14.11.20

En el viñedo del texto, de Ivan Illich


Hugo de San Víctor fue un teólogo del siglo XII. Nació en Sajonia pero vivió siempre en París. Su obra más célebre es el Didascalicon, palabra griega que más o menos se puede traducir por “asuntos de la introducción”, y que es una guía para los monjes que van a adentrarse en el estudio. En ella se sostiene que el arduo camino de la sabiduría acaba llevando a Cristo.

Sobre Hugo de San Víctor, ya en el siglo XX, Ivan Illich escribió uno de los estudios más bellos y sugestivos que hemos leído nunca, En el viñedo del texto. Etología de la lectura: un comentario al Didascalicon de Hugo de San Víctor. Aquí no sólo se expone lo poco que se sabe de la vida del teólogo sajón, también se analiza el contexto y la finalidad de su obra; y sobre todo el período de transición que vivió, en el que el modo de lectura como liturgia colectiva se iba apagando por los avances técnicos y la propia evolución de la escolástica. Del saber entendido como tarea de memorización grupal de los textos sagrados se pasó gradualmente a la ya moderna actividad intelectual libresca y solitaria. La culminación del proceso vino con el tomismo y la llegada de las universidades, ya en el siglo XIII.

Illich cuenta también que cierta simpleza doctrinal del medievo tuvo que ver con lo deficiente de los medios de escritura. No es casual que cuando empezó a llegar el papel barato de China, un siglo después del Didascalicon, apareciera ya una filosofía más elaborada en Europa. El sistema de enseñanza que representaba esta guía terminó con Santo Tomás de Aquino, pues sus lecciones eran tan complejas que no había modo de memorizarlas colectivamente. Hubo que repartir papeles a los alumnos para que tomaran notas: había empezado la clase moderna con la toma de apuntes individuales.

En el siglo XII todavía se trabajaba en carísimos papiros o con piel de animal, que se apuraban al máximo, escribiendo las frases sin espacios, en líneas prietas. Semejaban entonces las rayas de un campo arado, y de ahí que el maestro les dijera a sus alumnos que recolectaran los frutos del texto.

Si quisiéramos hablar del Disdascalicon nos resultaría muy difícil separarnos de Ivan Illich, la fuente secundaria que leímos antes que el original. Pero no entenderíamos la belleza y profundidad de lo que lo que nos dice Hugo de San Víctor sin haber tenido esta ayuda. Por ejemplo, ahora sabemos que éste escribe para ser pronunciado, no leído. Son frases para recitarse en grupo, en “comunidades bisbiseantes” como se decía entonces, cuando los alumnos no escribían nada y tenían que memorizar las lecciones.

Las instrucciones que da Hugo de San Víctor son bastante lógicas y actuales. Disciplina y humildad; ningún conocimiento es inútil ni la inteligencia trabaja por sí sola. No hay ciencia que pueda subsanar la necedad del apático.

Una de las ideas que repite Hugo de San Víctor es que la búsqueda del conocimiento es como el exilio en una tierra extranjera. Parece querer negar que sea necesario el viaje literal para el conocimiento, uno como el propuesto por Homero, porque con viajar a través del saber basta. Pero por otro lado sabemos, gracias a Illich, que por entonces se consideraba que la vida conventual era una peregrinatio in stabilitate, por lo que no hacía falta enfrentar mares y carreteras, ya que cada día de meditación y estudio era una larga jornada por territorios ignotos.

Insiste mucho también en la meditación como esencial en el camino a la sabiduría. Y la meditación creemos que se tiene que entender como sosiego y humildad; como un conocimiento más moral que erudito. A Hugo de San Víctor, que subrayaba que hay que estudiar sin prisa, disfrutando, y con el abrazo de Cristo como meta, seguramente el saber técnico de “la barbarie del especialismo” orteguiano le hubiera incomodado. No es un conocimiento para dominar a la naturaleza u otros hombres a lo que se refiere. Es una vía de santidad.

Leyendo el libro de Illich nos entra cierta nostalgia de las abadías y monasterios medievales, que vivían volcadas hacia el estudio y donde se salvaguardaba la cultura clásica. Y nos sentimos hermanados con todos lo que a través de los tiempos han considerado que aprender era no sólo lo que nos hace humanos, si no un verdadero placer.

Es conocido que sabemos poco del periodo que va desde el siglo V hasta el XIII. Tenemos una falta de datos que ha fomentado la idea de que fueron tiempos de oscuridad. Pero en los monasterios había maestros amables como Hugo de San Víctor que mantenían la luz de las ciencias humanas encendida. De ahí surgió la escolástica que nos acabó trayendo la modernidad filosófica. No pudo ser tal páramo si germinó tal bosque.

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