El escritor y
crítico literario Manuel García Viñó (1928-2013) adquirió cierta resonancia
mediática cuando le propinó un puñetazo al también escritor Vicente Molina Foix
tras un impetuoso debate en el programa televisivo Negro sobre blanco.
Aunque la agresión sucedió fuera de cámaras, Joaquín Sabina, que era el
siguiente invitado y ya estaba esperando en el plató, se lo comentó con gracejo
a Fernando Sánchez Dragó, que presentaba aquello, y así los espectadores nos
enteramos de que la trifulca previa que sí vimos había llegado luego a las manos. Como
suele pasar en estos casos, la anécdota reduce y caricaturiza al protagonista,
que para mucha gente es ya conocido solo por esto, y opaca una obra que desde
luego tiene interés al margen del chascarrillo pugilístico.
García Viñó escribió
más de cincuenta libros y lideró La Fiera Literaria, una publicación
itinerante en la que se criticaba inmisericordemente a los grandes popes de la
novelística española actual. Pero ni él es hoy especialmente valorado, ni La
Fiera le ha sobrevivido y ahora es solo una web varada en el ciberespacio.
Tal silencio se explica sin duda por cuestiones políticas y económicas, ya que es
normal que a alguien tan a contracorriente se le cierren los grandes canales de
difusión, pero no es disparatado pensar que también hay una cierta ineptitud
social por su parte que le puso las cosas muy fáciles a sus adversarios.
De lo poco que he
leído de su extensa producción puedo decir que Teoría de la novela es un
buen manual de introducción a la literatura, claro y divulgativo, y que sus argumentos
parecen bien desarrollados, al menos para un lego como yo en la materia.
Distingue “relato”, en el que se cuentan cosas, de “novela”, que además tiene
un contenido intelectual, crea un mundo autónomo “novelizando la realidad”, y
tiene sus propias reglas estéticas.
Otros libros suyos que he leído son El País: la
cultura como negocio y
La novela española desde 1939. Ambos son un ataque a las estrellas del panorama
literario nacional, cuyos best-sellers desmenuza desde la “crítica acompasada”,
una crítica considerada por él científica, y que consiste en resaltar todas las
faltas gramaticales y evidenciar la pobreza de las elucubraciones que hay en
los textos.
Para este autor un
novelista “no debe tener solo vida y obra sino también pensamiento”, más o
menos filosófico, y que eso transpire en sus libros. Pone de ejemplo a Albert
Camus, cuyo existencialismo le influyó hondamente, y que era capaz de escribir
ficción y ensayo con la misma maestría. Además, por supuesto, un novelista también
tiene que escribir bien, sin errores gramaticales ni
razonamientos infantiles.
Las críticas que
hace desde estos postulados a Almudena Grandes, Javier Marías, Muñoz Molina, y demás, son demoledoras. De hecho no creo que nadie pueda mantener honestamente que son
buenos escritores tras leer estos análisis. García Viñó pone incontables
ejemplos sacados de las obras más prestigiadas de estos autores en los que queda clara la
banalidad ideológica y la ineptitud narrativa. Rastrea página por página
entresacando frases que producen sonrojo y que prueban que estas celebridades
son solo producto de una buena mercadotecnia de las filiares del Grupo Prisa,
pero nada más.
El problema es que
el propio García Viñó acaba resultando insoportable; es constantemente faltoso.
Llama a Javier Marías "retrasado mental", por ejemplo, lo que es gratuito y
además contraproducente, ya que un tono igual de certero pero respetuoso
hubiera sido más digno. Es ingrato para el lector leer cientos de páginas de
desprecio permanente, por mucha razón de fondo que tenga. Los datos y ejemplos
que aporta son incontestables, pero tanta bilis y resentimiento acaban por
hartar.
La aportación
crítica más constructiva que hace este autor es que reivindica también a otros
escritores desconocidos a los que sin su mediación, al menos yo, nunca habría
llegado. Le debo la lectura de Eduardo Tijeras, Andrés Bosch y Miguel Espinosa,
además de otras docenas de novelistas que cita y que todavía no he leído, pero
que seguramente son tan buenos como él asegura. Hay un canon alternativo en la
historia de la literatura española del siglo XX que se podría escribir con
nombres nuevos y sin bajar de calidad, o incluso mejorando al hegemónico, y que
permanece injustamente relegado.
García Viñó tiene
razón al indignarse porque hay escritores cuyas novelas son sublimes y que
nadie conoce, por mala distribución, falta de promoción en los suplementos
culturales, o lo que sea, mientras que tenemos a tremendos bodrios encumbrados
y ganando premios. Tiene razón, pero la pierde al escribir como un histérico
ulceroso.
Estamos ante un
autor que podría haber dejado un legado importante y colaboradores que
revitalizaran La Fiera Literaria, pero hay algo que no supo hacer por
ineptitud social. Los de la “inmensa minoría” tendríamos que estar ahora comentando sus
aportaciones, redescubriendo autores orillados, y demandando reediciones de los
nuevos clásicos de la literatura española.
Sin embargo no buscó aliados y no moderó sus anatemas, se quedó
orgullosamente al margen de todo. Igual tendría que haber dejado de ser como el
“alma bella” denunciada por Hegel, eremita en su propia alta moralidad, y pactar
con la circunstancia. Entrar entonces en la Universidad, o que entrara algún discípulo
abriendo brecha. O en alguna escuela de escritores, de las que hay muchas en
Madrid, e influir a generaciones venideras. O vincularse a algún medio de
comunicación valiente, que los hay. O cualquiera de los mil caminos
posibles. Desde luego lo de liarse a
puñetazos en la tele no es lo más recomendable.
(El País: la
cultura como negocio viene con prólogo de García Trevijano, un señor del
que ya hemos hablado. Parece que García Viñó y él fueron amigos. Eran de la
quinta y seguramente les hermanaba una común inhabilidad para bajar el volumen
del yo, y ser así capaces de crear grupos de trabajo y construir proyectos con
gente que eventualmente fuera a hacerle sombra.
Coaligados, cada uno en
su ámbito, podrían haber creado algo importante. Con un poco de mano izquierda
podrían haber reinado en el Ateneo de Madrid, por ejemplo, o en alguna
universidad o fundación.
En cuanto al
prólogo en cuestión, se nota que la literatura no es la especialidad del gran
jurista granadino. Lamenta que no haya un Balzac o un Stendhal de la Transición
española, lo que es un poco causa perdida, ya que sería extraña una literatura
decimonónica en los años setenta. Sí hubo, aunque Trevijano lo ignore, mucha y
muy buena literatura en los márgenes, como bien se explica en el propio libro
que prologa y que parece no haber leído en este punto.
También reduce
implícitamente el mundo cultural en español o lo que sucede a este lado del
Atlántico, lo que es grave, y peor todavía es que partícipe de cierta
hispanofobia ambiental al sostener que desde el siglo XVII no hubo grandes pensadores
españoles, justificando tal astracanada por el hecho de que no se cita a
ninguno en las bibliografías foráneas.
Como el texto es
del 2006, asumimos que no conoció muchas de las investigaciones actuales que
hacen de este prólogo lo más flojo de todo lo que publicó el gran pensador del republicanismo español contemporáneo).
1 comentario:
Histerico ulceroso le llamas en su madurez rabiosa, pero no envidioso.Que pena como bien dices,que la incontinencia se cargue la voz de los solitarios.Leo con gusto a Boch y a Tijeras, pero sinceramente no puedo con Espinosa, demasiado listo ,omnipresente y omnipotente.Entiendo el enfado cuando la doctrina le gana la mano a la curiosidad,a la ira o a la burla. Pero los iracundos de entonces les oi hablar en la mesa de al lado eran de un individualismo radical y algo elitista que les hacia correr el riesgo en el que se hundieron,el que tu citas, un endiosamiento sin fieles.
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