afortunada frase expresa bien lo que ha sido la tierra colombiana
desde la Conquista: una región aislada, volcada en sí misma, impermeable
al mundo exterior. Acá pasamos de las encomiendas a las haciendas, de
la Colonia al bipartidismo; siempre con desigualdades, pobreza y
analfabetismo. Hasta el Bogotazo en 1948, nuestro país era
mayoritariamente agrícola, sin casi industria. Había cierta libertad
política que sin embargo no involucraba a las masas de campesinos e
incipientes obreros urbanos, que militaban y morían en los conflictos
entre el partido liberal y el conservador, sin optar nunca a su
dirección.
En la segunda mitad del siglo XX los enfrentamientos entre los dos principales partidos fueron orillados por el Frente Nacional,
que era el gobierno conjunto de ambos partidos. El desapego que el
nuevo régimen causó entre los jóvenes y las capas sociales más bajas
reorientó la acción política primero hacia el populismo (ANAPO), luego
directamente hacia la acción armada. En los años ochentas apareció un
nuevo agente desestabilizador: el narcotráfico.
Bajo la presidencia de César Gaviria (1990-1994), cuando el país se hallaba en serio riesgo de descomposición, se elaboró una nueva constitución y se acentuaron una serie de reformas económicas,
que ya se habían iniciado en los setentas, destinadas a incorporar a
Colombia a un nuevo marco global. Con más o menos intensidad estas
reformas han seguido hasta la reciente ratificación del Tratado de Libre
Comercio con Santos de presidente.
¿Qué consecuencias ha
tenido este abandono del proteccionismo de los tiempos de la economía
hacendada y la consecuente adaptación a la economía global?
Política y socialmente, Colombia ha mejorado mucho: los dos partidos
políticos que habían desangrado al país han pasado a segundo plano, y
los colombianos gozan de una cierta prosperidad y seguridad
inimaginables hace años. Ya no hay veinte familias hacendadas
repartiéndose el país. Sin duda no hay igualdad todavía de oportunidades
y muchos de nuestros compatriotas viven bajo el umbral de la pobreza,
pero la sociedad se dinamiza, mejora el bienestar, y ya nadie se
sorprende de ver extranjeros de turismo por nuestras calles, o incluso
miles de ellos que deciden venir a vivir entre nosotros.
El proteccionismo solo ayudó a los hacendados,
que podían imponer así sus condiciones, vendiendo sus materias primas a
bajo precio básicamente porque mantenían los salarios bajos. Pero los
estratos menos favorecidos vivían en una sociedad estamental sin
posibilidad de ascenso social (salvo en la ilegalidad, como fatalmente
demostraron los grupos violentos).
La incorporación a los mercados globales supone una “destrucción creativa” (Shumpeter) de las viejas estructuras sociales.
El mercado exige ciudadanos formados, con cierto nivel adquisitivo, que
puedan invertir dinero con seguridad jurídica, con transparencia e
instituciones inclusivas que hagan sentirse a todos parte del proyecto
común.
Así que consideramos que social y políticamente la
globalización da indicios de ser claramente positiva, mucho mejor al
menos que el proteccionismo que hemos vivido durante varios siglos. La
otra cuestión es si la globalización es buena o mala económicamente. En
cifras macroeconómicas sin duda es buena, basta leer los datos
económicos, pero nuestra inquietud sería en términos micro, el colombiano de a pie.
Muchos
artesanos y pequeños campesinos, así como algunos negocios familiares,
no van a poder sobrevivir como tales a la competencia de productos
importados. Ellos van a perder con los nuevos procesos económicos. Pero
lo que hay que hacer es que sea un pérdida momentánea, para que pronto
se reinventen con fuerza en nuevas profesiones. Que la globalización
económica sea positiva para la mayoría no depende tanto de la
globalización misma, si no de lo que los colombianos y nuestro gobierno
hagamos. Volver al proteccionismo sería imposible; estancarnos dónde estamos sería indeseable. Hay que modernizarse y hacerlo bien.
La publicación de Por qué fracasan los países,
escrito a cuatro manos entre Daron Acemoglu y James A. Robinson, causó
cierto impacto en el mundo académico internacional. El libro trata de
explicar las razones de que haya países que sufren de subdesarrollo
endémico y otros parecen tener garantizada la prosperidad. Los autores
no ponen en duda la globalización, pero dicen que hay que incorporarse
bien a ella.
Para ellos es fundamental que haya un buen sistema educativo, jurídico y político,
ya que todo ello favorece una ciudadanía dinámica e inclusiva. Si
Colombia se prepara para estar en el mundo global le puede ir muy bien.
Desgraciadamente Acemoglu y Robinson dicen que nuestro país todavía
presenta demasiada inseguridad y que nuestro Estado no consigue ser la
única fuerza coercitiva dentro del territorio nacional, lo que dificulta
el desarrollo. Además, nuestro sistema educativo es de los peores del
continente, y eso es un escollo insuperable. Más importante que tratar
de “salirnos” de la globalización, creemos que sería poder subsanar
estos problemas educativos y de pobreza.
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