24.4.20

Confesiones de un filósofo desparecido en combate, de Enrique Ocaña


En los años noventa un joven filósofo valenciano llamado Enrique Ocaña (n. 1965) llamó la atención con sus primeros libros. El Dionisios moderno y la farmacia utópica era una buena investigación sobre la relación de varios escritores con las drogas. Más allá del nihilismo y Duelo e historia fueron dos aproximaciones a la obra de Ernst Jünger; el primero correcto y didáctico; el segundo, de una gran belleza y profundidad, todavía es de mis lecturas de cabecera. El último libro que presentó fue Sobre el dolor, la que se supone es su gran obra, pero que a mí me parece sin embargo el típico mamotreto de aspirante a genio de la filosofía, con su abundante exhibición de citas y enésima reinterpretación de los clásicos desde una supuesta perspectiva innovadora. 
Lo curioso es que cuando parecía que Ocaña iba lanzado hacia la celebridad académica dejó de publicar y no se supo más de él. Solo en el 2018 apareció Confesiones de un filósofo desaparecido en combate, título harto expresivo, en el que cuenta sus experiencias como “filósofo politoxicómano y bipolar”, con sus periplos por los bajos fondos y sus frecuentes internamientos en psiquiátricos. Este libro, que incluye la reproducción de los diagnósticos médicos y que a veces parece una guía turística de todos los lugares de Valencia que el visitante tendría que evitar si quiere conservar la salud, está escrito a la manera de diálogo consigo mismo, o sea, con interpelaciones del “interlocutor más cruel” según Elías Canetti, un autor fundamental para Ocaña.
Es un texto corto y accesible. Tiene brochazos de autobiografía, crónica de una adicción y algunas partes al final de ensayo sobre la filosofía. Ocaña cuenta cómo conoció a Antonio Escohotado y éste le condujo hacia la investigación sobre las drogas; aunque no hay reproches, el célebre filósofo no sale bien parado. También hay muchas referencias al poeta Miguel Ángel Velasco, un amigo cuyo sorpresivo suicidio desagarró al autor y le provocó una crisis terrible. Su mujer, Yolanda, aparece intermitentemente y no llegamos a saber mucho de ella. Ocaña también recuerda su infancia y juventud, solo alterada por la muerte de su padre. Pero sobre todo escribe sobre su adultez yonki (empezó con las drogas pasados los veintitantos) entre ambulancias, prostíbulos y tugurios donde conseguir heroína.
En lo referente a sus reflexiones sobre la filosofía, implícitas en todo el texto y explícitas en el epílogo, no sé si pudieran interesar a los que no son del gremio, pero tienen perspicacia. Ocaña abomina de la filosofía académica y busca una “filosofía de la experiencia” paralela a la “poesía de la experiencia” de su amigo Velasco. Él se reconoce desaparecido en combate no solo por sus circunstancias personales, también porque su desinterés por la filosofía académica, que no por la filosofía en sí, le ha llevado a desvincularse del mundillo. Sin embargo llama a todos los filósofos desaparecidos en combate como él a retomar las armas y apuntar “contra el Poder”, lo que no deja de ser un poco un maximalismo facilón, pero coherente con su posicionamiento libertario.
Ocaña afirma que su ideario político se reduce a oponerse al Estado terapéutico que criminaliza las drogas y condena a los menos solventes de sus consumidores al estatus de lumpen. Pero eso ya es bastante ideario político. Cree que las drogas bien gestionadas pueden ayudar a liberar subjetividades, y por eso el Estado se opone. Hace suya la tesis de Burroughs, de que los estupefacientes son la excusa de los gobiernos para limitar las libertades individuales.
Al margen de si se está de acuerdo con él o no, lo cierto es que Enrique Ocaña es de esos filósofos que viven en los márgenes de canon progre oficial, y que por ello dicen cosas distintas y por lo tanto más interesantes que la monserga hegemónica. Su marginalidad no les convierte automáticamente en buenos autores, pero por lo menos sus propuestas filosóficas no saben a recalentados de microondas.   

1 comentario:

Anónimo dijo...

Agradezco las referencias a Ocaña y Velasco.Escuchar la ira es una obligacion,una forma de reconocer en lo que dicen lo que uno calla.Leerles fuera de consulta es una forma de respeto.Si alguin sabe de la violencia y la humillacion en el dia a dia, son ellos.