20.10.15

El lacanismo o cómo perder el tiempo



Hay una esfera madrileña que se precia de su brillantez. Es una esfera que corona la mayor parte de Lavapiés, desde Atocha a Tirso de Molina, desde Antón Martín a Embajadores. Bajo ella se arremolinan muchos locales de diletantes. En uno de ellos, uno en la calle de doctor Fourquet, hay un evento: se nos va a explicar en qué consiste el lacanismo de izquierdas.

La audiencia es un poco la de siempre. Intelectuales posmarxistas y ojerosos que huelen a Ducados, doctorandos gafapastas buscando a qué aferrarse, ninfas exhibiendo inquietudes chic, proletarios descontextualizados, etc, etc. El día es frío y el Gran Chamán llega tarde, hay inquietud ¿habrá retraso en el vuelo que le trae desde Buenos Aires?¿llegará o tendremos que volver a nuestras casas sin sentirnos realizados por nuestro compromiso político? El chico de la casa entretiene a las audiencias y la verdad es que lo hace fenomenalmente, es un buen orador que conoce bien el tema; pero es humilde y todos tenemos la sensación de que no es lo mismo.

Finalmente aparece el Gran Chamán y todo el universo recupera su equilibrio. Camina recto, perseguido por miradas admirativas y un silencio respetuoso. Cuando se sienta y habla queda claro que lo suyo es el no va más de la inteligencia política: conoce a Jacques Lacan al dedillo y ha convertido a este psicoanalista de divertidas chaquetas en un intelectual revolucionario.

Lacan escribió con un lenguaje arcano que es inaccesible a los mundanos. Por ello, como en todo culto, hace falta el capellán que nos lo descifre. Nada de interpretaciones autónomas, que por otro lado requieren demasiadas horas y son impensables para quien tenga algo importante que hacer con su vida. El Gran Chamán –que es literalmente grande, enorme- se encarga por nosotros; sigue el último trending topic del momento que es traducir la jerigonza lacaniana en eslóganes tirapiedra para hacer alegres rebeliones bajo la esfera de Lavapiés.

Hace una exposición del lacanismo más o menos así: “compañeras y compañeros, todo significante (pausa) es lo que representa el sujeto (pausa) para otro significado (silencio consternado en la sala)” ¡Cómete esa, marquesa! Los de FMI y el gobierno norcoreano tiemblan acompasados. Lenguaje enrevesado, incomprensible, para concluir que todo es lingüístico, todos somos significantes, ¡incluso para una mesa! ¿para qué buscar entonces cambios estructurales? O sea, ¡si hasta la pobreza es una construcción verbal!

No, amigo, no.
 
El Gran Chamán y el revival del lacanismo son paradigmáticos de los análisis postmodernos. Primero, por hacer de la actividad intelectual un sistema de modas: este año se lleva Lacan, como hace un lustro no se podía pedir un café sin que te citaran a Castoriadis, hoy nada fashion. Segundo, por buscar pensadores de retórica inaccesible para que haga falta un intérprete que traduzca, cuando hay muchos otros autores que hablan mejor y más claro, sin necesidad de intermediaciones. Y tercero, porque se aseguran de que los autores reverenciados –como Lacan es este caso- reduzcan la realidad a lingüística, o directamente a crítica literaria, para que así puedan seguir siendo ellos, los académicos de humanidades, los portavoces de la verdad.

En cuanto a mí, de la charla en la calle del doctor Fourquet solo he sacado en claro que la vida es demasiado corta para leer a Lacan.

19.10.15

Piel Roja, de Juan Gracia Armendáriz


Piel Roja de Juan Gracia Armendáriz es un diario bien escrito y con fragmentos inolvidables sobre la vivencia de una enfermedad. Hay una parte en la que Gracia rememora, al enterarse del fallecimiento del escritor Félix Romeo, que cuando le conoció en vida, al verle tan pálido y displicente, le preguntó que dónde había aparcado el Ovni. Y luego deja caer, como de tapadillo, que el deceso de Romeo bien pudo producirse por el exceso de alcohol y drogas. A continuación lamenta que en la época actual morir de un infarto ya no sea privativo de gente más mayor. Y no insiste en el tema, pero en seguida vienen a las mientes los varios jóvenes y prometedores escritores españoles que en los últimos años han muerto por infartos –y que según la insinuación de Gracia, fueron debidos al exceso de cocaína y noche etílicas.
 
Gracia es indiscreto y tal vez se mete donde nadie a inquirido su presencia. Pero habla con el derecho de quien no ha elegido estar muriéndose. Tiene que ser irritante que un cáncer te obligue a pasar por mil torturas médicas e incapacitaciones múltiples, mientras que coetáneos más sanos deciden seguir con el cansino papel de enfant terrible poniéndose hasta las cejas de todo lo que destruye un cuerpo humano. No cuidarse cuando se tiene salud, o peor, autoaniquilarse poco a poco, siempre me ha parecido un insulto a los que nacieron con menos fortuna genética. Gracia, faltando conscientemente a la cautela con un muerto, parece estar conforme conmigo.
 
Sin embargo lo que llama más la atención es el tema de los escritores tanáticos. Artatud decía aquello de “me destruyo para saber que soy yo y no todos ellos”, que como motto adolescente está muy bien, pero ya cuando se peina canas resulta un poco cretino. Entre los pocos autores con publicaciones que conozco personalmente en Madrid abunda el exceso de hábitos insanos ¿qué motivo hay para trasnochar casi por obligación, encocarse borreguilmente, emborracharse casi a diario? No hablo de los que van de que lo hacen porque es más chic entre los modernez capitalina; me refiero a los que realmente no pueden dar conferencias porque están demasiado borrachos o nunca presentan textos a tiempo por han estado de jarana toda la semana.
 
¿Tienen que ver con la carencia de talento? Podría ser que cuando llevas toda la vida convenciendo y convenciéndote de que eres la hostia en vinagre, temes el día en que tengas que demostrarlo. Ninguno de los autores infartados, ni los bohemios bravos de Madrid, que yo sepa, publicaron un libro definitivo, de esos que justifican ser personalmente insoportable. Eran más bien buenos textos, anunciantes de que se iba por el buen camino hacia el libro excelente. Murieron antes de probar si sí o no. U otros ni siquiera publicaron, porque el mundo literario madrileño está repleto de militantes del malditismo que no pueden ni exhibir un libro medio decente, pero eso sí, creen que es un privilegio recogerles de madrugada cubiertos de sus propios vómitos.
 
Tal vez con este relevo generacional que se está produciendo estemos asistiendo a los estertores de una manera nihilista y ególatra de concebir la vida intelectual. Da la sensación de que hay cosas que están cambiando, que las gracietas de estos Bukowskis de saldo ya sean simplemente inoportunas o minoritarias. No lo sé. En cuanto a mí, entendiendo un poco las inquietudes de Artaud, pero a mi manera: me alejo de cualquier estimulante artificial y me acuesto temprano y sobrio para saber que soy yo y no todos ellos.

16.10.15

Transterrados. Los españoles y sus exilios I



Desde aquel primer momento tuve la impresión de no haber dejado la tierra patria por una tierra extranjera, sino más bien de haberme trasladado de una tierra patria a otra
José Gaos

El exilio no tiene fin
Adolfo Sánchez Vázquez

1, El exilio es una constante en la historia de España. Tanto que José Luis Abellán –autor que utilizaremos casi como falsilla en este ensayo- llega a decir que es estructural, y aun constitucional, de la nacionalidad española: se han dado demasiados exilios como para pensar que son algo coyuntural. Desde la unidad de los reinos de Castilla y Aragón, y el paralelo surgimiento de la Inquisición, las oleadas de emigraciones forzadas son innúmeras. Por motivos religiosos o políticos, desde los moriscos hasta la última dictadura, cientos de miles de españoles han tenido que irse para evitar la muerte.

Transterrados. Los españoles y sus exilios (y II)

11, Adolfo Sánchez Vázquez nació en Algeciras, España, en 1915. La guerra civil le sorprendió, pues, con 21 años. Santiago Carrillo le llamó a Madrid para que dirigiera Ahora, la publicación de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU). El 1939 llega exiliado a México siendo militante comunista, pero sin una formación universitaria completa; en su nuevo país se dedicará a estudiar filosofía precisamente para apuntalar sus convicciones. Muere en el Distrito Federal en el 2011, reconocido con un gran pensador marxista heterodoxo. Escribió muchísimo sobre muchísimas cosas (política, estética, utopía, literatura,…) pero lo que más nos interesa ahora es su crítica a la idea gaosiana de transterrado, siendo él mismo un paradigma de la misma.

15.10.15

Umbral o el contradiós, de Emilio Arnao


Hay textos que desmerecen una publicación tan cutre. Umbral o el contradiós de Emilio Arnao tributa como ejemplo. Se nota que en la editorial estaban caninos o mentalmente dispersos. No usan cursivas y la lectura a veces es confusa porque entrecomillan indistintamente los libros referenciados, las citas, o hasta grupos musicales de los que se habla tangencialmente. Hay erratas a mansalva y el tipo de letra elegida es poco apropiado para la verborrea fluvial de Arnao. No hay ni la más mínima reseña biográfica del autor, ni cierta introducción que nos presente el texto. Y para culminar, aunque esto ya es más accesorio, una cubierta blanquinegra que invita a salir huyendo, con su correspondiente nefasta contraportada en la que aparece una foto del autor en su peor día, así como una supuesta sinopsis apelotonada e ilegible.

También -y aquí terminamos con las quejas- una vez que empezamos a leer lo que se supone es un ensayo sobre Francisco Umbral, nos encontramos a un ensayista que chupa demasiada cámara. Arnao se defiende diciendo que él no habla de Umbral, sino de “mi Umbral”, pero hay momentos, por ejemplo cuando nos cuenta que le duele la espalda o que está escuchando a Madredeus, que simplemente sobran. Si hubiera estado más contenido, menos subjetivo, menos queriendo ser tan genial como el maestro, tal vez estaríamos ante un libro casi definitivo sobre el gran escritor. Pero no acaba de funcionar.

Los conocimientos que Arnao luce son enciclopédicos, eso sí. Lo ha leído todo o casi todo de Umbral, y eso es leer mucho. Expone bien las impresiones que produce en el lector la obra umbraliana y las constantes de la misma. Pasean por estas páginas el escritor y su sed amarga de mujer; su odio y necesidad de poder y poderosos; su provinciano querer ser escritor capitalino por encima de todo; el amor a su gato Loewe y el dolor por la pérdida de su hijo; el Madrid de la dictadura, de la transición y el borbónico; el anacoreta de la dacha y la celebridad entre marquesas; el niño hambriento de Valladolid y el ya agónico enfermo de neumonía.

Umbral es una especie de avatar con el que podemos revivir los últimos cincuenta años de historia española. Como afortunadamente no tenía imaginación, se dedicaba a hablar de lo que veía y experimentaba. Si tenemos la suerte de encontrar las primeras ediciones, además, le suelen acompañar un diseño cuidado, ahora vintage, muy propio de los años de publicación. En sus libros tenemos crónicas del tardofranquismo, retratos de la transición, luego del felipismo y  los años de Aznar… hasta su muerte, en el 2007, justo cuando estalló la crisis financiera. Se fue cuando terminaba una época de la que fue el más brillante comentarista y legitimador. Legitimador porque estamos hablando de un prosista que aportaba belleza a todo aquello que tocaba, y tocaba mucho al poder y a las constelaciones culturales que orbitan alrededor del mismo.

Umbral es un escritor total, magnífico, con una obra que navega a través de varias décadas y que se alimenta de su circunstancia. Está por escribir un estudio concluyente sobre Umbral y la España que vivió, que casi vienen a ser lo mismo. El de Arnao no es desde luego no este estudio; es más bien un aperitivo, un abreboca del gran libro que esperamos que alguien esté ya escribiendo.

(UMBRAL O EL CONTRADIÓS de Emilio Arnao. 1ª ed 2011 Ediciones Rilke, Madrid.)

14.10.15

Por qué fracasan los países, de Daron Acemoglu y James A. Robinson


Pensar que males perfectamente evitables como la pobreza, la incultura o la corrupción puedan ser de hecho estrategias premeditadas de dominio nos produce úlceras. Intentamos ahuyentar la idea y seguir viviendo como si nada, pero libros como Por qué fracasan los países de Daron Acemoglu y James A. Robinson no nos permiten hacerlo. Estos dos profesores universitarios hacen un repaso de los últimos siglos, y mediante ejemplos y argumentaciones muy bien hilvanados demuestran que hay un tipo de poder que torpedea a conciencia cualquier forma de progreso y democratización para mantenerse en la cúspide: son las célebres “élites extractivas”, que viven de explotar económicamente a sus poblaciones, y para ello pueden incluso optar por restringir el acceso a cualquier bienestar económico. Es un sistema con infinidad de ejemplos históricos y su propia lógica aplastante, ya que la prosperidad limitada pero fija hace que haya dividendos a repartir casi a perpetuidad entre los mandatarios, lo que garantiza la continuidad del infame régimen. Huelga decir que este bucle -la extracción genera dinero y poder que permite más extracción y más dinero y poder- es el principal problema. Las élites extractivas son poderosas y están bien organizadas, no es fácil el envite.
 
Estas minorías parasitan principalmente en las economías monopolistas, oponiéndose a cualquier innovación y evitando la racionalidad administrativa. Suelen dominar desde el estados débiles y clientelares, que al no ser inclusivos y servir solo para que unos pocos acaparen la riqueza, fomentan las divisiones y luchas periféricas de clanes. Aunque hubiera una revolución, el tinglado es tan goloso que siempre existe el riesgo de que los revolucionarios acaban limitándose a usurpar el rol de explotadores. Así sucedió en África tras la descolonización, cuando los rebeldes sustituyeron al personal colonial pero no al propio sistema construido por éste.  

Un dominio así teme que haya “destrucción creativa” (Shumpeter), que es lo que ocurre cuando los adelantos tecnológicos van sucediéndose, como el avión sustituye al transatlántico o internet al correo postal, por ejemplo. Por este miedo al progreso en Occidente “no hubo un aumento sostenido del nivel de vida entre la revolución neolítica y la revolución industrial”. O países como China, que en el Medievo tuvo gran importancia económica, se quedó atrás porque sus gobernantes se negaron a modernizarse. O dentro de Europa, el Reino Unido mejoró su calidad de vida al industrializarse, frente a las empobrecidas España o Austria-Hungría, cuyos monarcas también tenían alergia a la destrucción creativa porque redistribuye rentas y bastones de mando.
Es necesario, nos dicen estos autores, un Estado centralizado, respetuoso con la ciudadanía y la racionalidad económica. A él se oponen los que temen perder sus privilegios si la sociedad se dinamiza, si se eleva el nivel cultural y de exigencia. Por es fundamental pasar a controlar el Estado para modernizarlo. Es muy difícil hacer reformas sin este paso, sin el Estado.
 
Hay toda una serie de medidas que un gobierno inclusivo puede iniciar para salir del marasmo económico y adentrarse así en lo que los autores llaman el “círculo virtuoso”: fomentar la libre economía, normalizar el uso del inglés, tratar de minimizar los conflictos identitarios, simplificar y unificar normativas, democratizar el acceso al poder y los beneficios, etc. Pero para llegar a ello hace falta una transformación del poder radical, ya que las élites extractivas no van a ceder un ápice por las buenas. Y lo malo es que cuando estas élites se sienten amenazadas el “círculo vicioso” se acentúa porque incrementan las barreras a la innovación y explotan más para sacar más que repartir. Son seres que no saben trabajar en igualdad de condiciones, de competir dentro de un contexto racionalizado. Eso les hace dañinos, y partidarios en sus retiradas de las políticas de tierra quemada.
 
En fin, este libro hay que leerlo con el bicarbonato a mano.

*Por qué fracasan los países de Daron Acemoglu y James A. Robinson. Ediciones Deusto, Barcelona 2012

11.10.15

la religión y sus enemigos


Entro con fines turísticos en una parroquia del centro. Casualmente hay misa. El sacerdote sermonea a tres ancianas que tienen aspecto de no sobrevivir a este frío invierno. Quedo con la impresión de que esto es el catolicismo español hoy: ancianas que buscan partir con serenidad al barrio de los acostados. Sin embargo, en las charlas de bar, o en las tertulias diletantes, siempre oigo a alguien que lanza anatemas contra la Iglesia mientras es secundado con más o menos entusiasmo por sus compadres. Parece obvio que el anticlericalismo hoy en la prepotencia de quien se ensaña con un enemigo tiempo atrás vencido.
 
¿Qué sentido tiene mantener el discurso comecuras hoy en día? La Iglesia no pinta nada en la sociedad, y lo hace es donde se le pide que lo haga, entre las masas de fieles que han elegido libremente –no olvidemos esto último- escuchar y seguir sus directrices. Soy livianamente laicista y jamás me he sentido coartado por una institución que no me afecta para nada. Nos respetamos mutuamente; además, como no siento la necesidad de aplastar a quien no piensa como yo, veo como un sano tributo a la libertad de conciencia que haya creyentes y no creyentes.
 
Tengo la impresión también de que los anticlericales tienen algo de eso de lo que nos advirtió el psicoanálisis, la estrategia de buscar “padres autoritarios” débiles para poder “matarlos” con facilidad y crear la ilusión de liberación. Que un obispo huya de un acto porque unas hippies le enseñan las tetas debe hacerse sentirse la pera limonera a las hippies y a los mirones, pero dudo que tenga la más mínima consecuencia política.
 
La Iglesia no es nuestro enemigo. Principalmente porque está también en contra del hambre y la explotación. Quien es unilateralmente anticatólico, quien reduce el clero a una panda de pedófilos obtusos, evidencia que su pasaporte no exhibe estampas de los arrabales pauperizados del globo. En la actualidad miles de religiosos sufren con los olvidados y mueren con ellos y por ellos. Pocos cooperantes laicos pueden decir lo mismo.
 
Además, no olvidemos la admonición de G.K. Chesterton, cuando decía que el día que los hombres no crean en Dios se creerán cualquier cosa. En el siglo XIX los humanistas luchaban por superar la religión e instaurar la república de la cultura y el razonamiento científico. La causa entonces era la de la liberación del hombre y el fin de cierto oscurantismo que limitaba su existencia. Hemos erradicado a Dios, y vemos que las trivialidades que el hombre ha encumbrado para sustituirle son absurdas. Ahora que el lugar de la misa los domingos, que era algo al menos mínimamente trascendente, lo ha ocupado el fútbol, habría que preguntarse por la pertinencia –o simplemente el buen gusto- del ateísmo militante.

8.10.15

Palabra de hombre, de Roger Garaudy

Roger Garaudy (1913-2012) fue el filósofo más o menos oficial del Partido Comunista Francés durante varias décadas. Estalinista a la par que cristiano y existencialista, sus textos son certeros y dogmáticos. En ellos se defiende entre otras cosas una concepción trascendental del "hombre" como puntal de lucha y sobre el que se habrá que construir el socialismo futuro.
Por supuesto es un autor olvidado cuya única vigencia se debe precisamente a la reacción histérica que provocó entre los postestructuralistas (Cuando Foucault hablaba de la "muerte del hombre" lo hacía precisamente contra la obra de Garaudy).

A mí, claro está, el tipo me chifla.

En su autobiografía, Palabra de hombre, hay un fragmento especialmente brillante: Garaudy está preso con camaradas de la Resistencia en el norte de África. Un oficial alemán les ordena volver a los barracones, y los valientes prisoneros se rebelan clavándose en sus posiciones y cantando himnos patrióticos. Garaudy, que escribe en presente, dice estar dispuesto al martirio. Mira a su alrededor y se siente tranquilo, todos son hombres entregados que no se amedrentarán: buenos comunistas, trabajadores, soldados que no darán su brazo a torcer y morirán con honor...todos salvo un tal Bernando, que es actor y además ¡lee a Nietzche! Garaudy reconoce que un esteta así podría aceptar las órdenes nazis y echar a perder el heroísmo colectivo. Finalmente y para consuelo de todos, los guardias del campo, que son mercenarios árabes, se niegan a disparan sobre gente desarmada, y ahorran la escabechina y la más que probable traición de Bernando.

Este pasaje vuelve sobre mí repetidamente.

Ayer, sin ir más lejos, acudí con un grupo de voluntarios a una infravivienda oculta tras una enorme valla publicitaria en unas obras en el centro de Madrid. Sobreviven allí un grupo de personas sin techo, mayoritariamente magrebíes, que acaban de recibir la orden de desalojo inmediato. No tienen dónde ir y están lógicamente angustiados.

Los voluntarios son jóvenes idealistas que ofrecen el consuelo y la ayuda que pueden. Uno de ellos, llamado Eloy, propuso que nos quedáramos a dormir allí, que respondiéramos con violencia si fuera necesario cuando se presentara la policía. Los habitantes del chabolo  parecían emocionados ante la proposición: al fin y al cabo era pelear por su casa. Son seres desesperados sin nada que perder, y bien recibirían unos golpes por intentarlo.

De los voluntarios dudo -ni siquiera fingieron entusiasmo al secundar la proposición-; y sobre todo dudo de Eloy, que es conocido mío, y sé que se está doctorando con una tesis sobre la moral en la postmodernidad, y además tiene beca para irse a Nueva York en Enero. O sea, que a saber qué estupidez argüiría para escabullirse al ver la primera bota del comisario.

Sobre la marcha he conseguido sin grandes contrarréplicas que se desestimara la resistencia activa. Creo que ante los sin techo he quedado como un aguafiestas, un cobarde, o incluso un cómplice de la policía; me he ganado su desprecio. Lo lamento, pero de hecho les he salvado de arrestos solitarios y amoratados (y a Eloy de hacer el ridículo).

1.10.15

Postcolonialidad y Belén Gopegui




El postcolonialismo es una rama actual de las ciencias sociales que pretende cartografiar los hábitos y creencias que han quedado en los países colonizados una vez que las potencias colonizadoras se han retirado. Empezó en la India, a cargo de pensadores locales de formación occidental, y luego ha pasado a América Latina a través de los hispanos de las universidades norteamericanas. Tiene cosas criticables, como la jerigonza técnica y los enfrentamientos entre las distintas banderías académicas, pero en general aporta unas ideas interesantísimas sin las que no se puede pensar globalmente nuestro mundo.

Hay que retrotraerse a la obra de Antonio Gramsci (1891-1937) para entender algunos conceptos claves en la crítica postcolonial. Como es sabido, este filósofo italiano intentó adaptar el marxismo a la Italia de su tiempo. Entonces no había casi obreros industriales y mucho menos con conciencia de clase. La revolución que había predicado Marx era pues imposible; Gramsci defendió que había que luchar primero por la hegemonía (escuela, medios de comunicación y otras formas de adoctrinamiento no violentos) e incorporar a los subalternos (campesinos y todo aquél explotado que no era necesariamente un obrero).

Adaptando estos conceptos hoy, para el postcolonialismo la hegemonía es la modernidad eurocéntrica, con sus saberes y lenguajes, y los subalternos son todos los habitantes de la periferia del globo que no participan de la hegemonía, los llamados por Franz Fanon en su libro “condenados de la tierra”: mujeres pobres, campesinos, habitantes de las ciudades miseria, etc.Y aquí llegamos a una cuestión peliaguda: si la hegemonía es, entre otras cosas, lenguaje y su uso y circulación, y los subalternos están excluidos de él: ¿cómo pueden expresar su disconformidad, dar noticia de su sometimiento? O, como titula Gayarti Spivak su célebre libro: ¿Puede hablar el subalterno?

La autora india cuenta el ejemplo de una compatriota que ella conoció, Bhuvaneswari Bhaduri que a la edad de 16 años decidió suicidarse. Para evitar rumores sobre un posible embarazo como causa de la decisión, esperó a menstruar y se ahorcó desnuda. Los motivos de su acto bien pudieron ser la presión familiar por casarse o su vinculación con un grupo nacionalista que la coartaba. Su historia era (y es) la de millones de subalternos del mundo que jamás escribirán un informe subvencionado por la Unesco, saldrán por televisión o relatarán sus traumas en una canción pop. Bhuvaneswari no podía hablar, o no podía hacerlo al menos dentro de la hegemonía -porque bien pensado…¡vaya que si habló! Otra cosa es que no lo hizo en el lenguaje hegemónico.

El fatalismo de la teoría es que cuando el subalterno habla a su manera los que estamos en la hegemonía -una lengua universal, blogs de google, referentes culturales occidentales…- no podemos escuchar. Lo que viene a significar finalmente lo mismo que si el subalterno no pudiera hablar(nos).

Todo esto viene al caso del regreso de cierta polémica que hubo hace unos años en torno a la novela de Belén Gopegui El padre de Blancanieves, ahora reabierta con motivo de su anunciada adaptación al cine. No he leído el libro, pero en los foros diletantes le reprochan que habla de la situación de los inmigrantes desde el punto de punto de vista de la clase media española, no de los propios inmigrantes, en este caso indígenas latinoamericanos.
Se dice que un libro así no puede ser tenido en cuenta políticamente porque está narrado por una europea, que para ser auténtico tendría que haber sido escrito por un empleado pauperizado como el que aparece en el libro.

Sin embargo Belén Gopegui es honesta al no pretender narrar fungiendo de inmigrante –algo que también evitan los postcoloniales, que no quieren considerarse voceros de nadie- . De hecho es imposible que un indígena parcial o totalmente “analfabeto”, ejemplo claro de subalterno, escriba una novela en perfecto español, dominando las técnicas y lenguajes narrativos, y publique en un editorial grande.

Un subalterno no protesta como lo haría un universitario europeo. Nunca usará argumentos marxistas o estrategias agitprop; ése no es su idioma. Escupirá en la sopa que cocina para el patrón, propagará rumores difamatorios o robará en la despensa; tal vez en una situación extrema, cogerá un arma y luchará. Pero desde luego no testimoniará su rebeldía en novelas que ganan premios y se venden en FNAC. Eso seguro. Y si lo hiciera, si pudiera manejar estos códigos al nivel de Gopegui, no sería un subalterno, o ya lo habría dejado de ser, porque estaría occidentalizado, inserto en la hegemonía.

Que haya todavía lectores españoles que se enfaden porque esperan escuchar las auténticas “voces bajas de la historia” (Ranahit Guha) en libros accesibles es más preocupante. Indica hay demasiada gente que no se ha enterado de nada, que no ve más allá de la hegemonía.

30.9.15

Mater dolorosa, de José Álvarez Junco


La nación es un marco político generalizado y aun así extraño: sin tener mucho sentido ni base racional, no parecemos poder prescindir de ellas en el mundo contemporáneo. Muchas personas las dan por supuestas, como si siempre hubieran estado ahí y careciéramos de otra manera de convivir. Sin embargo ningún académico las ve como realidades milenarias o naturales: todos coinciden en que son imaginarios diseñados por minorías, ficciones que con fuertes políticas educativas acabaron imponiéndose sobre poblaciones que hasta entonces recurrían a la religión como fuente de identidad (obviamente, si las naciones fueran perennes, no haría falta inculcarlas en las escuelas).
 
Los estudiosos del nacionalismo solo discrepan sobre si el cambio de lo religioso a lo “nacional” con vertebrador social fue progresivo o súbito. Los llamados “primordialistas” creen que antes de la Revolución Francesa y la Industrialización ya podemos encontrar en Europa formas de protonacionalismo del que los nacionalismos actuales serían deudores –los discursos de Shakespeare sobre Inglaterra, por ejemplo-. Los historiadores “modernistas”, empero, consideran que los antiguos reinos y sus literaturas épicas no son los antecesores de las naciones actuales, ya que éstas son construcciones recientes –mera “ingeniería social” como las llama Eric Hobsbawn-, inexplicables sin el mercado unificado y todos medios tecnológicos y propagandísticos del Estado moderno.

En los estudios sobre la identidad de la nación española sobresale, con toda justicia, el libro de José Álvarez Junco, Mater dolorosa. Este catedrático de la Universidad Complutense, que se adscribe al enfoque “modernista”: se aproxima a la idea de nación española tal y como nació, se fue configurando, y finalmente fracasó a lo largo del siglo XIX.

 

El origen, nos dice, está en la Guerra de Independencia, cuyo componente nacional por cierto es una mixtificación posterior. Los liberales quisieron traducir el we, the people de la Constitución norteamericana y recurrieron a la idea de nación, como habían hecho los franceses. Por supuesto, el constitucionalismo gaditano fracasó y desde entonces la defensa de la nación española siempre ha correspondido a individuos y colectivos independientes, no al poder real vigente.


Una de las sugerencias más interesantes que nos plantea el libro es que para finales del siglo XIX los intelectuales “habían hecho sus deberes”. En España, hoy como ayer y como en pocos países del mundo, ha habido una élite cultural de mucha categoría comprometida en producir narraciones identitarias sobre las que vertebrar un imaginario nacional español. Aquí emergieron creativos historiadores que han presentado hechos remotos como verosímiles mitos fundacionales, brillantes poetas que han cantado a las tierras y pueblos, músicos concienciados que han hecho de melodías populares inolvidables himnos patrios, escritores de prosa épica cuyas novelas terminaban identificando España con la libertad…es decir, lo mismo, y muchas veces mejor, que cualquier otro país de nuestro entorno cuya conciencia nacional cuajó con menos esfuerzo y cuya cohesión hoy nadie pone en duda.

Las naciones son un cuento, eso nadie lo niega, pero en nuestro país nos lo han contado los mejores cuentistas que podríamos pedir. 

Y sin embargo algo no funcionó.

Para el profesor ni a la Corona le interesó favorecer la conciencia de nación, ya que suponía un contrapoder, ni el Estado tuvo recursos ni habilidad para hacerlo. Tampoco ayudó la falta de enemigos exteriores, como en otros lares, ni la inoperancia del Ejército como arma verdaderamente nacional; mucho menos contribuyó la Iglesia, celosa de principios tan terrenales, y que solo al final trató de apropiarse a su manera de la idea de España.

Se terminó por mantener cierta estructura caciquil, un reino desvertebrado y beato, dócil a los grandes latifundistas -esos que, como nos recuerda Tuñón de Lara, durante todo el siglo XIX se opusieron a la modernización bajo el lema: “o el petróleo o nosotros”-. Aquí se descartó crear una identidad nacional, aunque estaban todas las condiciones para hacerlo. Para crear un proyecto de país ilusionante, parece decirnos este libro, hace falta voluntad política y hasta ahora no la ha habido.

26.9.15

Peñalosa, ganar elecciones diciendo la verdad


La Avenida Séptima es la principal arteria de Bogotá, es donde todo está y todo sucede. En los días festivos se cierra al tráfico –es el llamado “Septimazo”-, y podemos caminarla contemplando sus veredas, que son el alma de la ciudad. Hacia el sur es posible ir impunemente a las Cruces y demás barriadas en las que en días de diario no hay tanta policía y las posibilidades de chuzamiento aumentan de octocenaje. Hacia el norte, con voluntad y tiempo, alcanzamos a llegar hasta el bellísimo Usaquén, feudo de los hiperricos.

Una de las iniciativas del ya saliente alcalde Gustavo Petro, ex guerrillero del M-19, fue gravar con nuevos impuestos a los habitantes de esta avenida para así financiar un supuesto futuro tranvía. O sea, que lo que quedaba de clase media y media-baja huiría en masa y permanecerían los vecinos acaudalados que, como pequeños emperadores caprichosos, exigirán más gentrificación aún. Gradualmente la Séptima se convertiría en una especie de apéndice del Norte. Sería el adiós definitivo al lugar de encuentro que la avenida citadina más señera debería de ser.

Por proyectos aleatorios e insustanciales como éste es por lo que Petro se va con un inaudito nivel de desaprobación del 70%. Tras su nefasto predecesor, Samuel Moreno, que está en la cárcel por corrupto, la capital de Colombia parece haber olvidado lo que es tener buenos burgomaestres. En los años ochenta Bogotá era considerada una de las peores urbes del mundo para vivir, pero una serie de excelentes alcaldes hicieron que los bogotanos se reconciliaran con su ciudad. Sobre todo Antanas Mockus, profesor universitario, y Enrique Peñalosa, experto urbanista que renunció a su ciudadanía estadounidense para dedicarse a la política en su Colombia natal.

Los tres gobiernos sucesivos de Mockus-Peñalosa-Mockus reconfiguraron la ciudad y parecieron orientarse hacia el desarrollo: el profesor los hizo con sus campañas pedagógicas contra la violencia y por el orgullo cívico; el urbanista erigiendo bibliotecas y parques, y con los Transmilenios, esos modernos autobuses que durante un tiempo representaron el buen hacer distrital. Pero lastimosamente no repitieron, y se vieron superados por alternativas menos buenas (Lucho Garzón), y por otras que preferiríamos olvidar, como los mencionados Moreno y Petro, ambos elegidos en su momento principalmente porque prometieron construir el anhelado Metro de Bogotá.
 

Recientemente los bogotanos han optado por la vuelta de Peñalosa, que es paradigma de político que no vende humos. En una ciudad obsesionada con su carencia de metro, él ofrece más Transmilenio y ahora un humilde tren ligero de superficie, nada que ver con las infografías de sofisticados suburbanos que ilustran las campañas de todos los alcaldables bogotanos. Perdió varias elecciones por ello, por no prometer lo que sabe que la ciudad no puede costearse. Pero tras una serie de legislaturas con arribistas que llegaron asegurando que construirían un suburbano del que no se ha visto ni una estación, los votantes han preferido a un buen gestor, algo gris pero eficiente, que experto mundialmente reconocido en urbanismo en general, y en urbanismo bogotano en particular.

Peñalosa concibe la política como un trabajo en los límites de lo posible, sin mentiras: es innovador pero pragmático, volcado en garantizar la racionalidad económica, no en hacer ingeniería social. Sabemos que se mantendrá en un segundo plano, sin salir en la foto día sí día no, sin promulgar medidas polémicas que solo buscan emponzoñar a los ciudadanos para movilizar a sus acólitos y hacerse más fuerte. Lo opuesto, en suma, al populismo que tan perjudicial ha resultado estos últimos años a los bogotanos.

23.9.15

El asedio a la Modernidad, de Juan José Sebreli


Como es sabido Ortega y Gasset distinguía entre las ideas, que se tienen, y las creencias, en las que se está. Las últimas son más determinantes porque configuran nuestra existencia aunque no queramos; por mucho que pretendamos ignorarlas están aquí, en este mundo en el que hemos sido arrojados. Es fundamental ser consciente de las creencias de cada época para entender por qué nuestra convivencia es como es. De ahí que una de las funciones de los intelectuales sea cartografiarlas y delimitarlas, ponerlas en claro para que sepamos a qué atenernos.

La mayor parte de las personas considera que esto de las creencias de una época no va con ellos y se jacta de vivir en el "mundo real", de pasar de teorías. Un ejemplo: imaginemos a uno de estos sujetos pragmáticos, llamémosle Manolo, y lo visualizamos en el bar de su barrio de toda la vida. Ante la sugerencia de que lea un estudio de sociología contemporánea, Manolo, irritado, gritará que no es un cagalibros, que él va a lo práctico (y como suele hacer en estos casos, dará golpes con sus nudillos en la barra, hecha de un material muy sólido, para ilustrar su posicionamiento). Pero esa misma tarde, al volver a casa, su mujer le estará esperando con las maletas hechas. Le pide el divorcio porque después de una charla con su profesor hindú de meditación, ha descubierto que no se siente realizada como mujer. A Manolo la sociedad postindustrial le ha estallado en la cara. Si se hubiera informado un poco, tal vez habría visto venir que las creencias generales (en este caso en cuestiones de género) han cambiado mucho en las últimas décadas, y que en consecuencia su mujer ya no iba a seguir en la cocina con la pata quebrada.

En defensa de Manolo, muchos de los pensadores de nuestro tiempo escriben con jerigonza académica incomprensible hasta para lectores avezados. Pero otros no. El argentino Juan José Sebreli por ejemplo es un erudito que escribe con claridad. No es tampoco como leer una novela de aventuras, ya que requerirá una lectura atenta y preferiblemente con la Wikipedia abierta para hacer consultas, pero hasta Manolo puede, si se lo propone, leerlo.

De los muchos libros de Sebreli, todos recomendables, hay uno que fue reeditado por Debate en el 2013 y es fácil de conseguir: El asedio a la modernidad. En él nuestro autor hace un repaso de las ideologías que guían la cotidianeidad en la que vivimos. Para Sebreli, con la Ilustración europea se inició un proceso emancipador que derivó en la Modernidad, y como aquella encontró la oposición de los reaccionarios irracionalistas, ésta ha topado con los postmodernos, que con discursos igualmente irracionalistas pero envueltos en un aire más chic y parisino, torpedean los derechos humanos y supeditan lo individual y material a cuestiones lingüísticas. Y con la crítica pormenorizada de las ideas de los enemigos de la Modernidad, que son muchos y desde muchos frentes, Sebreli hace un repaso de todo el panorama intelectual de los últimos cien años. El fondo de muchos de los temas de los que se habla en política diaria, en los parlamentos o en la prensa, o de las actitudes personales nuestras o de nuestros vecinos, aparecen desarrolladas en el libro, que además propone buenas argumentaciones para salir al paso en las charlas de café.

Es un libro es didáctico e inteligente. Que lo disfrutes, Manolo.

*El asedio a la modernidad de Juan José Sebreli. 1ª edición. Debate, Barcelona

22.9.15

Volverás a Galdós


Juan Benet cincelaba novelas inexpugnables (que levante la mano quien se haya terminado Herrumbrosas lanzas) pero como ensayista y autor de textos autobiográficos resultaba muy legible e interesante. De entre los varios libros de no ficción, el último en publicarse ha sido la compilación que ha hecho Ignacio Echevarría de algunos de los artículos benetianos sobre literatura: Ensayos de incertidumbre es un libro diáfano, pedagógico, algo irregular como es lógico, pero recomendable. Y de entre los varios textos cimeros, resaltamos aquí “Sobre Galdós”, que más bien debería de haberse llamado “Contra Galdós”. Se trata de un carta de 1970, suponemos que verídica, en la que Benet rechaza la petición de Cuadernos para el diálogo de escribir un artículo sobre el autor canario para un número especial de la revista.

Benet se explaya en dar razones por las que considera que este referente de la literatura española le parece un autor sobrevalorado y mediocre, que no merece su atención ni aun para denostarlo. Dice, entre otras cosas, que Pérez Galdós es un mal escritor, y lo ejemplifica diciendo que no hay en sus libros “frases sugerentes” de esas “que sirvan luego de pórtico en un libro de poemas”. Hago memoria y, en efecto, no recuerdo a nadie citando frases galdosianas epatantes. Por si acaso echo un ojo a un par de volúmenes que tengo en casa de los Episodios Nacionales y corroboro que no es un escritor de prosa conmovedora. Por el contrario, aprovecho y releo párrafos del Volverás a Región de Benet y se revela un narrador genial capaz de crear frases técnicamente brillantes.

Pero ¿y qué? Al final, ¿qué es el “gran estilo” que propone Benet, la literatura como arte puro, como mundo propio? Del Benet novelista no nos queda nada –salvo algún truco lingüístico que podemos plagiar-, mientras que Galdós enmarca con realismo personajes inolvidables en sus circunstancias sociales. Benet dice más adelante que esto de plasmar sin imaginación es sociología, pero no literatura; que el único interés galdosiano reside en que “se propuso una especie de levantamiento catastral de la sociedad de su tiempo” (Lo que por cierto no es poco ni reprobable). Benet, en cambio, siguiendo la estela de Faulkner, pretende crear un mundo legendario y mítico –o sea, irreal- en un pueblo español inventado. Aquí más que interés sociológico podría haberlo psicológico, para entender los afanes grandilocuentes benetianos, que supone que habría de deslumbrarnos su riquísimo mundo interior, no el desnudo mundo exterior auténtico, que más modestamente presentan los naturalistas decimonónicos.

Es además infantil creer que la literatura es algo más que sociología, que en los libros lo que prima es la belleza, que se leen fuera de contextos porque no son hijos de su tiempo -cuando la circunstancialidad es precisamente su mayor valía-. Los libros han de ser actuales, o sea políticos en el sentido más amplio del término. Pero esto es, precisamente, otro de los problemas que Benet ve en Galdós, que es un autor que pone su prosa al servicio de una causa, en este caso, aunque no lo dice específicamente, la formación de una identidad nacional republicana.
 
A Benet le molesta que Galdós sea claramente un autor comprometido en el sentido sartriano. Y considera que parte del prestigio que atesora de debe a que la progresía cultural le ha considerado siempre uno de los suyos. La acusación podría tener cierta razón ¿Tendría Galdós la fama que tiene si hubiera escrito, por ejemplo, desde el carlismo? Seguramente no, pero tampoco sería un autor completamente descartado.

Si bien Galdós sigue siendo más popular que Benet, en la actualidad el punto de vista del segundo es el hegemónico. Prima lo metaliteriario, los jueguecitos lingüísticos, lo verboso. Borges ha enterrado a Sartre. Sin embargo quizá los nuevos tiempos que ya están aquí desordenen un poco los prestigios y las prevalencias, y se vuelva a valorar hablar del mundo como es, y no como se ve desde el ombligo propio.

18.9.15

Wallerstein y su teoría de las unidades domésticas




En América Latina las comunas -o villas miseria, o favelas, o como quiera que las llamemos- consternan al visitante europeo. Sube a las montañas por curiosidad y baja queriendo hacerse sacerdote o guerrillero, cuando no ambas cosas a la vez. Afortunadamente, con la postmodernidad mediante, se conforma con ayudar económicamente y prestando sus horas a alguna ONG. Luego vuelve a su país, y a las pocas semanas todo aquello que vio se convierte en un recuerdo vaporoso que poder esgrimir en las cafeterías cuando quiere pasar por un hombre interesante.
Al observador europeo no habrá dejado de llamarle la atención lo extensa y flexible que es para los habitantes de la comuna la idea de familia. Tienen casas mínimas construidas con deshechos sobre colinas o en veredas de ríos -ya que suelen estar donde nadie con otras opciones quiere o puede construir-. Allí conviven supuestas familias de hasta una docena de miembros. Casi nunca hay un matrimonio basal sobre el que se ramifica la ascendencia y descendencia. Más bien es una especie de asociación de un hombre o mujer con la enésima pareja sentimental, con hijos propios y de relaciones previas, tíos y primos de parentesco no siempre cierto, laboriosos abuelos y abuelas, y algún niño extra rescatado o dejado al cargo.
Luego buscará explicaciones ¿Por qué se mantienen unidas familias pobres donde hay alcoholismo y abusos constantes?¿Por qué este océano de infraviviendas donde los niños siguen naciendo a pesar de que los padres no pueden alimentarlos?¿Por qué esta madre indígena soltera arrastrando media docena de hijos famélicos mientras unos kilómetros más al norte un hermoso matrimonio criollo exhibe un único bien nutrido y bilingüe retoño?
Las respuestas no suelen ser convincentes, tal vez porque las esperaba con cualidades lenitivas, pero agradece igual que autores como Wallerstein traten de entender los suburbios del planeta conceptualizando las realidades en las que sobrevive la inmensa mayoría de la humanidad.

14.9.15

Fariña, de Nacho Carretero


Un importante juez gallego que prefiere no revelar su nombre habla más claro: “En Galicia no ha habido un solo partido que no haya sido financiado por los narcos. Ni uno solo”

Los medios de comunicación tienen un extraño poder, el de imponer en la sociedad lo que Julián Marías llama “falsas vigencias”; es decir, temas de debate que son totalmente secundarios y que no tienen nada que ver con lo importante, con lo que realmente nos afecta en la vida diaria. Los ejemplos, por supuesto, vienen a las mientes por docenas y dejamos que el lector elija algunos a su discreción.

Aquí hablaremos de uno en concreto, el narcotráfico, un asunto verdaderamente grave y de peso, que sin embargo es ignorado en las pantallas de televisión. Sus mafias se mueven en la ilegalidad sin descuidar sus tentáculos en la legalidad, y los beneficios estratosféricos que generan producen una economía de arrastre que condena a la marginalidad a millares de personas, mientras que encumbra a unos pocos indeseables a mansiones de nuevos ricos.

Aquí sabemos algo por las películas norteamericanas, donde hay actores morenos haciendo de malos y actores rubios haciendo de agentes del FBI. Pero nada más. Los medios de comunicación nacionales no hablan casi del tema desde la perspectiva de su implantación en España, con sus características propias, ni mucho menos de cómo se lo combate –o de si se lo combate- por las fuerzas de seguridad de nuestro país.

Fariña, del joven periodista Nacho Carretero, es una notable, aunque poco ruidosa, excepción. El libro es una investigación bien escrita y veraz sobre el origen y desarrollo del narcotráfico en Galicia, donde se concentraron los narcos más importantes del país y aun de Europa. Cuenta desde sus orígenes, cuando los clanes empezaron con el tráfico ilegal del tabaco, al momento en que pactan con los cárteles colombianos para convertirse en uno de los principales coladeros de cocaína en el continente, y termina con la situación actual, con clanes más fuertes que nunca, pero debidamente camuflados y con bajo perfil, conocedores de que sus fechorías no son una prioridad nacional.

El paisaje que ofrece es bastante desolador. Hubo en tiempo en que el noroeste español funcionaba a base de dinero narco. Absolutamente todos los partidos políticos gallegos se financiaron con ello; negocios como el fútbol o el ocio nocturno se convirtieron en macrolavaderos de dinero; la policía y autoridades locales se inflaron a cobrar sobornos hasta el punto que los grupos antinarcóticos excluían a cualquier gallego de las operaciones para evitar chivatazos; y al fondo, lo más triste, la complicidad de pueblos enteros, que hastiados del abandono estatal, veían en el narcotráfico una forma de movilidad social. Todo recuerda al Medellín de los ochenta, con la salvedad de que aquí no hubo tanta violencia, que lo que permitió a los clanes gallegos pasar más desapercibidos.

Un libro, en definitiva, recomendable para ayudarnos a cartografiar nuestro país, el de verdad, en el que vivimos, no ése en el que nos dicen que vivimos.

19.4.15

El materialismo histórico



Francisco Fernández Buey advierte que es un poco complicado hablar del materialismo histórico, ya que Marx nunca quiso construir una Filosofía de la Historia, y nos dice que en La ideología alemana encontramos lo esencial de su visión histórico-social. Jon Elster,  en Una introducción a Marx, parece estar de acuerdo, y resalta que el pensador alemán habló de metodología histórica en distintos lugares y de manera contradictoria, pero nunca sistemáticamente y con coherencia. Nosotros intentaremos perfilar aun así lo que era el materialismo histórico para Marx, siguiendo principalmente a Elster.  

Este autor noruego, discípulo por cierto de Raymond Aron, reprocha a Marx su falta se sistematicidad es este campo. El materialismo histórico aparece en tres obras y con tres argumentaciones distintas. El primero es en el Manifiesto Comunista, donde toda la Historia viene impulsada por la luchas de clases. Luego, en el prefacio de la Crítica de la economía política, dice que la historia no es más que el desarrollo de las fuerzas productivas. Y finalmente en el Grundrisse y El capital, sostiene que la historia se configura cuando los comerciantes aislados empiezan a comerciar entre sí y obtener excedentes. Elster sostiene que las explicaciones son incoherentes, y que si las integramos las respuestas pasan a ser desconcertantes. Al final concluye que Marx “adolecía de una severa falta de control intelectual”. 

Pero nosotros intentaremos seguir vertebrado una exposición de lo que es el materialismo histórico.

Marx funcionaba a dos niveles, como teórico abstracto y como analista empírico. Como esto último es como se presenta el materialismo histórico, que Elster define como “un conjunto de generalizaciones macrosociológicas sobre las causas de estabilidad y el cambio en las sociedades”.  Como teórico ve al final está el comunismo, que el destino hacia el que se dirige la Historia, y en el que la misma acabará deteniéndose (Esta visión teleológica, claro, la comparte con Hegel, y recuerda a las tesis de Francis Fukuyama).

Obviando el final, centrándonos en la metodología especulativa, Marx veía tres etapas en la historia: la sociedad preclasista, la sociedad de clases y la sociedad posclasista. Él se centra sobre todo en la etapa intermedia, en la que vivimos. Lo esencial para entender los pasos evolutivos es no perder de vista que se deben a los cambios tecnológicos, aunque no llegue a explicar las razones que originan los cambios tecnológicos cuando todo parece funcionar bien.  Para explicar este modelo, Marx, siguiendo las tendencias del siglo XIX, recurre a metáforas biológicas (nacimiento, crecimiento y muerte) y a figuras geométricas (Línea, círculo y espiral como símiles para el crecimiento histórico).

Esta metodología presenta dos caras, que se definen por lo que ponen en común los medios de producción y los que les distingue. Los medios de producción son distintos y son estudiados con variable exhaustividad. El primero de los propuestos es el modo de producción asiático, donde el Estado es propietario de la tierra. Luego viene la esclavitud, la servidumbre y el capitalismo. Cada uno de estos métodos presenta dos capas: la estructura económica, que es la relación de propiedades y las fuerza productivas; y luego la superestructura ideológica, que viene determinada por la anterior. A Marx le interesaba la estructura y sobre ella escribió mucho. Sobre la superestructura escribió menos, y tal vez por ello es por lo que los autores marxistas que le sucedieron dedicaron tantas páginas a la misma. Son infinidad los trabajos sobre cultura, sociología, narrativas de poder, etc. que han poblado el siglo XX. A Marx se le reprochó que descuidara todas estas esferas de la condición humana.

Uno de los enfoques posibles que podemos darle al materialismo histórico es su determinismo tecnológico. Todo lo que cambia en la sociedad tiene que ver con las transformaciones técnicas. Al principio hay un equilibrio entre relaciones de producción (derechos de propiedad específicamente de los medios de producción) y fuerzas productivas (tecnología, ciencia y capacidades humanas son las más importantes; todas son las maneras que tiene el hombre de dominar a la naturaleza). Para las primeras no hace falta que hay un Estado, ya que la violencia privada puede garantizar el orden. Por “desarrollo” se entiende la mejor gradual de las fuerzas productivas, que cada vez necesitan menos trabajo humano, y solo un cambio en las condiciones externas suele alterar este desarrollo. El punto álgido de la fase viene cuando existe una correspondencia perfecta entre ambas. Hay contradicción cuando las relaciones de producción son menos eficientes de lo exigible por las fuerzas productivas. Y se da la paradoja de que esta relación tiene que ser obsoleta en algún momento para que el capitalismo siga funcionando. Elsten va a reprochar aquí a Marx lo mecánico de su propuesta, ya que no explica los casos en los que las relaciones de producción son inferiores a las fuerzas productivas, y no sucede nada. Para Marx, las comunidades previas deben de ser destruidas para ser superadas, y todas ellas tienen las semillas de su autodestrucción.

La explicación de lo estable que ha sido la historia humana durante tantos siglos es que la tecnología casi no ha cambiado, ha sido con los inventos recientes en los últimos doscientos años con los que la historia ha adquirido cambios de vértigo.

El problema es que para Marx todo desarrollo tiene que seguir quemando las etapas y solo así, cuando no parece que esto sea lo que ha sucedido desde el principio de la vida social humana. Estos rígidos esquemas son los que hacen que debamos conocer el materialismo histórico, pero no guiarnos por él.

17.3.15

Tejidos oníricos, de Santiago Castro Gómez

(publicado en Res Pública. Revista de Historia de las Ideas Políticas. Vol 17, Núm 2, 2014)




Santiago Castro Gómez, profesor de la Universidad Javeriana, se reconoce discípulo de aquél Grupo de Bogotá (Marquínez, Salazar, Herrera Restrepo…)  que a finales de los setenta y principios de los ochenta representó la variante colombiana de la Filosofía Latinoamericana. Eran una serie de profesores de la Universidad de Santo Tomás que convocaron la por entonces pionera Maestría en Estudios Latinoamericanos, y a partir de ahí construyeron un discurso latinamericanista propio, mientras también recuperaban un archivo de pensamiento colombiano del que nadie había querido, o podido, hacerse cargo hasta ese momento.
En otros países del continente el peso de Ortega y Gasset era fundamental debido a su influencia en José Gaos o Leopoldo Zea. En Colombia, empero, los trabajos de Gutiérrez Giradot contra el filósofo madrileño y a favor de Xavier Xubiri habían inclinado a estos profesores hacia el segundo. Por ello los textos que escribieron tienen un carácter metafísco singular, xubiriano, frente a los de sus pares mexicanos o argentinos. Castro Gómez, en su inevitable ruptura con sus antecesores, les acusará entre otras cosas de, precisamente, tener un discurso metafísico sin un análisis político real. Además tampoco le convencía el maniqueísmo sociológico, muy de la época por otro lado, en la que se consideraba al pueblo como portador de verdades incontestables y a la revolución como episodio próximo inexorable.
Fue con la llegada a Colombia de los textos de Foucault y su asimilación cuando Castro Gómez y otros jóvenes pensadores empezaron a consideran que el Grupo de Bogotá no se había distanciado del logos occidental, y que si había que desarrollar una razón latinoamericana había que bucear en la “arqueología del pensamiento latinoamericano” (según la fórmula de Roberto Salazar Ramos).


El Grupo como tal se disolvió, y los libros que publicaron con la mítica editorial El Búho casi no han sido reeditados desde entonces. Queda la Revista de Filosofía Latinoamericana, que todavía hoy se publica y es un referente, y la impagable labor de rescate de autores colombianos de la Colonia y del siglo XIX, del que se nutren todos los historiadores de las ideas en Colombia. También la preocupación por una “razón latinoamericana”, que perdura en Castro Gómez, aunque ha optado por una la línea de investigación foucaultiana, frente a la triada Marx-Ricoeur-Zubiri sobre la que se basaban los estudios de sus maestros.
El pensador bogotano es hoy un autor que, dentro de las varias ramificaciones de lo que llamamos "teoría postcolonial", se encuadra en la red "modernidad/colonialidad". Este colectivo se formó en torno a Walter Mignolo, si bien Castro Gómez insiste en que es una “red” de autores que mantienen su independencia, no un “grupo” uniforme intelectualmente.
Castro Gómez adquirió cierta notoriedad con la publicación en 1996 de la Crítica de la razón latinoamericana, que se vio reforzada en el 2005 con La hybris del punto cero. Ciencia, raza e Ilustración en la Nueva Granada (1750-1816), donde se aproxima al Virreinato desde una perspectiva postcolonial. Y en el 2009 publicó una continuación de éste, Tejidos Oníricos. Movilidad, capitalismo y biopolítica en Bogotá (1910-1930), donde investiga los dispositivos de poder que favorecieron en la capital de la República el tránsito de una economía latifundista a otra más aparentemente industrial.
Dividido en cinco capítulos independientes, pero con clara unidad temática, Tejidos Oníricos busca analizar unos años cruciales del pasado para encontrar en ellos experiencias que determinan nuestro presente, tal y como proponía Foucault. Estudia así las exposiciones y festejos que conmemoraron el primer centenario de la independencia, creando una “ilusión de modernidad”; la irrupción de la publicidad y su reformulación de los roles de género; el imaginario de la velocidad y el transporte como base de un capitalismo industrial; la reestructuración urbana atendiendo a necesidades higiénicas y del mercado; y el estado nacional y el control de poblaciones racialmente diversas.
Los “tejidos oníricos” a los que alude el título serían toda la red de dispositivos desplegados para transformar la sociedad bogotana y adaptarla al capitalismo. Más que poderes racionales y planificadores, de lo que se trata es de un cambio en el imaginario que busca llegar por los afectos y deseos: un poder molecular. La locomotora o los cosméticos trasfiguran las experiencias vitales como una nueva forma de control social que transformará, al menos superficialmente, las relaciones feudales que se venía arrastrando desde la época colonial. 
Este libro no consiguió tener la repercusión de los anteriores de Castro Gómez, sobre todo en comparación con La hybris, que se ha convertido en un libro de referencia del pensamiento colombiano moderno. Tal vez su foco exclusivo en la capital, y solo en una época muy breve y determinada, hicieron que mermara un poco el interés, o sencillamente ha quedado ensombrecido por las obras precedentes. Pero Tejidos Oníricos es, sin duda, un libro de referencia para entender las metrópolis latinoamericanas en general y Bogotá en particular.
Hay poco estudios tan clarificadores como éste sobre lo que fue la llegada de capitales norteamericanos a principios del siglo XX como indemnización por la pérdida de Panamá, y cómo las élites económicas, a raíz de esto, dejaron de querer ser europeas –Menéndez Pelayo llamó a la Bogotá decimonónica la “Atenas sudamericana”, frase que casi fue el motto de la ciudad-  y pasaron a querer ser norteamericanas, o neoyorquinas, replanteando todo el urbanismo y arquitectura citadinos, justo cuando paralelamente empezaba un crecimiento irrefrenable y caótico que todavía hoy perdura.
Un pensador que ha influido notoriamente en este libro es el uruguayo Ángel Rama, y concretamente su libro La ciudad letrada. No es baladí que en esta obra se citara Bogotá como ejemplo de capital latinoamericana paradigmática de poseer una “ciudad letrada” en su interior. Todavía hoy su antiguo y bellísimo barrio histórico, La Candelaria, exhibe varias universidades, una de las mayores bibliotecas del mundo –la Luis Ángel Arango, financiada por el Banco de la República- e incontables museos, fundaciones culturales,  archivos… y la redacción el El Tiempo, el diario más importante del país y donde publican las firmas más célebres.
Hasta principios del siglo XX estuvo prohibido el tráfico de carruajes en este distrito: se temía que estropearan el empedrado. Así que allí vivieron, entre agradables paseos y cafés literarios, los letrados bogotanos decimonónicos. El estímulo de las palabras de Menéndez Pelayo fue enorme, y el interés por lo que venía de Europa abrumador. En la mayoría de crónicas y memorias de la época se describe una ciudad culta -aunque “más culta que civilizada”, dirá Hernando Téllez-.
En el envés de esta idealización del Bogotá del siglo XIX encontramos el libro La miseria en Bogotá de Miguel Samper, autor liberal decimonónico felizmente rescatado por el Grupo de Bogotá y explícitamente citado por Castro Gómez,  que describe la ciudad en la que vivió lejana de cualquier idealización: mendigos por todas partes, robos, y atraso generalizado. Y no olvidemos que las continuas guerras civiles entre liberales y conservadores, que aunque menos ferozmente,  tenían su correlato en la capital
El final de esta “ciudad letrada”, nos recuerda Castro Gómez, tiene un fin simbólico en la muerte de Marco Fidel Suárez, “un humanista” bogotano autor de Sueños de Luciano Pulgar, que fue atropellado por un camión en 1923: la ciudad había cambiado, había irrumpido la velocidad y el mercado; los letrados ya no eran necesarios.
Rama explica que con la llegada del desarrollo industrial los letrados dejaron de ser necesarios, y excluidos y coléricos, se volvieron contra el poder contra el que hasta entonces había colaborado. Tal vez Colombia siguió siendo un buen ejemplo de esto, ya que muchos de sus intelectuales viven en continua rebelión, armada o no, ya sea en la extrema izquierda –como las guerrillas-,  o en la extrema derecha –como “Los leopardos” en los treinta, o el círculo de intelectuales que se aglutinó en torno a Gómez Dávila en las décadas siguientes.
En el libro de Castro Gómez encontramos también un despliegue impagable de conocimientos y explicaciones sobre la Bogotá de hoy. Podemos usarlo a modo de cartografía urbana: entendemos el crecimiento en espiral, cómo de un centro que recuerda a Sevilla o Cádiz, pasamos a una Avenida Séptima que trata de ser un Manhattan cachaco -sin por supuesto lograrlo- y en sus bordes abundan las edificaciones ilegales que constituyen el sesenta por ciento de las construcciones capitalinas.  
El imaginario de la velocidad, del que tanto habla Castro Gómez, sigue vigente en las ilusiones de desarrollo que tanto venden las autoridades bogotanas desde hace decenios. Hay, por ejemplo, una sempiterna promesa de construir por fin un Metro que nunca se concreta; de hecho voces bastante autorizadas dicen que no hay dinero para financiarlo, que es imposible debido a la estructura geológica de la ciudad, y que en caso de hacerse solo habría una línea, insuficiente para mejorar el problema del tráfico. Pero la promesa y los anhelos ciudadanos siguen: lo que significa el Metro en el  imaginario bogotano va más allá. Es la ilusión de dejar atrás lo caótico, el subdesarrollo, de ser por fin “modernos”.
Algo así como las líneas de Transmilenio, esos autobuses rojos y nuevos, similares a los autobuses urbanos que ruedan por cualquier ciudad europea sin necesitar un calificativo tan rimbombante. En Bogotá, empero, tienen un nombre que durante los noventa simbolizó el renacer urbano: Transmileno, “a través” del milenio, o hacia el próximo milenio. Autobuses normales que en lugar de tener sencillos paraderos al uso, utilizan estaciones futuristas más propias de trenes o metros. Son pocas líneas y su billete resulta caro, pero aparecen en todas las postales y promociones turísticas como ejemplo de lo mucho que ha evolucionado la ciudad.
Todo un simulacro de modernización, que sin embargo en la actualidad se encuentra colapsado, con boicots continuos de los usuarios. No tardaron muchos años estos autobuses en mostrarse inseguros e ineficaces, y ni siquiera cubren la ciudad entera y millones de bogotanos no los pueden utilizar, y los millones que sí pueden lo hacen como un suplicio. De las muchas ideas que repite Castro Gómez es que los imaginarios de modernidad no tienen que corresponder con una modernización real.
TEJIDOS ONÍRICOS. MOVILIDAD, CAPITALISMO Y BIOPOLÍTICA EN BOGOTÀ (1910-1930) de Santiago Castro Gómez. 1ª ed. Bogotá. Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2009. 

11.3.15

exclusión

A Podemos, desde la admiración, les pongo algunos reparos. 

Hay algo en los movimientos rebeldes, populistas o antisistema en general que me chirría. Cuando están en la clandestinidad y sufriendo represiones más o menos violentas, les creo; cuando controlan el poder o se aproximan impunemente, hay algo que no cuaja. Está claro que si alguien amenaza de verdad a la oligarquía, o es legalmente anulado antes de que llegue lejos o recibe tiros en la cabeza directamente, por muy democrático que sea el Estado donde sucede. 

Así que estos populismos que en América Latina y Europa tienen a gala ser combativos, pero copan espacio en las televisiones, se presentan a elecciones sin trabas, se manifiestan tranquilamente por las calles, e incluso, se les permite hacerse con el gobierno, tienen un punto de sospechosos. Hay algo desde dentro del Cotarro que les favorece. No por conspiraciones, ni maquiavelismos políticos, sencillamente porque sintonizan con necesidades de parte de complejo económico-político de sus respectivos países.

El problema aquí es la irracionalidad económica, que se enriquece el que se aproxima a los políticos, el que medra con dinero público, no el que es inteligente y trabaja. El ideal de empresario español es Florentino Pérez, no Bill Gates. Y creo que este capitalismo cortesano prefiere a intervencionistas antes que a liberales. Florentino Pérez duerme más tranquilo con políticos que controlan la economía y en consecuencia le hacen apetitosos contratos a tipos como él; y le intranquiliza desenvolverse en una economía dinámica e innovadora, donde se premie la buena gestión y no los compadreos comisionistas en el palco del Bernabéu.  

Otro de mis reparos a Podemos es su no disimulada voluntad de hegemonía. Yo no quiero excluir a nadie de mi sociedad –salvo a los corruptos, claro-. No necesito que quien no piense como yo se sienta fuera del círculo social. No olvido la advertencia de Julián Marías, que decía que la gente tolera ser expulsada de un sistema político pero no de un sistema social. Debemos cambiar el sistema político, pero sin inmiscuirnos en los hábitos y creencias de nuestros compatriotas, que ya cambiarán gradualmente al haber modernizado las estructuras socioeconómicas. La religión, el fútbol, los nacionalismos, el clasismo…todas estas lacras no se combaten con decretos gubernamentales, se hace con reformas educativas y dinamizando a la sociedad.