10.12.16

Andrés Caicedo

Ahora me voy, dejando un reguero de tinta sobre el manuscrito.


Andrés Caicedo nació en Cali en 1951 y se suicidó en la misma ciudad 25 años después. Toda su breve vida y obra es una acerba rebelión contra el ambiente social e intelectual que le tocó padecer. En una atmósfera -imaginamos- cargada de existencialismos y libros rojos, Caicedo reivindica el cine americano, la alegría, el goce e incluso cierta frivolidad. Desconocido fuera de Colombia, aquí es un referente contracultural.

Dejó varios cuentos, piezas teatrales e infinidad de críticas de cine. Pero su libro más célebre es ¡Qué viva la música!, cuya primera edición salió el día que Caicedo se finiquitó. En esta novela el narrador-protagonista es una ninfa postindustrial que deambula por Cali rodeada de espesos marxistas y aburridos seres simplones. A ella le apasiona el rock -la música me recompone- y su melena rubia. Sufre entre tanta mediocridad. Recurre a las drogas, tiene desengaños sentimentales e inicia el Descenso. Aquí llega tal vez la parte más interesante, cuando lo que empieza como un relato adolescente se convierte en el testimonio final del autor. Se rompe con el estilo y el hilo argumental. Las últimas páginas no son ya novela, sino los aullidos de un agonizante.


Olvídate de que podrás alcanzar alguna vez lo que llaman "normalidad sexual", ni esperes que el amor te traiga paz. El sexo es el acto de las tinieblas y el enamoramiento la reunión de los tormentos. Nunca esperes que lagrarás comprensión con el sexo opuesto. No hay nada más disímil ni menos dado a la reconciliación. Tú practica el miedo, el rapto, la pugna, la violencia, la perversión y la vía anal, si crees que la satisfacción depende de la estrechez y la posición dominante. Si deseas sustraerte a todo comercio sexual, aún mejor.

Otro libro suyo de reciente aparición es Mi cuerpo es una celda. Se trata de una compilación de textos hecha por Alberto Fuguet. Encontramos fragmentos autobiográficos, críticas de cine y cartas. El resultado es irregular, desde las soporíferas listas de las películas que exhiben en su barrio hasta las brillantes cartas que escribe en su periplo estadounidense. Al final se incluye la nota de despedida que dejó a sus padres.

Andrés Caicedo debió de arrastrar un spleen inmisericorde. Pero su genialidad es indiscutible y da pena que no resistiera un poco más. Primero porque seguramente hubiera escrito grandes obras. Segundo porque el mundo que anhelaba llegó pocos años después. Hubiera podido ver la eclosión de la cultura Pop y de la fiesta postmoderna en los 80. Contemplaría la marginación de esos intelectuales politizados que tanto le aburrían y a Warhol encumbrado como gurú de una era militantemente banal. Si no se hubiera matado, o por lo menos no lo hubiera hecho tan pronto, tal vez hubiera conocido cierta indulgencia entre su mundo interior y el mundo exterior.

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