Freud tuvo sus más y sus menos aciertos, pero lo
que nadie le puede negar es que supo cartografiar un continente que
antes solo se había oteado: el subconsciente. Gracias a él sabemos que
la consciencia no es más que la punta de iceberg, que debajo hay una
masa de determinaciones que se van sedimentando desde el día uno de
nuestro nacimiento -si no antes-, y que son decisivos en nuestra
personalidad. Así que podemos engañar y engañarnos, pero no hay manera
de acallar nuestros verdaderos deseos e instintos, que claman desde el
amordazamiento y se cobran sus venganzas en cuanto pueden.
Lo que reprimimos reaparece como síntoma, sentencia Freud. Nuestra sexualidad, por ejemplo, por más que intentemos “normalizarla”, adaptarla a las exigencias sociales, está ahí, atrincherada, y nos hará malas pasadas si no la aceptamos como es. Cuando es una sociedad entera la que se acogota el resultado es catastrófico; el precio que hay que pagar por la represión sexual es una sociedad violenta y enferma.
Así
que ya hemos entendido que si andamos metiéndonos en las vidas eróticas
de los demás se crea una apariencia de tranquila homogeneidad, pero
bajo ella habrá un magna de represiones y síntomas incontrolables que
irrumpirán de alguna manera u otra. En el mejor de los casos,
simplemente nos dejarán en ridículo cuando nos delanten en el momento
más inoportuno.
Durante siglos millones de personas que amaban
secretamente a otras personas de su mismo sexo han sido obligadas ha
vivir una vida que no era la suya. Se les ha condenado -y a sus parejas
impuestas- a la infelicidad y a llevar una doble vida, o hundirse en la
autonegación y en el silencio.
Afortundamente la humanidad está
saliendo de este estado de represión e intenta -en la mayoría de los
países al menos- no seguir forzando a nadie a habitar en la mentira.
Antes seguramente se intuía, pero ahora ya sabemos con certeza, gracias a
Freud, que la represión completa no es posible, que una sociedad no
puede negar su componente de homosexualidad.
Se lo debemos a Freud; y a unos cuantos valientes, claro.
A
finales de los sesenta un grupo de gays en Nueva York se hartó de las
palizas y los abusos de la policía e inició una revuelta, los disturbios de Stonewall,
que duraron varios días; más adelante, para conmemorar aquellos
eventos, se hizo una marcha que originó lo que hoy es el fenómeno global
del Día del Orgullo Gay. Al principio todo fue poco a poco; y primero
solo en Estados Unidos, luego en otros países.
Hoy millones de personas acuden al llamado de gay pride en docenas de ciudades del globo.
Lo
que tiene de carnavalesco recuerda precisamente a los carnavales,
aquellas antiguas celebraciones paganas de la Edad Media, en las que un
día al año las gentes salían a hacer lo que los trescientos sesenta y
cuatro días restantes no podían hacer. Cuando se acabó el control
eclesial de la sociedad, los carnavales se hicieron innecesarios. Ya no
había represión que mitigar.
Ojalá pronto podamos decir que no
hace falta ni hablar del orgullo gay porque nadie necesite reivindicar
su identidad sexual. De momento queda trabajo por hacer porque sigue
habiendo discriminación. Todavía es necesario políticamente; y por
supuesto sigue haciendo falta la celebración militante, el tono festivo,
como una bella catarsis anual donde el motto “Si tu pluma les molesta, clávasela” hace las veces de grito de guerra.
El
Día del Orgullo Gay también es una magnífica imagen de la liberación
humana ¿alguien se imagina algo así hace treinta años?¿no es evidente
que vamos hacia mejor? Los gays han salido de sus armarios para reinar
en las calles. Si esto ha sido posible, cualquier cosa es posible. La
humanidad rompe con sus ataduras y supersticiones, camina hacia la
reconciliación con su libertad.
La mejor noticia que podríamos
tener es que este año Madrid será capital global del evento. Vendrán
multitudes de cada rincón del planeta para llenar nuestra ciudad de
alegría y liberación. Merecerá la pena estar ahí para reír, abrazarse y
beber a la salud de nuestro tiempo que, a pesar de todo lo malo que
tiene, cada día es menos represivo y abierto; o sea, más sano desde un
punto de vista freudiano.
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