Ante esa puerta grande y de bordes dorados experimentó, por primera vez en muchos años, desasosiego.
Llevó la mano derecha al costado y acarició la empuñadura de su espada.
Llevó la mano derecha al costado y acarició la empuñadura de su espada.
Se abandonó a sus recuerdos.
Rememoró aquella primera batalla, cuando siendo un infante imberbe, cargó solo contra los húsares del Zar. Al regresar a su país fue aclamado entre muchedumbres y banderas, e incontables doncellas le rindieron tributo privado en sus aposentos. Lars divagó sobre esa extraña alquimia que permite acceder a las mujeres y se alegró de dominarla.
Luego pensó en el maestro Yusuf, con el que se pasaba las noches en el torreón de palacio, trazando un mapa de las estrellas e inventando nombres para las constelaciones. Le incomodó predecir lo irritante que le parecerían a su futura esposa estas ausencias nocturnas.
También se emocionó al evocar a Willhem, su hermano de armas, con el que escapó de aquellas mazmorras, atravesó durante meses los desiertos de Arabia, y al que acompañó en su exhalación final, ya en las playas de Tánger. En aquel amanecer, aun padeciendo hambres y gangrenas, junto al cuerpo muerto de su camarada, Lars contempló los tonos ígneos que se reflejaban sobre el Mediterráneo, y sintió que el mundo era un lugar hechizante.
La idea de perder ahora su libertad, que es lo que la Reina, su madre, llamaba “madurar”, le angustió.
Frente a la autenticidad del viaje y la aventura, el matrimonio le pareció entonces algo que fluía entre la gesticulación y la impostura. Lars se sentía empujado a seguir con la farsa por las presiones de la Corte, no por su deseo.
Y en aquél momento, frente a la puerta grande de bordes dorados, tomó una decisión.
Volvió sobre sus pasos, subió a su caballo y cabalgó con ansia en pos de otras fronteras inexploradas.
Había decidido no besar a Blancanieves.
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