20.6.17

España es de todos




Hace unos días Miguel Pérez de Lema publicó un artículo en Triálogos en el que argumentaba que España había dicho no a Podemos en las últimas elecciones, imaginamos que porque ganó el PP. Como Miguel es amigo mío, y además le aprecio intelectualmente, me veo legitimado para enmendarle la plana desde el afecto.

El uso de España como arma arrojadiza entre conciudadanos me incomoda sobremanera. Es sabido que empezaron haciéndolo los liberales para criticar a los ultramontanos que parecían no tener más lealtad que la religiosa, y estos contraatacaron en el siglo XX mediante un mendaz silogismo: como España es constitutivamente católica, los enemigos de esta fe son enemigos de España.

Y así seguimos, mutatis mutandis, con la bandera y el sentimiento español atesorado por la mitad del país mientras que la otra ha aceptado con orgullo precisamente ser antiespañoles.

Quien haya viajado por el mundo habrá podido comprobar que esto no es habitual. En todos los países hay una conciencia nacional más o menos intensa que no está necesariamente capitalizada por una facción política. En Iberoamérica las izquierdas y derechas –signifique esto lo que signifique-  comparten sin problemas la bandera; en Europa, si bien hay un peso superior del patrioterismo entre conservadores, jamás sería noticia, como fue aquí, que un candidato socialista enarbolara la bandera nacional. 

Lo de nuestro país en una anomalía que de la que se acusa con razón al franquismo. Ese régimen abusó tanto del españolismo que se acabó identificando con él y creando una reacción contraria. Pero la verdad es que otros países padecieron regímenes peores que también se envolvían en los colores patrios y no se ha dado el mismo fenómeno: una vez finiquitados los gobiernos despóticos, las sociedades civiles exigían la devolución de los símbolos arrebatados, y los ensalzaban y les daban una nueva vitalidad.

Aquí no se dio algo similar con la Transición. No hubo una exigencia de democratizar el patriotismo de tal manera que todas las corrientes políticas pudieran enraizarse en él. Es más, se dejó que se convirtiera en algo casposo y carca, un bastión reaccionario, mientras que los particularismos regionalistas fueron alabados como algo innovador y progresista.

Sin duda hubo algún interés internacional en ello, ya que España es un país potencialmente antisistémico que es mejor tener doblegado y sin orgullo, no vaya a ser que le dé por querer imponer condiciones o recuperar su marina mercante. Paralelamente, además, en el interior la criminalización de lo unitario favorecía la creación de taifas varias a las que poder arrimarse en busca de cargos públicos y subvenciones.

Pero hubiera fácil superar estos escollos, ya que hay pocos países del mundo con tantos intelectuales y de tanto nivel que se han consagrado a la creación de una narrativa identitaria nacional -recordemos que los sentimientos identitarios nacionales no son otra cosa que narraciones creadas por intelectuales-. Había infinidad de maneras y para todos los gustos de volver a ser españoles descomplicados: desde María Zambrano a Manuel de Falla, desde los románticos liberales a los iberistas modernos, desde las historias de la intrahistoria a los Descubridores. El horizonte temático del que tirar era inabarcable. Pudo haberse hecho; medios no faltaban: aquí había y hay un Estado que funciona.

El Estado español tiene, como todos los Estados europeos, unos fabulosos aparatos ideológicos con los que podría haber impuesto un discurso hegemónico en el que la nación fuera un punto de encuentro que nadie pone en duda, una forma de “sentido común” que dejara a sus detractores en el bando de los oscurantistas, que lo vergonzante fuera no sentirse español.

Los distintos gobiernos que han controlado el Estado son culpables de no normalizar la idea de España. Y en esto se incluye al Partido Popular, que ha gobernado con dos mayorías absolutas, y cuyos líderes solo sacan la bandera y dan vivas bien alto cuando les conviene, o sea, mientras que saquean y hunden a la sociedad dejándola sin futuro, irritando todavía más los sentimientos adversos de los ciudadanos que ven cómo se usa un patriotismo cutre casi como coartada criminal.


Este es el panorama se encontró Podemos. Ellos no crearon un sentimiento antiespañol. Ni lo suscriben. Sus líderes se formaron siguiendo los populismos latinoamericanos y se nota que les gustaría poder seguirles en sus discursos patrióticos. No lo hacen porque no pueden, porque  ningún gobierno previo se ha preocupado por reformular una identidad española postfranquista integradora.     

Aunque imagino que los ataques del artículo mencionado van en referencia a las supuestas connivencias con los nacionalismos periféricos. Los de Podemos tienen que sumarse tangencialmente a estos porque durante cuarenta años los gobiernos nacionales no han cumplido y han dejado crecer y adquirir un peso sobredimensionado a las “nacionalidades”; ahora para tocar poder hay que pactar con ellas.

Pero no parece que a los podemitas les agraden y que bailen especialmente a su son. De hecho han intentado más que nadie en las últimas décadas crear una renovada españolidad. Son los primeros que en mucho tiempo se han tomado al país en serio. Errejón propuso, por ejemplo, crear un nuevo día nacional el 19 de Marzo en honor a las Cortes de Cádiz, buscando una “fecha cívica y patriótica que recoja las sensibilidades para que todo el mundo se encuentre cómodo”. Algo que no pareció ni plantearse el Presidente, que prefiere aburrirse y aburrir entre tanques y pamelas el 12 de Octubre, fecha que tendría que ser sencillamente el día de Colón, ya que poco tiene que ver con el Estado-nación moderno o sus Fuerzas Armadas actuales.

Así que sostener que España dijo no a Podemos es una demagogia facilona que mancilla el nombre de la patria. ¿Qué es España en esa proposición entonces?¿¡el PP!?¿el guetto de Intereconomía?¿el votante zombi que elige a los corruptos?¿el “cuñao” al que molestamos los que tenemos estudios superiores?¿los vendepatrias que se arrodillan ante Merkel?  Si fuera así, me temo que yo tendría que sumarme a la lista en enemigos de España. Sin embargo, no caeré en esa visión exclusivista. Sé que Podemos -un partido al que jamás he votado- es tan España como el que más.

En cuanto a mí, soy español y quiero un país amable con todos, incluso con los que no piensan como yo, o especialmente con ellos; por eso no exigiré nunca exhibicionismos rojigualdas ni privaré a nadie de su condición española.

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