20.1.20

jueves


Charlie llama para avisarme de que se va a Albacete unos días a ver si vende algún seguro allí. Le digo que si entonces puedo aprovechar que está fuera para ir a dormir a su sótano, que con tanta felicidad doméstica como tengo ahora empiezo a desorientarme, y necesito estar solo para recordar quién soy, o sea, que quiero rumiar mis miserias para concluir que sigo odiando al mundo, y no hay mejor sitio para ello que su sótano, que es lúgubre, sucio y deprimente. Me responde que claro, que estupendo, que ya tengo las llaves y que vaya cuando quiera.
Llego y me doy cuenta de que hacía años que no estaba allí sin Charlie. Esa cueva ha sido su hogar desde hace más de dos décadas. Se lo compró cuando era lo único que podía pagar, y sin embargo no se ha ido ahora que ya podría permitirse algo mejor. Poca gente entiende que para él es un palacio del que se siente rey. Charlie es un hombre de lealtades y ese sótano le regaló las primeras noches de su vida sin gritos ni desprecios.
Los manuales de civismo indican en sus primeras páginas que cuando estás de invitado en casa ajena no hay que fisgonear, pero el refranero popular matiza que donde hay confianza da asco. Miro y toco a discreción.
El cuadro de la entrada, el único que hay realmente en toda la estancia, es un paisaje nevado algo cursi y vintage (en el mal sentido del término), pero es un regalo que le hizo su abuela, campesina heroica que sobrevivió a la gran ciudad, a las lejías industriales, y a diez hijos y treinta y dos nietos, así que allí se queda, en el pórtico, como escudo heráldico y orgullo de estirpe.
Entre los pocos libros que hay en la estantería encuentro un álbum de fotos. Es antiguo, de cuando todavía se hacían albumes de fotos. Salen sobre todo chicas; muchas chicas. Charlie ha vivido cubierto de chicas. Siempre le admiré por ello. Hay varias fotos de él con Alba en Torremolinos. Recuerdo a Alba y que tuve buena conexión con ella. Una vez me dijo que Charlie no era especialmente guapo y le sobraban algunos kilos, pero que no seguía la impostura y eso le hacía atractivo. No entendí muy bien a lo que se refería, pero apunté la frase en mi cuaderno de notas.
Su ropa, que no es mucha, está guardada en cajas de cartón porque no hay espacio para un armario. Es toda oscura y muchas prendas se repiten, para no tener que pensar cada mañana en qué ponerse. Vista así, doblada y sin alma, la ropa parece un objeto especialmente absurdo y feo.
En el baño todo rezuma ofertas y llévese tres por dos. Hay geles repetidos y de marcas desprestiadoras, toallas ásperas y acartonadas, y las cuchillas de afeitar tienen el sello de una cadena de hoteles. Sin embargo a un lado del espejo, en un sitio privilegiado, hay varios enseres y perfumes de chica elegante y onerosa, sin duda pertenecen a Raquel, que parece que tiene todo como lo dejó por si algún día quisiera volver.
Debajo del lavabo encuentro una pesada caja metálica que en algún momento albergó galletitas inglesas. La abro. Hay monedas de distintos países. Son testimonio de sus viajes; él que no es muy dado a traerse souvenirs. Al verlas pienso que Charlie ha tenido una buena vida, y puesto que yo le he acompañado en la mayoría de sus periplos, la mía tampoco ha debido de estar mal del todo.
Salgo del baño y me siento en el sofá, listo para iniciar mi periodo de introspección biliar y abominar de todo y todos. Pero de repente me da pereza abrir la herida para contemplar otra vez cómo sangra. Me siento liberadamente mayor para ello. Decido volver a casa.

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