31.7.20

Sexo y filosofía, de Carlos Fernández Liria


Carlos Fernández Liria enseña filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Fui alumno suyo hace años y le recuerdo como un buen profesor, con un discurso propio, pero tal vez demasiado volcado hacia sus estudiantes más devotos, varios de los cuales formaron Podemos poco después. Aprendí mucho con él, pero por obvias cuestiones políticas aquél no era mi ambiente. Sin embargo ahora que ya nadie de aquel grupo sigue en el partido (y por lo que he oído hasta el propio Liria está vetado por Irene Montero), es interesante releer su libro En defensa del populismo, del 2016, para comprobar que sí hubo ideas profundas e innovadoras en los orígenes podemitas, y que si hubieran seguido fieles a ellas igual ahora estarían dirigiendo el cotarro.
Liria es marxista de vía ilustrada. O sea, que no quiere que todo arda y que los tártaros asalten finalmente a una Europa lechosa y patriarcal. Defiende por el contrario un Estado fuerte y eficaz, que salvaguarde la redistribución económica, y la sanidad y educación públicas. Por supuesto también es consciente de que reducir la política a escupir bilis no es la mejor manera de ganarse su apoyo, y que hay ampliar la base electoral, y crear pueblo y esas cosas tan pronto olvidadas.

Liria como autor es prolífico y publica libro por año. Acaba de aparecer Sexo y política. El significado del amor. Como los otros libros suyos que he leído, no es una obra genial de lectura imprescindible, pero tampoco se lee con indiferencia. Merece la pena.
En mi opinión el título es un poco sensacionalista y desatinado; también la cubierta del libro, que viene con la pintura de una veintena de personas en pelota picada. Hay reflexiones sobre el sexo en algunos capítulos, pero no sólo sobre sexo; no tanto por lo menos como para titular así. Parece más bien que la editorial lo vio como un gancho comercial.
Nos encontramos con un texto dividido en cuatro partes bastante autónomas, algo muy típico de los libros publicados por profesores universitarios, que cosen como pueden distintos trabajos independientes que tienen dispersos en distintas revistas o invernando en sus ordenadores.
Los dos primeros capítulos sí hablan de amor/sexo, desde un punto de vista antropológico, y van avanzando con referencias a canciones tradicionales o pop, que como subraya el autor suelen tratar casi siempre del asunto. Tiene argumentaciones interesantes, aunque tal vez menos de lo que aparenta, pero para alguien joven o que no haya leído todavía libros más profundos sobre la materia le pueden valer como introductorios.
El tercer capítulo es realmente una exposición de la teoría psicoanalítica, tema que Liria ha trabajado mucho y que sabe explicar muy bien; y el cuarto es otra reformulación sobre su visión de la filosofía platónica, que ya encontramos en ¿Para qué servimos los filósofos?, y que su discípulo y amigo Luis Alegre desarrolló más extensamente en El lugar de los poetas.    
(En mi opinión esta última parte del libro, sobre la Grecia clásica, es la que tiene un mayor interés filosófico y la que perdurará.)

De cualquier manera, Liria es un filósofo de clara vocación política. Es en lo que más destaca. Y como hemos dicho, no se conforma con declamar desde su cátedra; se mueve y pasa a la acción, trata de transformar la sociedad. Y todo lo hace sin perder su vocación pedagógica; se nota que no quiere epatar al personal con jerigonza, se esfuerza para que sus alumnos y lectores comprendan y asimilen. Seguramente no es uno de los pensadores marxistas más brillantes de la actualidad europea, pero pocos serán tan claros y accesibles. Hace falta estar mínimamente instruido para seguirle, pero incluso sus obras sobre Marx son accesibles al lector medio.  

Es en suma un autor que ayuda a cohesionarse un sólido esquema intelectual claramente izquierdista. Si nuestras jóvenes celebridades progres ambicionaran algo más que regodearse en el calorcito de la superioridad moral podrían leer los libros de Liria, formarse con ellos e incluso contratarle como profesor privado. Así al menos tendrían un argumentario de peso y no los cuatro tópicos de siempre que repiten hasta el hartazgo.

22.7.20

Los cristianos, de Jesús Mosterín


Jesús Mosterín (1941-2017) fue un filósofo de ingente obra. Sus intereses abarcaban, entre otras disciplinas, la ciencia, la antropología, ética y la lógica. Si hubiera nacido en Estados Unidos o Francia sería una eminencia mundial y libros suyos como La naturaleza humana competirían en la lista de best sellers junto a los Jared Diamond o Steve Pinker. Pero nació en España, así que sus libros circulan con dificultad y raramente se citan en la academia.
Lo que sí se encuentra en cualquier librería son los diez volúmenes de su Historia del pensamiento. Están en bolsillo en Alianza y leer la colección completa es uno de los mayores placeres que nos depara la vida, junto al buen vino y una alegre velada con los amigos.
El hilo histórico empieza en el pensamiento arcaico y termina con la Contrareforma católica. Vemos entre medias a griegos, hindús, chinos, judíos y musulmanes. Todo ello desde el descreimiento de Mosterín, que relativiza el poder de las ideas y nunca pierde de vista la base material de la que surge el mundo intelectual. En esta historia del pensamiento hay siempre contexto histórico, económico y hasta climático.
Al autor no le importa desmitificar a los grandes hitos del pensamiento universal y reivindicar a pensadores marginales o incluso silenciados por el canon (maravillan las referencias a autores que sabemos que existieron y que parecían importantísimos, pero cuyas obras se han perdido en las cenizas del tiempo).   
Dentro de las asociaciones que se pueden hacer de distintos los volúmenes, Mosterín afirma que Los cristianos complementa a Los judíos. También podríamos añadir El Islam para cerrar la trilogía de los monoteísmos.
Mosterín es agnóstico y derriba sin contemplaciones a los profetas y sus dogmas religiosos, pero lo hace desde el conocimiento y el respeto por los hechos.

Los cristianos, mi relectura más reciente, pasa de las quinientas páginas y es el más largo de la colección. Pero como los otros volúmenes está muy bien escrito y tiene voluntad divulgativa. Empieza poniendo en duda la figura del Jesús histórico, explica que el cristianismo es más bien obra de Pablo de Tarso, San Agustín no sale bien parado, tampoco los protestantes, y concluye que el cristianismo ha sido fundamental en la historia de Occidente, pero que últimamente no ha hecho grandes aportaciones culturales.
Sin embargo, como expone tan bien las ideas de los pensadores  cristianos (o tal vez es que me estoy haciendo mayor), si le quitamos el aura de infalibilidad que la religión se da a sí misma y olvidamos que esta gente tuvo un poder omnímodo sobre millones de vidas, no dejan de ser cautivantes las porfías religiosas. Uno se reconcilia con el cristianismo leyendo este libro laico.
Se entiende que cuando debates sobre algo tan grave como el alma y la vida eterna haya cierta exaltación, como cuando Domingo de Guzmán conoció la herejía cátara, o San Agustín se las vio con los reproches de Pelagio por su teoría del pecado original.
Los llamados herejes, como Marción, Orígenes o Arriano, que transitan por estas páginas son fascinantes. Sus teorías pudieron haber cuajado si hubieran tenido el apoyo político de algún emperador o rey, y hoy serían tal vez los padres de iglesias hegemónicas.

De fondo, leyendo Los cristianos de Jesús Mosterín, sobrevuela la pregunta de si la erradicación del cristianismo de nuestras sociedades ha sido algo positivo. Al menos sus grandes pensadores tenían inteligencia y coraje, y luchaban por ideales trascendentales. En el ateo mundo actual no hacemos más que divagar en torno a figuras menores, como Kim Kardashian o Martin Heidegger.  

18.7.20

Ética para máquinas, de José Ignacio Latorre


La filosofía se ha perdido en disquisiciones lingüísticas y en conceptualizar lo inobservable, o sea, en jerigonza autoreferencial. El star system de autores prestigiados es bastante insufrible y poco aporta ya al conocimiento del mundo. Así, mientras tenemos computadoras que se comunican entre sí desarrollando un lenguaje propio e inaccesible a los humanos, en las facultades de filosofía lo que se considera prioritario es debatir sobre cuánto idealismo hay en la fenomenología de Husserl o si el último Foucault era o no un malvado neoliberal.
Sin embargo hay corrientes marginales en la academia (y que afortunadamente a veces tienen repercusión en los medios mayoritarios) que sí debaten temas cruciales.
Por ejemplo hay pensadores que reflexionan sobre la tecnología y aportan unas ideas de gran profundidad. Lo hacen, claro, saliendo del cul de sac intelectual que impuso el mediocre de Heidegger, con sus hilarantes chascarrillos en torno a un martillo, y prefieren dialogar con pensadores de más enjundia, como Lewis Mumford o Hans Jonas.

José Ignacio Latorre no es filósofo sino físico, y por lo tanto no pierde el tiempo con galimatías neoescolásticas. En Ética para máquinas dedica unas páginas a señalar las deficiencias de las leyes de la robótica de Isaac Asimov, pero ninguna a contestar a Heidegger.
(Hace bien. Sin duda Asimov es un autor mucho más importante que Heidegger.)
El libro de Latorre se aleja de la filosofía al uso también en su optimismo, o cuanto menos, su estoicismo. No se deja llevar por la monserga melodramática que dice que siempre vamos a mal y que la tecnología va a terminar con Skynet arrasando todo. Más bien es sensato y busca lo bueno y lo malo de cada situación. Como dice en su libro: “Fue irrelevante el hecho de que a la gente de la primera mitad del siglo XX le gustase o no ver el primer coche por la calle”. Así que menos sermones y más pensar.
Ética para máquinas es un recorrido en cinco capítulos por la historia de la tecnología y su repercusión en la historia intelectual. Parece que nunca hemos tenido problemas con los aparatos más fuertes y rápidos que nosotros, los que levantan toneladas de hormigón o nos llevan velozmente de un sitio a otro, pero lo de tener ahora máquinas que son también más inteligentes que nosotros empieza a ser motivo de congojas y recelos. Aquí Latorre propone dotar a las máquinas de sentido ético, y sobre todo, que nosotros empecemos a pensarlas éticamente.
También recomienda la lectura de Julio Camba, que le parece “un tratado de ética mediterránea”, y cuya ironía sobrevuela todo el libro. Éste es un pequeño hallazgo de Latorre y que una vez más demuestra la suerte que tiene de no ser filósofo: frente al postureo antitecnológico de los filósofos germánicos, propone encarar esto con un poco de levedad sureña a lo Camba.

El libro abarca mucho y por supuesto no siempre puede ser profundo. Pero está todo en él; la evolución de la ética y su problematización de la tecnología, los nuevos sistemas productivos que incorporan inteligencias artificiales, la autonomía de éstas, y la acumulación de neologismos como representación de las nuevas realidades que se nos arroja cada día.
Hay referencias a la ciencia ficción y a la teoría de la Singularidad, por la que no apuesta ciegamente pero que tampoco rechaza escandalizado (como es habitual entre los intelectuales). 
El libro se cierra afirmando la imposibilidad de que las máquinas puedan tener alguna vez alma, pero no algo similar, un sucedáneo.
Y en el epílogo encontramos algunos de los manifiestos y protocolos que ya existen sobre roboética y desarrollo de inteligencias artificiales. Textos que hoy desconocemos, pero que seguramente en un siglo se encontrarán entre los grandes documentos de nuestra era.
Ética para máquinas es un libro extremadamente recomendable.

10.7.20

El contorno del abismo, de J. Benito Fernández


Hace años me embriagué de malditismo con las biografías que J. Benito Fernández escribió sobre los poetas Leopolodo María Panero -El contorno del abismo- y Eduardo Haro Ibars -Los pasos del caído-. Como ambos tuvieron vidas entrelazadas los dos libros se complementan perfectamente, y nos dejan la crónica de unas vidas supuestamente derrotadas por su tiempo y su país.
Pero lo malo de releer lo que nos cautivó de jóvenes es que ahora que tenemos canas y barriga, y rezumamos hipotecas, hijos y otras impertinencias por el estilo, ya hemos agotado nuestra capacidad de fascinación por los autoproclamados genios que se inmolan por su arte, y lo que nos gusta es la gente confiable y que da la tabarra lo menos posible.
He terminado renqueante la relectura del primero, el de Panero, porque no me gusta dejar los libros a la mitad, pero han sido unos días de recorrer con mueca de desagrado el periplo vital de un señor que no me ha interesado ni lo más mínimo (con todo mi respeto hacia él, que ya mora en el barrio de los acostados).
El de Haro Ibars ni siquiera voy a empezarlo, para evitar tener que leerlo también completo a regañadientes.
De entrada Panero es un señorito, como casi todos los de su especie; uno de esos que se dan a la vida bohemia a costa de la alcancía familiar. No trabajan pero sufren mucho porque nadie les entiende (en general, imagino, quien tiene que ir a trabajar no entiende a quién nunca madruga y aun así se queja de lo dura que es la vida).
Sus lamentos aparentemente suelen ser por motivos políticos o sociales; o sea, que estos tipos se creen demasiado buenos para su circunstancia.
Panero por lo menos sí militó y estuvo en la cárcel, que ya es más de lo que se puede decir de muchos de sus pares. Pero tampoco creo que eso le dé derecho a lucir el cómodo título de antihéroe, que es un título ya muy cansino en la modernidad, con todos estos que van de vencidos sin haberse presentado nunca en la batalla.
En este mundo se puede ser muchas cosas,  pero nunca un pesado, y todos estos lloricas que se regodean en la pureza de su fracaso son muy pesados, siempre mirando por encima del hombro a los ingenieros que construyen puentes, o a los camareros que cumplen con profesionalidad, o al escritor que vende los derechos de su novela a Hollywood
Aquí sobrevuela mucho el tema del “desencanto”, por la película de Jaime Chavarri, magnífica claro, pero cuya lectura política se convirtió en un lugar común estúpido y pequeño burgués. Creo que era Julián Marías el que hablaba de lo ridículo que era estar desencantado por la Transición ¡ya en 1976!, que es cuando se estrenó la película ¿Desencanto de qué?¡Si todavía no ha dado tiempo a desencantarse! Sucedían cosas admirables entonces; el país resurgía, pero estas “almas bellas” se lamentaban de que no hubiera habido una ruptura radical. ¿Ambicionaban acaso colocar a España en la órbita soviética? ¿Querían una tercera república contra la que se hubiera revuelto más de medio país?
Otra de las cosas que me repelen son las listas de autores reverenciados por Panero, que aquí se presentan como prontuario de sofisticación. Por supuesto postestructuralismo francés y mucho Lacan. Toda esa generación se creyó la hostia en vinagre porque leían a gabachos rimbombantes, impostores intelectuales todos que ya han sido reducidos al ridículo por estudios posteriores, pero que el intelectual español, tan pueblerino él, sigue idolatrando.   
La anécdota que se cuenta en la pág. 222 de Panero visitando a Félix Guattari en su casa es patética: el poeta subió con una bolsa con basura que había estado recogiendo antes y, tras pontificar sobre el “socio-análisis bio-energético y la anorexia manicomial”, se la dejó al detrás de unas cortinas de la habitación. Guattari quedó, según parece, maravillado (Y este señor es uno de los grandes filósofos de nuestro tiempo).

Seguramente no era el momento de releer El contorno del abismo, que es un libro muy bien escrito y que tiene algo de biografía definitiva, pero desde luego pasada la juventud uno no está para leer sobre gente que en la vida real no soportaría. Agota el biografiado, Panero, y agota lo tópico de su personaje, el del hombre de letras nihilista que nada aporta, y que no sabe hacer más que escupir reproches y lucir sus eczemas. 
Cada día queremos más a los escritores sin biografía.

1.7.20

El sol desnudo, de Isaac Asimov


Isaac Asimov escribió doscientos y pico libros sobre diversas temáticas. Los más conocidos son por supuesto los de ciencia ficción. En este género creó una especie de historia del futuro en la que la humanidad empieza a expandirse por el espacio con ayuda de los robots (Serie de los robots), luego ya sin ellos se configura un Imperio galáctico de miles de años (Trilogía del Imperio), y tras su declive el Imperio cede el puesto a la Fundación, una suerte de gobierno ilustrado (Saga de la Fundación). 
La mencionada serie de los robots se compone de cuatro novelas: Bóvedas de acero, El sol desnudo, Los robots del amanecer y Robots e imperio. Algunas fuentes incluyen también relatos sueltos, o el propio Yo, robot como primer libro de la serie, pero eso parece más bien un interés editorial. Las cuatro novelas tienen una unidad específica que no comparten con otros textos de Asimov.
Las dos primeras novelas se publicaron en los años cincuenta y las dos últimas de los años ochenta, aunque ficcionalmente entre la segunda y la tercera solo pasan dos años.
Los protagonistas de las cuatro son el detective Elijah Baley y su compañero el robot Daneel Olivaw. Las tramas siguen una estructura muy tópica: hay un crimen y en la búsqueda del culpable seguimos a los detectives a través de distintos escenarios y entrevistando a personajes, lo que servirá a Asimov como excusa para describirnos los mundos futuros que imagina.
La parte de relato policial es bastante previsible, en mi opinión, ya que suele ser fácil imaginarse quién es y cómo atraparán al malhechor. Por supuesto el aliciente de estas novelas son las especulaciones éticas y políticas sobre un mundo hiperdesarrollado tecnológicamente en el que los robots están por todas partes y hacen la mayor parte del trabajo.
Son novelas de ideas, en el mejor sentido del término.  

El sol desnudo, segunda de la serie de los robots, me ha impresionado por lo que tiene de actual. Nos cuenta que la expansión de la humanidad por el espacio empezó tres siglos atrás, y que los descendientes de esos primeros colonos -los llamados “espaciales”- han creado mundos muy exitosos que de hecho han acabado subalternizando a la Tierra, controlando su comercio y su gobierno. En uno de esos planetas del Mundo Exterior, Solaria, se ha cometido un asesinato, y eso les pilla por sorpresa y sin policía, porque jamás había habido un solo crimen allí desde su colonización. Los solarianos piden ayuda a regañadientes a la Tierra, donde sí hay fechorías a mansalva y por lo tanto policía,  y desde aquí mandan a nuestro conocido Baley, que tiene que luchar contra la xenofobia de los espaciales y contra su propia agorafobia, ya que como buen terrícola no se adapta a los espacios abiertos (en la Tierra la gente se apelotona en megalópolis amuralladas). 
Afortunadamente, se une su ya conocido compañero robótico R. Daneel Olivaw   
Por supuesto, tienen que descubrir al asesino y así lo hacen. Pero lo interesante es el periplo por el planeta. Solaria es un mundo muy desarrollado tecnológicamente donde solo habitan veinte mil humanos. Con la particularidad, eso sí, de que por cada uno de ellos hay mil robots. Los humanos son una minoría en un planeta plagado de máquinas. Cada uno de los veinte mil habitantes viven solos en casas independientes y pasan años sin tener contactos físicos con otros humanos, salvo alguna pareja reproductiva que les pueden asignar eventualmente.
Para los solarianos hay una diferencia entre “visualizarse” mediante hologramas o tele pantallas (algo que hacen habitualmente), o “verse”, que les parece una ordinariez en el mejor de los casos o una aberración en el peor (un personaje llega a suicidarse cuando cree que alguien va a “verle” a casa). Y es que en Solaria están obsesionados con las bacterias y los virus que se pueden transmitir en el contacto personal. Viven manteniendo una estricta distancia social. 
Mientras se visualizan todo bien; se comunican virtualmente e incluso intiman así, pero ante la posibilidad de presencia física de otro ser humano se vuelven locos. 
Como toda buena ciencia ficción, El sol desnudo se va a otros mundos para hablar del nuestro.