Karl Marx
(1818-1883) nació Tréveris, al oeste de Alemania. Muy pronto se sintió
constreñido política y socialmente en su país, y siendo joven inició un
peregrinaje por distintos países europeos para acabar en Londres, donde viviría
la mayor parte de su vida. A pesar de sus viajes y lecturas, empero, siempre
siguió siendo intelectualmente fiel al mundo germánico, y sobre todo al
hegelianismo en el que se formó.
Como líder social
participó en muchos de los debates y luchas de su tiempo; si bien no fue especialmente
exitoso en este terreno. Como pensador sí es tal vez uno de las más importantes
que ha habido nunca, y desde luego su influencia ha sido inconmensurable. Es
uno de los precursores de las ciencias sociales modernas y su metodología,
ampliamente rebatida y superada hoy, sigue estando en el fondo de cualquier
investigación moderna: analizar la infraestructura económica en la que se
enclavan los hechos, o considerar que la Historia la hacen los hombres sin
mediaciones externas, son casi lugares comunes en Occidente. Como dice Gustavo
Bueno: “En algún sentido, todos somos hoy marxistas”.
Su vida atravesó
el núcleo del siglo XIX, del que fue tal vez uno de sus mejores testigos y
personificaciones. Sus primeros años se enmarcaron en lo que el historiador inglés
Eric Hobsbawn llamaba la Era de la
Revolución (1789-1848), o sea, una nueva era en la que la Revolución
Francesa y la industrialización británica habían transformado el mundo y la
manera de entender al hombre. Se hizo plenamente adulto en la Era del Capital (1848-1875), apenas tres
décadas en las que hubo vertiginosos intercambios comerciales y desarrollos de
infraestructuras que “unificaron el mundo”. Murió en la Era del Imperio (1875-1914), cuando las naciones europeas se
expandían por el planeta y mitigaban así sus propios conflictos internos.
Los tres libros de
la trilogía de Hobsbawm son interesantes y las tres épocas tienen que ver con
Marx. Pero es sobre todo la intermedia, la del Capital, la que más se
identifica con el opus marxista.
En 1848 se produce
“la primavera de los pueblos”, que para el escéptico historiador inglés
básicamente consistía en la necesidad de racionalidad los mercados por parte de
la burguesía comercial frente a las aristocracias reaccionarias, y concibieron
para ello a las naciones como marco. Paralelamente el modelo industrial
británico se iba imponiendo en toda Europa, y en consecuencia hubo grandes
migraciones campesinas a las ciudades, y el capitalismo se fue consolidando
frente a hacendados e incipientes militantes obreros.
Pero sobre todo la
diversificación internacional del trabajo llevó a abrir nuevas rutas de
comunicación (ferrocarril y navegación a vapor principalmente); y a la
exploración de nuevos territorios del globo, que hasta entonces estaban
“marcadas en blanco” en los mapas, eran tierra incógnita. Las naciones
centrales pudieron llegar hasta los corazones de países periféricos y acceder a
sus recursos, que luego llevaban a las metrópolis. Todo ello fue posible,
además de por los desarrollos tecnológicos, gracias a las narraciones
legitimadoras, como la publicidad y la curiosidad científica. Era la época de
las grandes aventuras exploradoras, a caballo entre la conquista y la voluntad
sincera de derribar y ampliar el horizonte humano. Hobsbawn dice que es entonces
cuando se unifica el mundo –si bien matiza que no al grado en que se hará
posteriormente-, y que los valores civilizatorios se convertirán en la
coartada. Además el inglés empieza a convertirse en la lengua más usada.
Y quedándose en la
Europa en la que vivó Marx, hay un capítulo llamado “Ciudad, industria y clase
obrera” que ubica perfectamente el contexto en el que escribió nuestro
filósofo. La industrialización lleva a migraciones campesinas a las grandes
ciudades, que aun así no son tan grandes, ya que pocas pasaban del millón de
habitantes. Pero empiezan a darse problemas de salubridad y orden público hasta
entonces desconocidos. Las ciudades se
remodelan para reducir en lo posible estos impactos, y se construyen grandes
avenidas que canalicen a los ciudadanos y sus mercancías, y se electrifica y se
desarrolla el transporte público.
Las poblaciones se
transforman. Las viejas aristocracias pierden poder, y ya solo conservan
títulos. Industriales y financieros (dos sectores antagonistas entre sí, según
Hobsbwan) pasarán a detentar el poder. Habrá una incipiente clase media, que en
general verá su estatus amenazado por los trabajadores manuales. Estos muchas
veces no se distinguían de los pobres; aunque en el Sur y Este de Europa
todavía primaban los artesanos, en Europa Occidental, y sobre todo en
Inglaterra, los trabajadores hacían manufacturas por cuenta ajena en fábricas
como de las que tiene Marx en mente.
Viven en una situación laboral bastante precaria y conocida, que originó cierta
hermandad entre estos nuevos proletarios. Además el contacto con las clases
medias urbanas hizo que se impregnaran de algunos de sus valores. Adquirieron
“sobriedad, sacrificio y aplazamiento de la recompensa” (pág 554), y conciencia
de su condición. Sin embargo, resalta Hobsbwan, eso no quiere decir que fueran
intrínsecamente revolucionarios, como pensaba Marx, y veremos más adelante.
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