2.4.20

Contra las identidades



En los últimos años parece que hemos perdido de vista que las personas tenemos personalidad, no identidad. Somos todos de nuestra madre y nuestro padre, con nuestros sueños, miedos y deseos. Nos movemos en una amplia gama de grises cada uno con su tonalidad propia; somos más o menos creativos o aburridos, más o menos confiables o mezquinos, más o menos familiares o solitarios...Tenemos una idiosincrasia que nos define y singulariza, nos hace irremplazables. No hay individuo igual que otro individuo. De hecho, si ya es muy difícil hablar de caracteres homogéneos entre dos personas, es imposible hacerlo referida a multitudes.

La identidad empero es algo abstracto que tenemos como especie, pero no individualmente, y siempre está en relación dialéctica con otras especies u objetos; somos humanos porque no somos ni elefantes ni sillas. O incluso aceptando el uso judicial del término, identidad es un número que la burocracia estampa en nuestro pasaporte, pero que obviamente no nos define; en ningún caso somos sólo una serie numérica. 

El Estado está obligado a amparar el libre desarrollo de nuestra personalidad. Se podría decir que es su primer y más importante función: conseguir que la persona tenga libertad para dar lo mejor de sí mismo dentro de un marco social y ético razonablemente articulado. Proteger ante todo la libertad y seguridad individual para llegar a ser quienes realmente somos. Y todo esto lo hace sobre todo mediante un sistema educativo y sanitario públicos. Para prosperar nos hace falta preparación y así poder alcanzar nuestras metas, y nadie debería preocuparse por el pago de su asistencia médica o sus estudios. Las personas colaboramos gustosas en ayudar a los que de entre nosotros han perdido su empleo, o su salud, o ya han trabajado bastante y merecen descansar. Lo hacemos por conciencia y porque sabemos que algún día transitaremos nosotros mismos por esas sendas.

Como dice la Constitución norteamericana, hay que garantizar la libertad para buscar la felicidad, aunque nadie puede prometernos que vayamos a encontrarla, claro. El Estado debe asegurarse de que si quiero ser cómico, zapatero o teósofo, lo pueda hacer sin dificultades innecesarias, pero obviamente no puede obligar a nadie a reírse de mis chistes, comprarme los zapatos o aplaudir mis delirios espirituales. Tengo derecho a intentarlo libremente, pero no a exigir responsabilidades si no lo consigo. Ni el Estado es una entidad omnipotente, ni la sociedad en la que me desenvuelvo está obligada a secundarme por obligación.

La personalidad es pues la manera que tiene nuestra individualidad de tratar con nuestros coetáneos, vistos como un todo, en un ordenamiento determinado. Para regular esta relación hay pequeños sacrificios que tenemos que hacer, y el más evidente es pagar impuestos. Damos parte de nuestro dinero al Estado para que nuestra personalidad se desenvuelva libremente sin agresiones injustificadas. Este trato es una contrapartida aceptable y basada en el sentido común.

Si nuestras expectativas son razonables, y nuestros comportamientos considerados morales, el contexto resulta favorable y la convivencia social medianamente sana, es difícil no salir adelante con mayor o menor fortuna, y no encontrar cierto acomodo entre nuestros conciudadanos.  

Hay que subrayar que el contrato social funciona bastante bien. Somos millones de personas habitando a veces en unos pocos kilómetros cuadrados y conseguimos conllevarnos sin grandes violencias personales.


Sin embargo en las últimas décadas existen movimientos políticos que supeditan la personalidad individual a la identidad colectiva. Ya no somos personas singulares sino sujetos adscritos a grupos enfrentados en una foucaultiana lucha por el poder. Entienden la sociedad como perpetua contienda civil. No hay ya concordia entre personas sino guerra entre colectivos.

Guerra y victimismo, sobre todo mucho victimismo en las identidades colectivas, siempre un victimismo perpetuo y ofendido. La identidad colectiva es una herida sedienta de excusas para sangrar.  

La mayoría de estas nuevas identidades colectivas están basadas en “hechos reales”, por decirlo cinematográficamente, pero no siempre. Si no hay una identidad colectiva en la que fácilmente podamos ser etiquetados, da igual, el carácter ficcional de la misma hace muy fácil inventarse una. Gender-vender, transhumanista o nacionalista segoviano, cualquier relato vale siempre que tenga cierto respaldo económico y propagandístico.  

Las identidades colectivas son narraciones de poder en las que una minoría se otorga la representatividad de todos sus adscritos, ya sea con o sin su consentimiento. Y desde ahí negocian con un Estado al que afirman combatir pero sin el que no existiría tal identidad. Las identidades colectivas son parasitarias del Estado y solo se entienden dentro de él.

Cuando docenas de feministas dicen ser la voz de millones de mujeres, o un universitario de color nacionalizado y burgués habla por todos los inmigrantes sin papeles, o habitantes de urbanizaciones de lujo levantan la bandera de los pauperizados, lo que hacen es privilegiar una posición propia de poder. Buscan convertirse en poderes intermedios en la relación entre la persona y el Estado. Devienen así en una nueva aristocracia que hay que mantener con el diezmo de los ciudadanos.

Porque paradójicamente, estas identidades colectivas que juran ser categorías ontológicas preestatales, no existirían sin subvenciones estatales. Hace falta mucho dinero y muchos medios modernos de propaganda para construir una identidad milenaria.

Esta nueva oleada de recursos estatales desviados a la manutención de las identidades colectivas es algo reciente. Nos preguntamos por qué. No vemos claro que tengamos que dar dinero a los nacionalistas segovianos para que reescriban su historia a placer, si nosotros somos de Toledo. Nos desorienta que si en el día a día entre los sexos solo vemos cooperación y afecto mutuo tengamos que pagarle el sueldo a quienes dicen que solo ambicionamos el sometimiento de los otros. No entendemos por qué si nuestros amigos oriundos de otras latitudes nos quieren tanto como nosotros a ellos habremos de escuchar constantemente a quienes pontifican que un odio visceral recíproco anida entre los diversos.

Quizá habría que empezar a defender que las identidades colectivas salen muy caras al bolsillo del contribuyente. Y que éste no tiene motivos para hacer ese sacrificio. Las nuevas aristocracias quieren ser poderes intermedios, y además quieren vivir en palacios y que les financiemos sus cuchipandas. Pues va a ser que no. Tendrían que quedar al margen de la hacienda pública. Estar privatizados, como todos los servicios que no son sistémicos o de primera necesidad. Quien quiera una identidad que se la pague de su bolsillo.

El Estado está para proteger nuestra vida y libertad, nuestra personalidad en suma, pero no nuestros sentimientos, y mucho menos nuestro pase vip por ser de una identidad colectiva. Las identidades colectivas deberían quedar al margen de los presupuestos gubernamentales. Que se las financien sus acólitos. No son prioritarios, ni esenciales; el Estado no les debe nada. Los ciudadanos no les debemos nada.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Insuperable.Identidades como trajes por los que transitar, no como etiquetas de las que vivir,que neceiten voceros a los que paguemos mas que a nuestro profe o a nuestro geriatra.Nada de excusas sedientas de heridas para sangrar.Sujetos multiculturales ,multietnicos, puro mestizage reinventandose.¡¡¡¡aupa mestizo!!! no te disfraces de negro, ni de vasco.Tampoco de catalan.